Encontré esta historia en uno de los pliegos olvidados de la biblioteca rumana donde había ido a parar con mis huesos. Más bien, con la pequeña dotación a cuenta que se me había concedido para escribir un ensayo sobre mitología antigua. Un encargo de un editor amigo que estaba convencido que existía un nicho para libros de historia religiosa y que yo era el escritor adecuado. A pesar de ser un hombre ducho en los negocios, el que hubiese pensado en mí para semejante tarea lo incorporaba al mundo de los ingenuos sin remedio posible. No estaba yo nada convencido de mi capacidad para tal trabajo pero no pasaba por mis mejores momentos económicos, así que acepté. Por otro lado, el encargo incluía siete días pagados en Rumania para recopilar información de primera mano con la que dar un toque académico a la obra. Pensé que sería hermoso visitar Bucarest pero la realidad fue que la editorial me envió a un villorrio a más de quinientos kilómetros de la capital en donde, por azares de la historia, había un monasterio que aún guardaba pergaminos llenos de polvo y olvido. Fue allá donde, teniendo que madrugar cada día siguiendo la rutina de los monjes, conocí la existencia del andrólogo Eptasis.
Fue una mañana muy fría. Eso lo recuerdo bien porque tuvieron que encender el brasero de la sala de lectura. El fraile que lo hizo me recalcó que tuviese mucho cuidado, no fuese a ocurrir que una trémula brasa llegara a prender algún libro o que yo mismo marchara al mundo de los muertos intoxicado por los gases del carbón. Me espantó tanto el buen monje que decidí entornar la ventana para que siempre pudiera entrar el aire fresco. Fue una venturosa casualidad. Con la brisa gélida penetró también un sol brillante que asomó un instante por entre las nubes y cuyo haz de luz fue a dar directamente sobre uno de los documentos abandonados sobre un púlpito. Posteriormente, he pensado muchas veces que aquello no pudo ser casual y que el destino deseó que se produjese el hallazgo porque el título brilló bajó la luz e hizo que yo me fijara en él. Decía “Los Andros, señores del universo”. Lo firmaba un tal Eptasis. Mi latín era lo suficientemente bueno como para leer de carrerilla textos clásicos pero aquel pliego requirió tiempo y paciencia. En parte porque utilizaba un dialecto que me resultaba desconcertante. En parte, porque lo que relataba era tan ajeno a mi conocimiento que quedaba atónito a medida que leía. Eptasis decía ser andrólogo y, en un prólogo iluminado con escenas de hombres enzarzados en batallas cruentas, daba cuenta de que al igual que algunos dicen conocer a un dios del que todo emana, y se llaman en consecuencia teólogos, él era experto en los hombres señores del mundo que todo lo rigen y, en correcta concordancia, se autodenominaba andrólogo.
“Al principio de los tiempos, el hombre creó a los dioses” – así comenzaba la historia. Mi primera reacción fue de incredulidad. Que un legajo alto medieval empezase burlándose del Génesis no era muy creíble. Si el tal Eptasis hubiese existido de verdad y hubiera escrito tamaña herejía, es seguro que habría perecido en la hoguera junto a todos sus trabajos. Sin embargo, a medida que descifraba el código, me fui convenciendo de que el buen señor había vivido cuando él decía (siglo VI si debía creer al texto) y que era un sabio en religión.
Había comenzado a nevar y, a lo lejos, algunos labriegos avivaban el paso de los bueyes que tiraban de las carretas. Maldije a mi editor y decidí que era mejor leer aquel documento cuanto antes, tomar unas notas apresuradas y bajar a la cocina donde, al menos, los fogones aliviarían el frío del invierno. Recoloqué mis anteojos y, tras acariciar el pergamino con cierto respeto, continué leyendo.
