La XII legión, Fulminata, avanzaba disgregada al otro lado del gran río, adentrándose en los bosques germánicos. La misión del cónsul Helvius Asprenas era sencilla sobre el papel y muy complicada en la práctica. Establecer un cordón preventivo dentro del territorio enemigo que impidiera las cada vez más frecuentes incursiones de las mesnadas de Garther, un esquivo caudillo bárbaro. De norte a sur se iban construyendo campamentos defendidos por una centuria y separados por cinco kilómetros. Con tal estrategia, los romanos perseguían formar una línea de defensa avanzada de unos ciento cincuenta kilómetros con destacamentos comunicados por señales, situados en posiciones elevadas y con pozos acuíferos disponibles. De tal modo, media legión, unos tres mil hombres, quedaría diseminada a lo largo de una serpiente de fortalezas mientras que, más a retaguardia, la otra mitad podría acudir a cualquier lugar en donde se la necesitara, siempre suponiendo que la guarnición atacada pudiera defenderse durante una semana dando tiempo a la llegada de los refuerzos. La misión podría durar muchos meses, así que Roma había dado permiso para que las familias acompañaran a los soldados.
Velius Crito había servido durante siete años en la duodécima. Había llegado a la milicia, como muchos otros, huyendo de la justicia. Un mal encuentro durante un día de juegos en el circo. Una discusión anodina que el vino de la noche convirtió en reyerta a muerte. Todo había sido muy rápido. Una daga en el estómago de aquel hombre que acababa de conocer en la timba de dados y una huída hacia la costa donde se alistó antes de que le prendieran. A sus veintisiete años, su rostro presentaba las arrugas que el sol y la batalla habían cincelado pacientemente pero su cuerpo era atlético y, a juicio de las mujeres, era un hombre atractivo.
A Velius le acompañaba, detrás, en los carromatos que seguían a la legión a un par de millas de distancia con las mujeres y niños, su esclava Atba. La había comprado en la Galia unos meses atrás. Ella estaba sirviendo en una taberna y, nada más verla, agradó al soldado Crito. Su cabello, más negro de lo que creía que fuera posible, colgaba en melena sobre los hombros y su piel, morena con tono de miel, le hizo pensar que procedería del norte de África. Pidió una olla de carne y una jarra de vino que degustó sin atender a nada más, hambriento como estaba tras una larga caminata. Más tarde, cuando apuraba las últimas gotas, se fijó más detenidamente en la muchacha. Era joven, quizá no tendría ni veinte años, y vestía con una túnica que permitía apreciar un cuerpo atractivo y deseable. Demoró el terminar la copa sólo para verla deambular de aquí para allá sirviendo las mesas. A la noche siguiente, regresó. Y a la siguiente y a la siguiente.
Y a la siguiente, cuando ocurrió el incidente.
La chica tropezó con alguien y los platos que llevaba cayeron al suelo. El patrón se volvió y, enfurecido se dirigió hacia Atba con una fusta en la mano. Levantó el brazo y castigó con fuerza la espalda de la mujer que gritó de rabia. Levantó su mano una segunda vez para volver a golpearla pero no pudo hacerlo. En vez de ello, el tabernero sintió un fuerte dolor y, casi inmediatamente, se agachó hacia el suelo impelido por la mano de Velius Crito que agarrándole la muñeca se la retorció sin compasión hasta que soltó el látigo. Caído en el suelo, el hombre, rojo de furia, le increpó.
- ¿Qué haces soldado? ¿No conoces la ley? Es mi esclava y puedo hacer lo que desee con esta desgraciada. Irás a galeras, insensato. Llamaré inmediatamente a la guardia.
Velius sabía que era cierto. El dueño de un esclavo podía disponer de su vida y de su muerte, castigarle si lo estimaba oportuno y decidir la suerte de sus propiedades. Pensó rápido y, sin dudarlo, sacó de entre sus ropas una bolsa de dinero- su paga de la campaña- y la arrojó sobre el patrón.
