Releo la página y no me gusta. He utilizado un léxico demasiado rebuscado, metafórico en exceso, que seguramente no encaja con lo que él desea. Así que, en un gesto que tengo muy estudiado de tanto repetirlo, arrugo la hoja y la lanzo a la papelera que la he puesto a 6,25 metros, por aquello de que sean tres puntos. No fallo nunca y esta vez no es una excepción. La pelotita que encierra el inicio del capítulo seis entra por el aro limpiamente. Tomo un nuevo folio y lo introduzco en la máquina de escribir. Sí, no se extrañen. Soy de los escritores antiguos, de esos a los que aún les gusta escuchar la campanita cuando el carro llega al final de línea y hay que darle a la palanquita para retornar al borde izquierdo del papel. ¿Qué quieren? Uno tiene su orgullo. Si usara la computadora y creara un blog no me miraría a la cara cada mañana. No podría caer más bajo. Pero no, yo aquí con mi Templeton del 72, una joya de ochenta y seis teclas.
Empiezo de nuevo. Había terminado el capítulo cinco con el protagonista intentado ligarse a una morena de culo impresionante en un bar de copas de Manhattan el día de fin de año. Sí, ya lo sé. Un poco manido pero es que, con lo que me han pagado, tampoco estoy yo para imaginar maravillas. Porque – por qué no decirlo- yo soy eso que se llama en español, con un giro castizo un tanto racista, un negro; uno de esos escritores que escriben por encargo de otro. O sea, una especie de siervo de la gleba medieval. Trabajo la tierra que, en este caso, son las palabras por un poco de comida y casa (y algún que otro euros para cervezas y otras diversiones innombrables) pero el éxito se lo lleva el cliente que en este caso, por cierto, es un pelma pedante que necesita esta novelucha para primeros de año. Así que aquí estoy yo, intentando describir lo que le acontece a Kevin Rodelmeyer – que es como he llamado al policía que persigue al malvado Sir Colin- en esa taberna entre la 93 y la quinta con la culona que está deseando un beso de fin de año bajo el muérdago. Si fuera mi propia novela, intentaría escribir algo más real, más pegado a la vida normal de la gente. No sé, un hogar tranquilo donde el tal Kevin trinchara el pavo y riera los chistes del cuñado, donde se abrieran un par de botellas de champán y se brindara con las copas en alto por el bienestar de la familia; donde los niños – qué juguetones ellos- esparcieran serpentinas y confetis por el recibidor. Escribiría sobre los petardos que los vecinos harían estallar justo a la medianoche, los SMS que el inspector Rodelmeyer enviaría a sus superiores para hacerles la pelota y poder ascender, de las llamadas a la suegra para felicitarle el año. Pero, mira, como sólo soy un negro de esos, voy a describir al inspector como un tipo raro, de los que en la realidad no se encuentran. Un solitario, aburrido de la familia, que pagaría por no aguantar al cuñado, uno de esos bichos raros que toman gin tonics cargados en la barra de cualquier bar hasta que se acuerda que hay que dormitar unas horas cada noche. Voy a ver si termino el capítulo lo antes posible porque quisiera pasarme por Teddy’s antes de que den las doce. Quizá se deje caer hoy también la mulata esa- brasileña, me han dicho que es- que me marea con su andar sinuoso. No le diré nada, como siempre, y ella tampoco me lo dirá a mí, pero estará bien ver las campanadas en la televisión del bar, sentados a menos de tres sillas de skai. No me gustan las uvas, así que sorberé doce veces la ginebra.
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