Al principio de los tiempos, el hombre creó a los dioses. Con su infinita sabiduría, el hombre constató que vivir feliz en el paraíso podía ser su perdición. Los alimentos abundantes, el clima benigno, los amores sensuales infinitos, el amor pleno y la felicidad paradisiaca devastaban su poder. El ser humano se aburría, se había convertido en un mecanismo vacío que repetía, día tras día, las mismas rutinas. Comer, beber, fornicar, disfrutar, dormir. Eternamente condenado a repetirse sin sobresalto alguno, sin creación alguna.
Y dijo Andros, señor del universo:
- No es bueno que el hombre no padezca. Se vuelve estéril y no fructifica. El ser humano sólo muestra lo mejor de sí mismo ante la adversidad, sólo valora la felicidad tras la desgracia, únicamente disfruta del amor si antes se ha sentido desvalido y rechazado. Sólo aprecia la vida si la muerte puede llevárselo.
Los hombres que habitaban las montañas, y los que habitaban los mares y los de las estepas y los de los bosques se reunieron en gran asamblea. La Tierra se vació de hombres y de mujeres, pues todos partieron al cónclave universal. Debatieron durante dos largos lustros y finalmente acordaron que, desde aquel preciso momento, debían sufrir en sus carnes y en sus espíritus los rigores del dolor, de la escasez, del desamor y de la muerte.
Mas no era sencillo autoflagelarse. Para que el miedo no los hiciera volverse atrás idearon una estratagema brillante. Crearían unos seres a los que llamarían dioses. Y la única función de los mismos sería la de enviar calamidades o bienes a la humanidad, alternativamente, según se les encomendara. Así, los hombres crearon a su imagen y semejanza a Marum, el dios de las aguas y los maremotos. A Bellum, que obligaría a las tribus a matarse unas a las otras por nimiedades como la tierra, o el color, o la comida. A Erosnia, la diosa del deseo. A Tremuonto, el dios que hacía vibrar la tierra y tragarse en inmensos precipicios a seres inocentes. Crearon a Mortis, encargado de privar de vida sin previo aviso. Y a Plaguis que enviaría ejércitos de insectos venenosos y enfermedades de toda índole. Y a Lucram, que inocularía en los hombres la avaricia y la codicia, el ansia por el robo y la riqueza. Y a Amantis, que devolvería el amor entre padres e hijos, esposas y esposos.
Los hombres crearon a los dioses y los enviaron a vivir a Celis, un lugar etéreo lejos del alcance de los terrestres. Les advirtieron con dureza que debían cumplir con sus trabajos y que, en caso de no hacerlo, los destruirían y acabarían con todo rastro de Celis. Los dioses, temerosos de la ira de los hombres, se empeñaron con denuedo en cumplir con la tarea encomendada por sus creadores.
Leía todo aquello con estupor. Debía tratarse de una broma urdida por algún gracioso pero nadie sabía que yo iba a visitar aquel monasterio, el pergamino y la tinta eran a todas luces auténticos y el latín dialectal no podía haber sido inventado por un chistoso que juega a inventar historias. Detuve la lectura y me acerqué al ventanal. A pesar de que la nieve había ya cubierto el jardín del convento y de que había hielo en el alfeizar, yo sentía que mi cabeza estaba hirviendo. De excitación, de curiosidad. Continué:
Pronto, las guerras devastaron el planeta. La peste y las plagas acabaron con hombres y cosechas. Las aguas del mar se revolvieron furiosas y ahogaron sin piedad a niños y ancianos. La tierra tembló, el fuego abrasó los poblados y el odio fructificó en el mundo. Como los hombres sabios habían previsto, toda aquella maldad que sus dioses esclavos creaban bajo sus órdenes, también hizo que el amor fuese considerado en toda su valía, que la bondad reluciese, que la felicidad no fuese un estado anodino sino maravillosamente pleno.