- Toma, es mucho más de lo que vale. Te la compro.
El dueño de la taberna palpó el cuero y lo entreabrió para atisbar las monedas. Entendió rápidamente que era un buen negocio. Con aquella cantidad podría adquirir tres mujeres y aún le quedaría dinero. Cierto era que la chica era bella y que más de una noche la había forzado con gran satisfacción. Pero si algo había de sobra en el Imperio eran jóvenes esclavas. Tomó la bolsa y con un gesto de cabeza accedió al trato.
Tres días después, Velius entraba en el campamento con su esclava. La campaña iba a iniciarse pronto y sabía que el legado había autorizado el llevar familia y propiedades con la milicia. No habló apenas con ella durante aquellos días pero la segunda noche le ordenó que se desnudara y la observó durante muchos minutos antes de mandarle que se cubriera. Ella se extrañó porque había supuesto que la forzaría, así que el que la respetara le agradó. Al parecer no había caído en manos de un salvaje. Velius aún esperaría una semana para acostarse con ella y aunque no era ducho en las lides del amor ambos descubrieron que se atraían. Él la trataba con cierta deferencia y, aunque no existían dudas de que seguía siendo esclava, se alegraba de haber salido de la taberna gala. Le inundaban unos sentimientos encontrados.
En la caravana, algunas mujeres la miraban con desprecio. Ellas eran romanas, legítimas esposas de los soldados, y veían a Atba como un objeto al que no había que prestar mayor atención. No entendían por qué Velius la trataba con un respeto que no era apropiado para una esclava. Atba procuraba evitarlas. Compartía caminos y sudor con ellas, pero nada más. Por el contrario, muchos de los otros soldados, especialmente los compañeros de su centuria, la trataban con deferencia lo que le resultaba extraño ya que aquellos hombres estaban acostumbrados al rigor y a la falta de compasión. O quizá por eso mismo, no necesitaban demostrar que podían ser violentos y rudos cuando no era en batalla. Cada noche, cuando el campamento se establecía, ella acudía a la tienda de Velius y le preparaba la cena con la ración asignada a cada hombre. Muchas noches, él simplemente comía y se acostaba rendido. Otras, solicitaba su cuerpo. Pero apenas hablaba con ella. Sin embargo, se la quedaba mirando con ternura. Ella no sabía por qué. Él se negaba a aceptar que una esclava pudiera ganar su corazón.
En el noveno mes, la centuria de Crito recibió órdenes de construir la fortaleza donde quedaría ubicada definitivamente. Olía a lavanda en aquellos campos. Al norte, a unos mil pasos de distancia, un bosque de cedros se erguía cubriendo gran parte del horizonte. A este y oeste, una llanura de ondulantes pastos se extendía bajo la colina donde la empalizada iba tomando forma. Al sur, un riachuelo aseguraba el agua que necesitarían. Eran días frescos en que debían trabajar duro. Por la mañana, antes del amanecer, una cuadrilla de hombres se adentraba en el bosque y talaba árboles. Uno tras otro, incansablemente. Luego, otros afilaban las puntas y removían las ramas hasta crear los maderos idóneos para la muralla. Los ingenieros ataban los postes unos junto a otros de manera tan sólida que incluso resistieran un ataque de caballería. Poco a poco, en unos diez días de pesado trabajo, el recinto tomó forma. Incluso, construyeron una torre de observación que permitía que los vigías otearan el horizonte a mucha distancia dando tiempo a preparar la defensa. En el extremo oeste formaron una enorme pira de madera que fue cubierta con barro y tierra. Dentro, acumularon paja seca. La capa exterior protectora mantenía seca la paja del interior incluso en algunas tardes en que el cielo se encapotaba y descargaba con fuerza la ira de la tormenta. Al este, otra pira similar garantizaba las comunicaciones. Si una guarnición era atacada, esta prendería sus antorchas avisando a las centurias aledañas. Estas, a su vez, enviarían emisarios a galope a la reserva de la legión para que acudiera a reforzar las posiciones más vulnerables. Mientras la ayuda llegaba – y aún a marchas forzadas, no podrían caminar más de cincuenta kilómetros por jornada- debían resistir y los legionarios sabían que sus posibilidades dependían de lo bien construido que estuviera el fuerte, de modo que ninguno escatimó esfuerzos para que fuera sólido y seguro.
