Min Gireng se acercó al ventanuco, como si precisara comprobar que la noche era oscura. Llovía y se congratuló de ello. El callejón estaba desierto y sólo al fondo la luz de un candil asomaba por entre las lonas que hacían de puerta en la garita de la vieja Tan Chuping. Estaba casi ciega y aunque su oído era agudo no representaba problema alguno.
Se embozó en su capa y casi a tientas salió al exterior. El olor a comida para animales le indicó hacia dónde dirigirse. Introdujo su mano en el bolsillo y apretó con fuerza la cajita que contenía. Con sus dedos palpó los relieves que la decoraban y, por un instante, recordó a su esposa labrando pacientemente la madera frente al hornillo que les daba luz y calor. Un efluvio de odio le inundó de pronto y hubo de contenerse para no golpear con rabia las jaulas que se apiñaban en la calleja.
Llovía. Llovía mucho, y eso le ayudaba porque el golpeteo del agua contra los adoquines amortiguaba el sonido de sus pasos, protegiéndole, haciéndose cómplice de su plan.
Giró al llegar al pasadizo cubierto de Jiuanjun Lu y entornó la puerta. Nada se movió en su interior. Sus pupilas estaban ya bien adaptadas a la negra noche y enseguida vio el bulto que dormitaba en el camastro. Se acercó y cumplió su promesa.
El mercado de Xizang Lu comenzó a revivir al poco de amanecer. Las nubes habían desparecido del cielo y, aunque las calles estaban aún mojadas y resbaladizas, los rayos del sol, anaranjados y agradablemente tibios, despertaron pronto a las bestias. Los miles – millones, decían algunos- de pájaros, peces, tortugas, cangrejos, serpientes multicolores, gatos, perros, pollitos amarillos y caracoles comenzaron de pronto, casi al unísono, a hablar entre ellos pues bien parecía que se iniciaba una alocada algarabía de mil idiomas que los hombres no podían entender. Los millones- estos sí eran millones- de gusanos que se apelotonaban en cajas de bambú entrelazado se agitaron inquietos como si presintieran que iban a ser el desayuno de todas las demás bestias.
Los propietarios comenzaron a salir a las calles y sus viviendas de noche se convirtieron, en cuestión de minutos, en tenderetes de día. Aquí y allá, los pasadizos se volvieron más angostos a medida que las gentes sacaban para exhibirlas las cajas con plantas, con bonsáis auténticos totalmente falsos, las jaulas de junco con jilgueros y ruiseñores, tarines y petirrojos, cuervos y zarapitos. Un coro de grillos comenzó a entonar sus inarmónicas sinfonías hasta el punto de que, juntos, emitían tal ruido que obligaban a todos los vendedores a entenderse a gritos. Aromas de porotos y soja frita, de arroz asado y de sopa agridulce volaron por cada esquina a medida que las mujeres calentaban desayunos que los moradores del mercado comían en cuclillas a la puerta de sus tienditas.
Era una mañana normal. Igual a todas las demás. Tranquila, podría decirse, hasta que empezaran a llegar, a eso de las diez, los turistas de cámara en ristre, T-shirt con eslogan cutre y sandalias de marca falsa. Una mañana normal hasta que un grito se escuchó cerca de Jiuanjun Lu. Un chillido que se sobrepuso a todos los demás sonidos de animales y seres humanos.
No tardó en llegar la policía. Imposibilitados de meter sus coches patrulla por las angostas callejas, penetraron en el mercado en numeroso grupo, quizá treinta de ellos juntos. No se andaban con miramientos y se hacían paso empujando a cualquiera que se les interpusiera y derribando los mostradores que entorpecían su caminar.
No mucho más tarde, la noticia corría de boca en boca. Meng Li había sido asesinado en su lecho durante la noche. Una única y certera puñalada en el vientre. El motivo, sin duda, era el robo. Meng era el más afamado vendedor de grillos de pelea de todo Xizang Lu y su especialidad eran los insectos que traía de Ninyang. Él mismo los cazaba con trampas cuyo secreto sólo él conocía. Eran famosos por la agresividad que manifestaban en la contienda y se decía que nunca ningún grillo de Meng había perdido un combate. Como tales, eran muy apreciados por los apostantes que pagaban buenas sumas por ellos, especialmente por los ejemplares más crecidos. Uno de ellos, al que popularmente llamaban El gran tigre, había ya triunfado en veintitrés peleas, una cifra imposible para cualquier otro animal. Meng Li lo cuidaba como a un hijo, con un cariño antinatural que sólo debiera estar reservado a una esposa o a una madre. Un amor extraño, obsceno, insano. Lo guardaba en una caja mucho más espaciosa que lo habitual y en vez de botón de agua azucarada y el trocito de lechuga con que alimentaba a los demás, este grillo recibía un trato de favor que incluía té verde, pequeñas larvas y cebolla picada. Le dedicaba todos los cuidados que jamás había dado a otra persona. Se decía que, incluso, le cantaba cada atardecer para calmar su inquietud.