Arriba, en Celis, los dioses estaban inquietos. Hacían lo que podían por seguir los mandamientos de los hombres pero nunca estaban seguros de cumplirlos adecuadamente. ¿Serían suficientes sesenta terremotos por año? ¿o los hombres esperaban más? ¿Bastaría la devastación de diez guerras, las tropelías de mesnadas sedientas de sangre, el pasar a cuchillo a millares? Nunca estaban seguros de ser lo suficientemente obedientes de los hombres. Cada día, los dioses se reunían y oraban a los seres humanos para que les alumbrasen y les hiciesen fuertes en el cumplimiento de sus enseñanzas. Pero los seres humanos nunca contestaban, nunca daban prueba de que estaban contentos. A veces, cuando se abrumaban por el mal que lanzaban sobre la tierra, se sentían desfallecer. Pero, entonces, rezaban. Con devoción, pidiendo a los hombres que les ayudaran a cumplir su misión.
Los andrólogos de Celis, de los que Eptasis decía sentirse heredero, debatían una y otra vez cómo dar satisfacción a los hombres. Crearon ritos precisos. Así, cada mes, enviaban una calamidad distinta a la tierra. Determinaron cuántas víctimas debían contarse cada estación, cuántas viudas debían llorar, cuántos huérfanos habían de clamar desvalidos. También, cuánto amor debían otorgar a cada ser humano y cuántos días de bienestar podrían existir antes de que una nueva desgracia arribara. Y, sobre todo, los andrólogos establecieron que jamás debían intentar comunicarse con los poderosos hombres ni preguntarse del porqué de su silencio. Era la voluntad de los hombres. Eso bastaba. Ellos serian fieles sirvientes y cumplirían sus mandatos. Serían recompensados cuando los hombres regresaran para juzgarlos, al final de los tiempos.
En este punto, el manuscrito se interrumpía. La nieve había dejado de caer pero la nubes, plomizas y bajas, amenazaban con una nueva tormenta. Cerré el pergamino y, pensativo, bajé a mi alcoba. En el pasillo me crucé con un monje que musitó:
- Oremos. Estas tormentas arruinarán las cosechas y habrá hambre en la región. Mala cosa. Otra prueba a la que Dios nos somete para que mostremos lo mejor de nosotros mismos.
Escribí el libro prometido en primavera y fue un fracaso. Se vendieron muy pocos ejemplares. Aún así, una asociación de teólogos me tachó de provocador y unos desconocidos escribieron algunos insultos en la cristalera de mi portal.
No sé por qué será pero Eptasis el andrólogo me viene a la cabeza cada vez que miro al cielo buscando una respuesta que nunca llega.
Fue una mañana muy fría. Eso lo recuerdo bien porque tuvieron que encender el brasero de la sala de lectura. El fraile que lo hizo me recalcó que tuviese mucho cuidado, no fuese a ocurrir que una trémula brasa llegara a prender algún libro o que yo mismo marchara al mundo de los muertos intoxicado por los gases del carbón. Me espantó tanto el buen monje que decidí entornar la ventana para que siempre pudiera entrar el aire fresco. Fue una venturosa casualidad. Con la brisa gélida penetró también un sol brillante que asomó un instante por entre las nubes y cuyo haz de luz fue a dar directamente sobre uno de los documentos abandonados sobre un púlpito. Posteriormente, he pensado muchas veces que aquello no pudo ser casual y que el destino deseó que se produjese el hallazgo porque el título brilló bajó la luz e hizo que yo me fijara en él. Decía “Los Andros, señores del universo”. Lo firmaba un tal Eptasis. Mi latín era lo suficientemente bueno como para leer de carrerilla textos clásicos pero aquel pliego requirió tiempo y paciencia. En parte porque utilizaba un dialecto que me resultaba desconcertante. En parte, porque lo que relataba era tan ajeno a mi conocimiento que quedaba atónito a medida que leía. Eptasis decía ser andrólogo y, en un prólogo iluminado con escenas de hombres enzarzados en batallas cruentas, daba cuenta de que al igual que algunos dicen conocer a un dios del que todo emana, y se llaman en consecuencia teólogos, él era experto en los hombres señores del mundo que todo lo rigen y, en correcta concordancia, se autodenominaba andrólogo.