Había llovido todo el día y el terreno estaba embarrado. Crito debió revisar en varias ocasiones que las piras mantenían seco el follaje interior para asegurarse que, en caso de ataque, pudieran prender las fogatas. Estaba empapado cuando llegó a su tienda. Entró y el aroma a carne guisada le sedujo. Recordó su niñez cuando su madre le llamaba para la cena. Entonces, reinaba la paz o al menos a él se lo parecía. Eran buenos tiempos, pensó. Perdidos para siempre. Atba se volvió al oírlo entrar. Sus ojos estaban hermosos aquella noche y las siluetas que las sombras del hornillo dibujaban sobre su rostro acrecentaban su belleza. Le acercó un plato colmado de comida y le sonrió. Él dudó sobre el sentido de aquella mirada y prefirió pensar que era de afecto más que del respeto que una esclava debía a su amo. Le hizo un gesto para que tomara un plato y se sentara a cenar junto a él. La chica se sorprendió por aquel acto tan inusual hacia una esclava. Cenaron en silencio. Más tarde, ambos se sentaron junto a la entrada de la tienda, viendo como el agua caía mansa sobre los campos y como el chisporroteo del fuego trenzaba sentimientos que sabían que eran imposibles.
- ¿Estás cansado? – preguntó ella mirándole a los ojos lo cual, en otras circunstancias, podría haber sido considerado como una osadía para una esclava.
- Infinitamente, Atba- la llamó por su nombre-, infinitamente- Y apoyó su cabeza sobre el desnudo y suave hombro de ella. La mujer no dijo nada. Tan sólo movió su mano para acunar su rostro con una caricia y dejó que él se durmiera junto a ella.
Las cornetas de alarma despertaron a ambos. Un griterío enloquecido recorría el campamento. La hoguera de la novena centuria, al oeste, iluminaba la noche. Era atacada y era lógico suponer que el campamento propio sería también atacado en poco tiempo. Siguiendo las instrucciones del tribuno, el centurión hizo partir inmediatamente a un jinete hacia la retaguardia para avisar al grueso de la legión. Encendieron la fogata del oeste para hacer saber a sus compañeros que habían recibido el mensaje, que habían dado aviso y que estaban alerta. No debían prender la del este hasta que fueran atacados para evitar que toda la línea de defensa se pusiera en alerta sin motivo. Las tribus germánicas no tenían tantos guerreros como para atacar una amplia línea del frente.
Como todos los demás hombres, Velius se visitó rápido con su uniforme de combate. Ella le ayudó. Comprobó que su espada estaba bien afilada y ajustó su armadura de placas de bronce tirando fuertemente de las correas de cuero en torno a su torso. Tomó el scutum y el pilum y se dispuso a acudir al centro del campamento donde el centurión organizaría la defensa. Justo cuando salía, escuchó a su espalda:
- Cuídate, por favor, amo.
Él se detuvo. Sintió un tumulto de sentidos y sentimientos que se le agolpaban en el corazón. La miró y, sabiéndose loco, se volvió hacia ella y la besó tiernamente en los labios. Ella devolvió el beso y sólo se dieron cuenta de que no podían seguir abrazados cuando la corneta volvió a sonar.
- Te amo. No me llames jamás amo, Atba. Eres libre. En cuanto termine la alarma firmaré la cédula de libertad.
Se repartieron a lo largo de la empalizada. Las mujeres y los niños se concentraron en el centro del campamento. La gran pira ardiente tintaba de anaranjados y amarillos todo el campamento, como si se tratara de la antesala del infierno.
