Para llegar hasta el portal, Rosa María debió sortear los dos grandes socavones que las bombas habían abierto en la calle. Hacía ya seis meses que la guerra había acabado pero las penurias del país y la niebla de la derrota no habían dado tregua a las gentes para poder reparar los desperfectos del asfalto o los del corazón. Era frío el invierno del Madrid del 39 y escaso el abrigo. Se frotó las manos para recobrar la sensibilidad en los dedos y poder encajar la llave en la cerradura. Entró y sintió el alivió de no ser observada. Como cada día, había notado que la miraban con sorna. Sabía que era por la boa de plumas rojas que siempre adornaba su cuello. Era consciente de que parecía histriónica con aquel abalorio. La estética de la ciudad requería, más bien, un abrigo gris, una falda austera o una chaqueta remendada. La tomaban por loca. Se lo habían dicho en la calle:
- Tienes que adecuarte a los tiempos que corren, Rosa – le había susurrado un día en el mercado su amiga Mariola- o acabarás con el pelo rapado y los huesos molidos en el cuartelillo. Y cuídate que cada día estás más delgada.
Pero ella amaba aquel marabú. Significaba mucho para ella. Comenzó su carrera artística llevándolo y, cada vez que había tenido un éxito, le había acompañado. La unía con sus recuerdos más queridos. Y es que Rosa no era una Rosa cualquiera sino la gran diva. Rosa de las Estrellas, escribían en los carteles multicolores del Apolo cuando actuaba. Ese era su nombre artístico no hacía muchos años. Un crítico había escrito que era la mejor cupletista de la década. Era otra época, cuando no había muertos en las calles, ni sirenas que agitaban las noches, ni resplandores y truenos que anunciaban entierros. Entonces, los galanes la invitaban a cenar cada noche y recibía ramos de rosas en su camerino. Entonces, alguno de aquellos hombres hubiera matado porque ella le rozara con la guirnalda de plumas o le dejara invitarla a una copa de champán mientras se dejaba acariciar los oídos con palabras tiernas. Le vino a la memoria una noche de primavera. La iluminación de los candelabros tremolaba en el teatro, pintando sombras en la platea. Le dijeron incluso que un ministro del gabinete estaba entre el público. Actuó con el vestido negro con broderí de fantasía, el tocado dorado, el maquillaje intenso y la boa de plumas rojas. Los periódicos del día siguiente dijeron que el público quedó entusiasmado con su aterciopelada voz y su silueta de vestal. Los aplausos se prologaron durante veinte minutos y tuvo que salir a saludar una decena de veces. Aquellas plumas siempre le habían traído suerte.
Ahora la tomaban por loca. Quizá por el adorno, tan largo que lo arrastraba por las aceras, o porque a veces le daba por cantar en el Retiro o en la fila donde repartían los cigarrillos y los dos huevos semanales. No le daban propina alguna porque nadie tenía nada para ejercer la caridad. Tampoco lo pedía. Sólo cantaba. Cerraba los ojos y volvía a verse a sí misma en el Apolo, guiñando picarona sus verdes ojos y sonriendo a aquel apuesto joven que, noche tras noche, ocupaba el palco superior de la izquierda. Nunca supo quién era. Un día dejó de ir y su sitio lo ocupó una mujerona de mirada huidiza y expresión arisca. Mucho después, alguien le dijo que se llamaba Ángel y que estaba en el frente, en alguna trinchera lejana. Quizá fue aquello lo que le anunció que el mundo cambiaba, que su existencia- al menos la vida que ella había amado- llegaba a su fin.
Se sentó junto a la ventana. El cielo se vestía de amarillos intensos y de anaranjados tenues. Un sereno encendía la farola de la esquina y los transeúntes se apresuraban que no era cosa de andar por las calles cuando llegaba la noche. No se quitó el viejo abrigo porque la casa estaba gélida. Acarició la boa de plumas teñidas de marabú con las manos y musitó:
- Siempre conmigo. Ahora también.
Fue la vecina la que la encontró colgada de una argolla que había en el techo. La cinta roja ceñía su cuello como siempre lo había hecho. Rosa María, algo amoratada, los ojos abiertos, tenía no obstante una expresión tranquila.
Hola! saludos desde México. Buen relato, me gustó mucho como terminaste el relato, con la muerte... tema interminable y muy interesante, más porque el personaje muere con la boa, aquel recuerdo de buenos momentos y un objeto que intentava a su vez dotarla de vida.
ResponderEliminarA partir de ahora seguiré tu blog! :p
Gracias por el elogio. Un saludo
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