“Al principio de los tiempos, el hombre creó a los dioses” – así comenzaba la historia. Mi primera reacción fue de incredulidad. Que un legajo alto medieval empezase burlándose del Génesis no era muy creíble. Si el tal Eptasis hubiese existido de verdad y hubiera escrito tamaña herejía, es seguro que habría perecido en la hoguera junto a todos sus trabajos. Sin embargo, a medida que descifraba el código, me fui convenciendo de que el buen señor había vivido cuando él decía (siglo VI si debía creer al texto) y que era un sabio en religión.
Había comenzado a nevar y, a lo lejos, algunos labriegos avivaban el paso de los bueyes que tiraban de las carretas. Maldije a mi editor y decidí que era mejor leer aquel documento cuanto antes, tomar unas notas apresuradas y bajar a la cocina donde, al menos, los fogones aliviarían el frío del invierno. Recoloqué mis anteojos y, tras acariciar el pergamino con cierto respeto, continué leyendo.
Al principio de los tiempos, el hombre creó a los dioses. Con su infinita sabiduría, el hombre constató que vivir feliz en el paraíso podía ser su perdición. Los alimentos abundantes, el clima benigno, los amores sensuales infinitos, el amor pleno y la felicidad paradisiaca devastaban su poder. El ser humano se aburría, se había convertido en un mecanismo vacío que repetía, día tras día, las mismas rutinas. Comer, beber, fornicar, disfrutar, dormir. Eternamente condenado a repetirse sin sobresalto alguno, sin creación alguna.
Y dijo Andros, señor del universo:
- No es bueno que el hombre no padezca. Se vuelve estéril y no fructifica. El ser humano sólo muestra lo mejor de sí mismo ante la adversidad, sólo valora la felicidad tras la desgracia, únicamente disfruta del amor si antes se ha sentido desvalido y rechazado. Sólo aprecia la vida si la muerte puede llevárselo.
Los hombres que habitaban las montañas, y los que habitaban los mares y los de las estepas y los de los bosques se reunieron en gran asamblea. La Tierra se vació de hombres y de mujeres, pues todos partieron al cónclave universal. Debatieron durante dos largos lustros y finalmente acordaron que, desde aquel preciso momento, debían sufrir en sus carnes y en sus espíritus los rigores del dolor, de la escasez, del desamor y de la muerte.
Mas no era sencillo autoflagelarse. Para que el miedo no los hiciera volverse atrás idearon una estratagema brillante. Crearían unos seres a los que llamarían dioses. Y la única función de los mismos sería la de enviar calamidades o bienes a la humanidad, alternativamente, según se les encomendara. Así, los hombres crearon a su imagen y semejanza a Marum, el dios de las aguas y los maremotos. A Bellum, que obligaría a las tribus a matarse unas a las otras por nimiedades como la tierra, o el color, o la comida. A Erosnia, la diosa del deseo. A Tremuonto, el dios que hacía vibrar la tierra y tragarse en inmensos precipicios a seres inocentes. Crearon a Mortis, encargado de privar de vida sin previo aviso. Y a Plaguis que enviaría ejércitos de insectos venenosos y enfermedades de toda índole. Y a Lucram, que inocularía en los hombres la avaricia y la codicia, el ansia por el robo y la riqueza. Y a Amantis, que devolvería el amor entre padres e hijos, esposas y esposos.
Los hombres crearon a los dioses y los enviaron a vivir a Celis, un lugar etéreo lejos del alcance de los terrestres. Les advirtieron con dureza que debían cumplir con sus trabajos y que, en caso de no hacerlo, los destruirían y acabarían con todo rastro de Celis. Los dioses, temerosos de la ira de los hombres, se empeñaron con denuedo en cumplir con la tarea encomendada por sus creadores.
