Aunque aún era verano, el día había sido ceniciento y un sirimiri persistente había empapado el césped de los parques. Un día tristón que parecía más propio de abrigos y sopa caliente que de jocosas algarabías de amigos. Estas cosas nunca llegan solas y, quizá por ello, el trabajo de la jornada resultó anodino y pesado. Asuntos de esos que, aún pareciendo sencillos, no pueden resolverse del todo, que siguen ahí sin solución por muchas horas que se les dedique y que se adhieren a uno como ese sudor espeso que no evapora en los días cálidos y húmedos.
Y, encima, ella no estaba. Y eso pesaba. Joder, que sí pesaba. Era vagamente consciente del fenómeno pero había deducido, ya hacía mucho tiempo, que el clima y su presencia estaban íntimamente ligados por algún embrujo mágico e inexplicable que la física no podía modelar. Si ella estaba cerca, lucía el sol y los pájaros en empeñaban en trinar. Si no estaba, la luz disminuía y la llovizna caía tediosa. Un día hasta estuvo rebuscando en las enciclopedias acerca de cuál pudiera ser la causa de este enigma pero sólo encontró algunas referencias a casos psiquiátricos en los que los pobres enfermos creían que el mundo era mejor en presencia de otra persona. Algunos autores lo llamaban locura de amor, pero a él se le antojaba tan verídico que más que mirar el parte meteorológico de la televisión lo que hacía era preguntar dónde estaría ella al día siguiente. Que estaría cerca, cogía las gafas de sol. Que estaría lejos, el paraguas.
Para colmo de males, era un tipo acomplejado, convencido de que era imposible que ella pudiera prestarle un poco de atención. Vamos, que verlos juntos era como comparar el oro con la alpaca. Y él era la alpaca. Se preguntó qué estaría haciendo, cómo reiría, cómo cantaría canciones alegres.
Llovía, y los nubarrones que venían del mar se habían condensado en grupos negruzcos que amenazaban granizada. Se levantó el cuello de la chaqueta y se sintió destemplado. Saldría pronto del trabajo, cenaría algo caliente y se metería en la cama bien pronto, intentando dormirse para que el día finalizara cuanto antes.
El teléfono móvil vibró. Había un mensaje. Lo leyó. Ella le decía que se acordaba de él. Los colores de un arco iris estallaron en el cielo y, de pronto, se preguntó qué coño hacía con la chaqueta puesta en un día tan cálido y espléndido.
me ha encantado este texto. Muy bonito.
ResponderEliminarMarta