María era de Burgos, aunque con su pelo bien teñido en rubio y unos ojos azules que eran regalo genético de un tatarabuelo alemán, bien podía pasar por oriunda de Kansas. Aficionada compulsiva a la lectura, era asimismo prolífica emborronadora de cuartillas en las que escribía de sus cuitas e inventaba historias que siempre contenían demasiadas metáforas empalagosas y finales cuajados de miel de amor eterno. Séptima hija de una familia modesta, el salario del padre no había dado para que pudiera estudiar de modo que suplía con su bagaje literario lo que la escuela nunca le había dado. La herencia le había regalado, amén de sus iris marinos, un cuerpo tendente a acumular más kilos de los necesarios. Muchos. Lo que la hacía parecer, aún más, una turista americana de esas que deambulan en pantalones cortos, zapatillas de deporte, hamburguesa en la mano y MP3 en la oreja. Y, quizá por ello, su contacto con el sexo opuesto se había visto reducido a aquel muchacho que la cortejó cuando tenía veintidós y al siempre bien intencionado Julián, compañero de oficina y guasón pero casado desde hacía muchos años. Su fisonomía formaba una injusta barrera ante los posibles pretendientes y su inteligencia asustaba a los que se atrevían a franquearla. No es que ella fuese una mujer decimonónica cuyo único fin en la vida fuera casarse. No. El matrimonio, de hecho, no estaba entre sus prioridades. Pero el amor, sí. Su alma y su mente deseaban amar, dejarse arrebatar por la pasión y el deseo que tantas veces había leído en poemas y novelas, que tantas veces había descrito en sus propios textos antes de arrugar las hojas y lanzarlas a la papelera.
Ya se había convencido de que su destino estaba en la soltería y en arrinconar sus anhelos, cuando descubrió Internet. Y con la red, el chat, los blogs y las redes sociales. Destacó pronto entre los navegantes. Sus mensajes y sus escritos espantaron a los niñatos -y menos niñatos- que buscaban el ligue fácil o la conversación intrascendente, pero atrajeron a hombres interesantes y cultos. La selección fue rápida y eficaz. En su perfil había escrito “mujer de amplia sensibilidad y llena de sueños”. Se dio cuenta que su subconsciente le había probablemente traicionada al elegir el adjetivo “amplia” pero no cambio la descripción. Unos meses después intercambió su correo electrónico con un internauta de apodo de Señor Darcy. No sólo el seudónimo – Jane Austin era una de sus autoras favoritas- le había interesado. Las misivas que él le enviaba eran ricas, sensibles, tiernas, tristes en ocasiones, jocosas a veces, interesantes siempre. Fue como ese sirimiri de otoño, casi ausente pero persistente. Uno casi no se da cuenta de que está cayendo hasta percatarse, de pronto, de que está empapado hasta el tuétano. Así les ocurrió a ambos. Se fueron acostumbrando a los e-mails diarios. Uno o dos al principio. Veinte al cabo de unas pocas semanas. Cuando se quisieron dar cuenta de qué ocurría, no podían vivir sin saber del otro, de su opinión, de sus venturas diarias. Tardaron en conocerse físicamente. Ni siquiera se intercambiaron fotografías. Ambos tenían pavor a que el hechizo se rompiese, a que el envoltorio arruinara el regalo. Al cabo, la sociedad estaba hecha a la medida del paquete. La caja, los colorines, los adornos eran lo que llamaban la atención, lo que destacaba. Pero, finalmente, una tarde noche de abril en el que casi por milagro no llovía, él la invitó a cenar para conocerse. No les fue difícil reconocerse entre el gentío del boulevard porque debían ser los únicos que no vestían a la última moda.
No volvieron a escribirse un e-mail ni entrada alguna en los blogs. Lo que tenían que decirse se lo decían en cartas que dejaban discretamente bajo la almohada del otro - a veces acompañadas de una rosa- , o lo expresaban entre susurros bajo sábanas calientes de abrazos.
Ya se había convencido de que su destino estaba en la soltería y en arrinconar sus anhelos, cuando descubrió Internet. Y con la red, el chat, los blogs y las redes sociales. Destacó pronto entre los navegantes. Sus mensajes y sus escritos espantaron a los niñatos -y menos niñatos- que buscaban el ligue fácil o la conversación intrascendente, pero atrajeron a hombres interesantes y cultos. La selección fue rápida y eficaz. En su perfil había escrito “mujer de amplia sensibilidad y llena de sueños”. Se dio cuenta que su subconsciente le había probablemente traicionada al elegir el adjetivo “amplia” pero no cambio la descripción. Unos meses después intercambió su correo electrónico con un internauta de apodo de Señor Darcy. No sólo el seudónimo – Jane Austin era una de sus autoras favoritas- le había interesado. Las misivas que él le enviaba eran ricas, sensibles, tiernas, tristes en ocasiones, jocosas a veces, interesantes siempre. Fue como ese sirimiri de otoño, casi ausente pero persistente. Uno casi no se da cuenta de que está cayendo hasta percatarse, de pronto, de que está empapado hasta el tuétano. Así les ocurrió a ambos. Se fueron acostumbrando a los e-mails diarios. Uno o dos al principio. Veinte al cabo de unas pocas semanas. Cuando se quisieron dar cuenta de qué ocurría, no podían vivir sin saber del otro, de su opinión, de sus venturas diarias. Tardaron en conocerse físicamente. Ni siquiera se intercambiaron fotografías. Ambos tenían pavor a que el hechizo se rompiese, a que el envoltorio arruinara el regalo. Al cabo, la sociedad estaba hecha a la medida del paquete. La caja, los colorines, los adornos eran lo que llamaban la atención, lo que destacaba. Pero, finalmente, una tarde noche de abril en el que casi por milagro no llovía, él la invitó a cenar para conocerse. No les fue difícil reconocerse entre el gentío del boulevard porque debían ser los únicos que no vestían a la última moda.
No volvieron a escribirse un e-mail ni entrada alguna en los blogs. Lo que tenían que decirse se lo decían en cartas que dejaban discretamente bajo la almohada del otro - a veces acompañadas de una rosa- , o lo expresaban entre susurros bajo sábanas calientes de abrazos.
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