Leía todo aquello con estupor. Debía tratarse de una broma urdida por algún gracioso pero nadie sabía que yo iba a visitar aquel monasterio, el pergamino y la tinta eran a todas luces auténticos y el latín dialectal no podía haber sido inventado por un chistoso que juega a inventar historias. Detuve la lectura y me acerqué al ventanal. A pesar de que la nieve había ya cubierto el jardín del convento y de que había hielo en el alfeizar, yo sentía que mi cabeza estaba hirviendo. De excitación, de curiosidad. Continué:
Pronto, las guerras devastaron el planeta. La peste y las plagas acabaron con hombres y cosechas. Las aguas del mar se revolvieron furiosas y ahogaron sin piedad a niños y ancianos. La tierra tembló, el fuego abrasó los poblados y el odio fructificó en el mundo. Como los hombres sabios habían previsto, toda aquella maldad que sus dioses esclavos creaban bajo sus órdenes, también hizo que el amor fuese considerado en toda su valía, que la bondad reluciese, que la felicidad no fuese un estado anodino sino maravillosamente pleno.
Arriba, en Celis, los dioses estaban inquietos. Hacían lo que podían por seguir los mandamientos de los hombres pero nunca estaban seguros de cumplirlos adecuadamente. ¿Serían suficientes sesenta terremotos por año? ¿o los hombres esperaban más? ¿Bastaría la devastación de diez guerras, las tropelías de mesnadas sedientas de sangre, el pasar a cuchillo a millares? Nunca estaban seguros de ser lo suficientemente obedientes de los hombres. Cada día, los dioses se reunían y oraban a los seres humanos para que les alumbrasen y les hiciesen fuertes en el cumplimiento de sus enseñanzas. Pero los seres humanos nunca contestaban, nunca daban prueba de que estaban contentos. A veces, cuando se abrumaban por el mal que lanzaban sobre la tierra, se sentían desfallecer. Pero, entonces, rezaban. Con devoción, pidiendo a los hombres que les ayudaran a cumplir su misión.
Los andrólogos de Celis, de los que Eptasis decía sentirse heredero, debatían una y otra vez cómo dar satisfacción a los hombres. Crearon ritos precisos. Así, cada mes, enviaban una calamidad distinta a la tierra. Determinaron cuántas víctimas debían contarse cada estación, cuántas viudas debían llorar, cuántos huérfanos habían de clamar desvalidos. También, cuánto amor debían otorgar a cada ser humano y cuántos días de bienestar podrían existir antes de que una nueva desgracia arribara. Y, sobre todo, los andrólogos establecieron que jamás debían intentar comunicarse con los poderosos hombres ni preguntarse del porqué de su silencio. Era la voluntad de los hombres. Eso bastaba. Ellos serian fieles sirvientes y cumplirían sus mandatos. Serían recompensados cuando los hombres regresaran para juzgarlos, al final de los tiempos.
En este punto, el manuscrito se interrumpía. La nieve había dejado de caer pero la nubes, plomizas y bajas, amenazaban con una nueva tormenta. Cerré el pergamino y, pensativo, bajé a mi alcoba. En el pasillo me crucé con un monje que musitó:
- Oremos. Estas tormentas arruinarán las cosechas y habrá hambre en la región. Mala cosa. Otra prueba a la que Dios nos somete para que mostremos lo mejor de nosotros mismos.
Escribí el libro prometido en primavera y fue un fracaso. Se vendieron muy pocos ejemplares. Aún así, una asociación de teólogos me tachó de provocador y unos desconocidos escribieron algunos insultos en la cristalera de mi portal.
No sé por qué será pero Eptasis el andrólogo me viene a la cabeza cada vez que miro al cielo buscando una respuesta que nunca llega.
Muy interesante la inversión de los términos a los que estamos acostumbrados y narrado para mantener el interés.
ResponderEliminarSaludos
José
Gracias
ResponderEliminar