Fumarse un cigarrillo – ya lo dicen las cajetillas- puede ser muy perjudicial para la salud. Pero, en ocasiones, el tabaco y las volutas de humo azul que vuelan al quemarse, abren la puerta del hechizo. Miguel estaba convencido de que, si no hubiera sido por la necesidad de Irene de dar una calada rápida, nada de aquello hubiese sucedido.
Habían cenado en el palacio, bajo la bóveda de cañón de lo que antaño había sido la capilla. Si otrora aquellos muros habían creado la íntima atmósfera que precisa la plegaria, ahora continuaban envolviendo el espacio con sensual intimidad. La luz – rojiza y comedida- conspiró desde el primer momento para que la velada tuviera esa magia que sólo con Irene parecía existir. Se querían y tenían tantas cosas que contarse que el tiempo siempre se les antojaba escaso. ¡Es tan complicado absorber toda la historia de la persona amada en apenas unas horas! A pesar de desconocer tanto del otro – Irene lo comentó- sentían que siempre habían estado juntos, que su amor había sido predestinado en el origen de los tiempos, mucho antes de que ellos mismos existieran. Al fin, pensaban, debe ser lo que siente cualquier enamorado. Entre el panaché de verduritas y el pescado, se tantearon las manos que anhelaban caricias, navegaron por las pupilas del otro y se sonrieron con esa cara de alelado que da el querer.
Sería casi la media noche cuando el transitar inquieto de los camareros les hizo comprender que era tarde. Salieron. El patio interior estaba iluminado con candelas y algunas parejas se escudaban tras una tónica con ginebra para no tener que decirse adiós. Miguel la deseaba y la hubiera requerido en ese mismo instante, probablemente arruinándolo todo con su urgencia.
- Necesito fumarme un pitillo – dijo Irene- pero aquí está prohibido. Salgamos a la calle, ¿te parece?
Miguel asintió sin mucha convicción pero nada más salir a la plaza supo una vez más que ella siempre tenía razón. Caminaron entre las estrechas callejas hasta que llegaron al mirador del recoleto jardín. Enmarcado por el convento y la antigua colegiata, la arcada de recia piedra, con un blasón tallado y techado en teja castellana, delimitaba el ajarafe de la vega del río. Una lejana farola hacía brillar el rojo de los gladiolos y el amarillo de los pensamientos. Ella encendió el cigarrillo y dio tres o cuatro caladas apresuradas que crearon una fumarola de humo juguetón. Él la guió hasta el mirador. Corría la brisa y la noche llamaba a sentarse ante los campos y escuchar sin prisa el frufrú de las mariposas nocturnas. Había estrellas y, abajo del muro, las sombras envolvían en embrujos seductores los cultivos y las casonas. La abrazó por detrás, rodeando con amor su cintura. Ella se dejó hacer. Levantó el cabello que caía suave sobre sus hombros y la besó en el cuello. Recorrió lentamente su piel, emborrachándose del dulce perfume de su aroma. Irene respondió a sus besos. Estudiaron sus cuerpos sobre las ropas, tentaron cada recodo de su ser y se sintieron unidos bajo el encantamiento de la noche. Miraron al cielo donde la Osa giraba majestuosa. Él la habló de Dubhe, la estrella extraña a la constelación y de sus cinco soles que bailan uno alrededor del otro, más que nada para presumir de una sabiduría que no tenía. Ella le escuchó con paciencia y le hizo comprender con un largo beso que el cielo era su carita de ángel.
- Vamos – Irene apagó el cigarrillo y tomó de la mano a Miguel.
Las ropas cayeron aquí y allá a lo largo de la habitación como Miguel creía que sólo ocurría en las películas. Se estremeció al sentir su cuerpo desnudo abrazado al suyo, se dio cuenta de que era ese – y no ningún otro- el cuerpo que había estado deseando desde siempre, jugueteó con las sombras que pintaba la lamparita de la mesilla en la espalda de Irene y recorrió con anhelo cada milímetro de ella. Saciaron el ansia de caricias y de afectos, de pulsiones y suspiros, de susurros y de mimos. Detuvieron su alma tan sólo mirándose, apretándose el uno contra el otro no fuera a ser que perdieran siquiera un segundo de placer. Sus cuerpos encajaban como si los hubieran modelado precisamente para ser ensamblados con exactitud en una única figura.
- ¿Ves? , ¿no era mejor esperar un poco? – sonrió Irene al tiempo que le besaba.
Se embriagó de ella, de su olor, de su sabor, de su sexo, de sus ligeros gemidos, de sus besos de seda. La poseyó y se dejó poseer mientras el deseo crecía a medida que era colmado. La noche pasó sin que apenas se percataran de que pasaba, hasta que una alondra les avisó con su canto de que la mañana les miraba abrazados entre las sábanas.
