Aunque hacía ya muchos años que disfrutaba de ellos, los atardeceres púrpura de la selva seguían hechizándole, especialmente desde que sus anhelos se habían sobresaltado. Le gustaban los días de principios de octubre, cuando el calor ya no era sofocante y el río bajaba crecido por las lluvias. Llamaba a María del Rosario para que le sirviera una limonada de menta en el porche y se sentaba mirando hacia el oeste. Se quedaba pensativo, aspirando lentamente de su pipa humeante mientras el sol se escondía por detrás de las volutas grises y el follaje del horizonte.
La mulata le había servido fielmente durante dos décadas. Todos los días como cocinera. Cada dos días, limpiando la granja del polvo y de los insectos que se colaban por las rendijas. Dos veces por semana, como concubina de afectos urgentes. Lo cierto es que nunca le había preguntado nada. Simplemente, entraba en su alcoba y la poseía sin decir palabra. Al cabo, en aquel lejano lugar y rodeados de selva, era lo que se suponía que una mujer debía aceptar si es que no quería volverse a las favelas de la ciudad. No recordaba bien cómo la había contratado. Debió ser cuando llegaron aquellos mineros. Sí, ella debía estar con la caravana. Recordaba que era hermosa, callada, y que tenía una hijita de apenas un año. Nunca le contó qué hacía allá o por qué huía de la civilización pero sí recordaba que le dijo que haría cualquier cosa para permanecer en la propiedad con su niña y lejos del mundo. No firmaron contrato alguno ni discutieron las condiciones. Se acordaron los términos sin que hicieran falta palabras. Ella obtendría comida, techo y protección para ambas. Él, a cambio, tendría una casa ordenada y copularía cuando se le antojara. Al principio, él notaba que le aceptaba con desgana y cierta aversión. Mas con el tiempo- en aquella soledad ella también tendría sus necesidades como todos- los encuentros regulares llegaron a ser incluso agradables. Silenciosos siempre, ciertamente, pero con un poco de ternura flotando en el ambiente. Sonrió para sí. Porque, podía decirse que había sido un buen “marido”. En aquel perdido y remoto paraje, él le había sido fiel porque, simplemente, no había otra mujer en quinientos kilómetros. Al menos, no la había habido hasta ahora. Un nubarrón de inquietud nubló su pensamiento.
Una bandada de horneros cruzó a una altura que se le antojó tan baja que incluso alzó el brazo como si pudiera llegar a tocarlos. Se perdieron entre el grupo de ceibas que ocultaban el recodo del río y él volvió a sumergirse en sus cavilaciones, acompañado por una profunda aspiración de su tabaco. Vio que María del Rosario le miraba, desde la cocina, y eso le inquietó. Todo había cambiado en los últimos meses aunque ni él se lo había mencionado ni ella –siempre reservada, siempre criada- se atrevería jamás a hacerlo. Sorbió de la limonada aún fría y se preguntó cómo sería el contacto de su piel. Ni recordaba otro cuerpo que no fuera el de la mulata aunque, de muy joven, antes de llegar a los meandros, supo cómo tratar a las mujeres. Sintió que las novedades le incomodaban. Señal de que iba para viejo. La vida había sido ordenada hasta que se había fijado, casi por un casual, en ella. Maldita vida que obliga a los hombres a hacer cualquier cosa por el contacto de una caricia. ¿Por qué no le bastaba con María del Rosario?
El añil de la noche comenzaba a pintar el paisaje. Los samanes se habían cerrado por lo que dedujo que llovería dentro de poco. Una de esas noches - había habido ya tantas iguales- en las que su soledad necesitaba refugiarse en los pechos de la mulata mientras el pesado aguacero de la selva golpeaba los mamparos. Olía ya el aroma del pescado que la criada estaba asando en el fuego. Lo estaría especiando con ajo y salvia, que ella picaba en pedacitos muy pequeños con aquel machete más propio de matar caimanes que de cocinar platillos. Siempre le había admirado la destreza en su manejo. Comería con gusto el guiso. Y bebería también unos buenos vasos de aguardiente para olvidarse de todo aquello, al menos durante una noche más.
La vio llegar justo cuando comenzaba a llover. Caminaba deprisa por el sendero rodeado de orquídeas y tal fue el ímpetu de la tormenta que sus ropas se mojaron en un santiamén. Para cuando arribó al porche, sus ropas se transparentaban y él sintió que la sangre le hervía de juventud y que la mente se le ofuscaba de deseo. Percibió las ondas de sus caderas, sus pechos erguidos y la silueta de sus muslos. Por un segundo, se perdió en el color canela de la muchacha, en sus ojos negros y en su pelo arremolinado. Pensó en la ironía de todo ello. Tantos años la había tenido alrededor sin siquiera mirarla para que, de pronto, se hubiese convertido en el centro de todo el universo. En un segundo -porque todo aquello no debió durar más- se la imagino vestida de blanco, con campánulas adornando su cabello, besándola bajo la pérgola cubierta de flores y amándola entre las sábanas de lino que guardaba para una ocasión que jamás había llegado.
La chica le saludó y entró corriendo a la casa. Saludo a su madre con un beso y robó juguetona un trocito de pescado. Él la siguió con sus ojos hasta que, súbitamente, se topó con la imagen de María del Rosario que tensaba su mano sobre el machete y le miraba con la fiereza de un animal salvaje . Apartó la vista de ella y tembló de espanto.
Intenso y sabrosón.
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