El gran tigre había desaparecido y la policía concluyó rápidamente que el robo de tal campeón había sido el motivo del crimen. Probablemente, el difunto se habría despertado con el ruido producido por el ladrón y, en la reyerta, el intruso habría matado al comerciante. A esta hora, ya lo habrían vendido en algún mercado de la ciudad o habría sido enviado a los suburbios de Pekín para obtener una buena plusvalía.
Para cuando los turistas llegaron, la vida en el mercado había recobrado la tranquilidad y los policías habían regresado a su oficina del Shanghai central donde escribirían un breve informe y archivarían la causa. Al cabo, lo que pasaba en Xizang Lu era de segundo rango siempre que no afectara al turismo. Los tenderos continuaron comiendo su arroz y sus bolas de carne al vapor, recogieron los puestos que habían sido derribados en el tumulto y se repartieron, antes de que cualquier pariente pudiese reclamar herencia alguna, los varios cientos de grillos de pelea que Meng tenía en su establecimiento.
Min Gireng pasó el día como cualquiera de sus otros días. Su puesto de peces de colores- rojos la mayoría, pero algunos azules tornasol- atrajo a muchos franceses y alemanes que le regatearon para bajar el precio desde los cincuenta yuanes con que se empezaba el negocio a sólo diez, aunque él los hubiera vendido por cinco. Se los llevaban en una bolsita de plástico con agua turbia en donde el pobre pez intentaba nadar más de dos coletazos sin chocar contras sus invisibles paredes.
Al mediodía, caminó por el mercado y compró un cuenco de larvas para alimentar sus acuarios. Comió algo de verduras cocidas y, a media tarde, se alejó hacia la puerta este donde los criadores de pájaros colgaban tantas jaulas, unas junto a otras, que era casi imposible caminar. Entró en el puesto de Peng Delun y le pidió que le mostrara una oropéndola.
- ¿Una oropéndola, Min Gireng? – preguntó extrañado el tendero, puesto que no era normal que se compraran algo entre ellos mismos.
- Sí, pronto iré a casa de mis padres y deseo agasajarles con un regalo pero ya sabes que aquí no nadamos en la abundancia y no puedo permitirme un buen obsequio- contestó con un tono de voz convincente.
El trato fue sencillo. Entre ellos no precisaban regatear ni jugar al juego que se traían con los visitantes extranjeros.
Los guardianes del mercado lograron, por fin, que el último comprador se marchara del recinto. Eran las ocho de la tarde y el sol caía ya sobre la ciudad. Las cajas, las jaulas, los tiestos con plantas de mil colores fueron recogidos. Min Gireng cubrió los estanques con plásticos oscuros para que los peces durmieran hasta el día siguiente. Apenas cenó. No tenía apetito.
Más tarde, cuando ya sólo se escuchaba el runrún de los grillos, Gireng encendió la vela amarilla que se erguía sobre la mesa. Sacó la cajita de entre las mantas. Tendría un tamaño de unos cuatro por cuatro centímetros y su tapa estaba bellamente decorada con flores minúsculas y un faisán diminuto que se escondía entre ellas. Acarició las formas y el tacto de la mano de ella acudió a su memoria, fresco, como si aún viviera. La recordó sentada junto al alfeizar, tallando con sus delicados dedos las cajitas para grillos que luego vendían a buen precio. Eran muchos los turistas, mujeres sobre todo, que se encaprichaban de aquellos habitáculos para insectos. La cajita tenía agujeritos para que el animal respirara y un ventanuco translúcido para poder ver al grillo. Recordó a su tierna esposa sonriéndole mientras labraba la madera, la recordó desnuda en la litera que compartían, en sus juegos de amor y noches de estrellas, en los días en que la vida era buena.
Y también recordó el día que Meng Li intentó forzarla y ella, en su desesperada huida, tropezó con una piedra y cayó con la mala fortuna de desnucarse casi a la entrada de su casa. Había dejado tan atrás a Li que nadie observó que este la perseguía y el indigno hombre se había retirado a tiempo para quedar ajeno a toda sospecha. Gireng había salido al oír los gritos, justo para verla tendida en el suelo, a punto de morir. Fueron unos segundos en los que el corazón se le heló, la garganta se le hizo un nudo de púas y los ojos se le llenaron de unas lágrimas que nunca antes había derramado. Unos segundos en que ella, en un hilo de voz, le dijo que huía de Meng, que la vengara, que le amaba.
Había pasado un año. Tiempo suficiente para que nadie recordara nada. Había esperado pacientemente. Ahora, Meng estaba muerto como merecía. Sólo faltaba acabar también con sus éxitos, con lo que más amaba en el mundo aquel cerdo.
Colocó la caja labrada junto a la jaula de la oropéndola que se agitó inquieta cuando vio el insecto. El olor del grillo, mezclado con el aroma del té y el azúcar, excitó al pájaro. Abrió la caja lo justo para que pudiera acceder el pico del ave. Acercó la jaula y deslizó la pequeña puerta. Un minuto después se sintió satisfecho y miró al cielo.
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