Habían cenado en el palacio, bajo la bóveda de cañón de lo que antaño había sido la capilla. Si otrora aquellos muros habían creado la íntima atmósfera que precisa la plegaria, ahora continuaban envolviendo el espacio con sensual intimidad. La luz – rojiza y comedida- conspiró desde el primer momento para que la velada tuviera esa magia que sólo con Irene parecía existir. Se querían y tenían tantas cosas que contarse que el tiempo siempre se les antojaba escaso. ¡Es tan complicado absorber toda la historia de la persona amada en apenas unas horas! A pesar de desconocer tanto del otro – Irene lo comentó- sentían que siempre habían estado juntos, que su amor había sido predestinado en el origen de los tiempos, mucho antes de que ellos mismos existieran. Al fin, pensaban, debe ser lo que siente cualquier enamorado. Entre el panaché de verduritas y el pescado, se tantearon las manos que anhelaban caricias, navegaron por las pupilas del otro y se sonrieron con esa cara de alelado que da el querer.
Sería casi la media noche cuando el transitar inquieto de los camareros les hizo comprender que era tarde. Salieron. El patio interior estaba iluminado con candelas y algunas parejas se escudaban tras una tónica con ginebra para no tener que decirse adiós. Miguel la deseaba y la hubiera requerido en ese mismo instante, probablemente arruinándolo todo con su urgencia.
- Necesito fumarme un pitillo – dijo Irene- pero aquí está prohibido. Salgamos a la calle, ¿te parece?
Miguel asintió sin mucha convicción pero nada más salir a la plaza supo una vez más que ella siempre tenía razón. Caminaron entre las estrechas callejas hasta que llegaron al mirador del recoleto jardín. Enmarcado por el convento y la antigua colegiata, la arcada de recia piedra, con un blasón tallado y techado en teja castellana, delimitaba el ajarafe de la vega del río. Una lejana farola hacía brillar el rojo de los gladiolos y el amarillo de los pensamientos. Ella encendió el cigarrillo y dio tres o cuatro caladas apresuradas que crearon una fumarola de humo juguetón. Él la guió hasta el mirador. Corría la brisa y la noche llamaba a sentarse ante los campos y escuchar sin prisa el frufrú de las mariposas nocturnas. Había estrellas y, abajo del muro, las sombras envolvían en embrujos seductores los cultivos y las casonas. La abrazó por detrás, rodeando con amor su cintura. Ella se dejó hacer. Levantó el cabello que caía suave sobre sus hombros y la besó en el cuello. Recorrió lentamente su piel, emborrachándose del dulce perfume de su aroma. Irene respondió a sus besos. Estudiaron sus cuerpos sobre las ropas, tentaron cada recodo de su ser y se sintieron unidos bajo el encantamiento de la noche. Miraron al cielo donde la Osa giraba majestuosa. Él la habló de Dubhe, la estrella extraña a la constelación y de sus cinco soles que bailan uno alrededor del otro, más que nada para presumir de una sabiduría que no tenía. Ella le escuchó con paciencia y le hizo comprender con un largo beso que el cielo era su carita de ángel.
- Vamos – Irene apagó el cigarrillo y tomó de la mano a Miguel.
Las ropas cayeron aquí y allá a lo largo de la habitación como Miguel creía que sólo ocurría en las películas. Se estremeció al sentir su cuerpo desnudo abrazado al suyo, se dio cuenta de que era ese – y no ningún otro- el cuerpo que había estado deseando desde siempre, jugueteó con las sombras que pintaba la lamparita de la mesilla en la espalda de Irene y recorrió con anhelo cada milímetro de ella. Saciaron el ansia de caricias y de afectos, de pulsiones y suspiros, de susurros y de mimos. Detuvieron su alma tan sólo mirándose, apretándose el uno contra el otro no fuera a ser que perdieran siquiera un segundo de placer. Sus cuerpos encajaban como si los hubieran modelado precisamente para ser ensamblados con exactitud en una única figura.
- ¿Ves? , ¿no era mejor esperar un poco? – sonrió Irene al tiempo que le besaba.
Se embriagó de ella, de su olor, de su sabor, de su sexo, de sus ligeros gemidos, de sus besos de seda. La poseyó y se dejó poseer mientras el deseo crecía a medida que era colmado. La noche pasó sin que apenas se percataran de que pasaba, hasta que una alondra les avisó con su canto de que la mañana les miraba abrazados entre las sábanas.
un relato muy hermoso. Me gustó mucho cómo se crea la atmósfera íntima.
ResponderEliminarEnhorabuena.