Y el infierno llegó cuatro horas después. De pronto, un estruendo surgió del bosque y miles de guerreros se abalanzaron a la carrera sobre el campamento. Prendieron la pira del este avisando a la siguiente guarnición que ellos también eran atacados. Casi al momento, vieron que el fuego de los compañeros respondía a su llamada. Quizá ellos también estuviesen siendo atacados pero ahora no había tiempo para pensar, tan sólo para luchar.
El centurión ordenó tensar los arcos y sus puntas fueron prendidas con una mezcla de brea y paja. Los arqueros se dispusieron en dos hileras.
- ¡Disparad! – gritó el oficial, y una nube de flamas volantes cubrió el cielo pero las hordas continuaban avanzando y también llegaron a disparar algunas flechas contra la barrera de troncos.
- Segunda fila, ¡disparad!- y a esta orden una nueva manta de fuego voló hacia el enemigo.
Las andanadas se sucedieron alternativamente durante un par de horas consiguiendo mantener a raya a los atacantes pero, poco a poco, fueron escaseando las flechas y los germanos, que parecían ser miles, llegaron a la empalizada.
- ¡Pilums!
A la orden, los legionarios se juntaron de cinco en cinco, con sus escudos por delante y las lanzas asomando por entre las uniones entre ellos. Así, presentaban un frente sólido al enemigo que no podían atacar directamente en lance de cuerpo a cuerpo a los romanos.
Hacía tiempo que no se distinguían los sonidos. Lloros, gritos de los niños, alaridos de los atacantes, ordenes de los oficiales, gritos de ánimo y llantos de los heridos se mezclaban anárquicamente en el aire.
Amaneció, y entonces pudieron ver que el suelo estaba teñido de rojo. La batalla duraba ya cuatro horas y la guarnición había tenido que retirarse a la segunda empalizada, la interior, para reducir el perímetro a defender. Pero esto les hacía también más vulnerables ya que los ataques de los bárbaros tenían un objetivo más concentrado. Les atacaban con piedras lanzadas por hondas hábiles, con flechas y con bolas ardientes lanzadas con catapultas improvisadas que los atacantes construían flexionando los troncos delgados de árboles jóvenes. Las mujeres cuidaban a los heridos e intentaban detener las hemorragias de sus heridas. Atba, incansable, ayudaba aquí y allá. Sí, era – o lo había sido- una esclava pero sabía que su suerte si era atrapada era la muerte ya que ella no era germana.
Velius Crito estaba cubierto de sudor, barro y sangre. Aunque tenía algunos rasguños, no estaba herido. Sus fuerzas flaqueaban pero su grupo mantenía a raya a los atacantes. Mas estos eran numerosos y no decaían en sus esfuerzos de doblegarles. Si los refuerzos no llegaban pronto, los dioses podían ir buscándoles un lugar en el Elíseo.
Transcurrió otra hora. Una horda de unos cien guerreros surgió, de pronto, de la nada justo enfrente del sector que correspondía defender a Crito. Debían haberse arrastrado por el suelo hasta situarse cerca del campamento y en el fragor enloquecido de la contienda habían pasado desapercibidos. La primera línea saltó literalmente sobre diez legionarios pero estos, con un hábil movimiento, colocaron sus escudos en alto, a modo de testudo protegiéndose de las espadas y contraatacando eficazmente. Los asaltantes se desplomaron muertos pero antes de que se hubieran repuesto otro numeroso grupo de atacantes se arrojaron contra los romanos. Dos compañeros de Velius murieron degollados y otros dos cayeron heridos. Un enorme guerrero que portaba una pesada hacha se abalanzó sobre Critus que, en aquel momento, intentaba ayudar al legionario de su derecha. Cuando se dio cuenta de que el gigante le atacaba era ya demasiado tarde. El hacha se clavó en su brazo y casi se lo cercenó. Velius sintió como si un hierro candente le hubiera penetrado hasta el alma. Cayó al suelo y el bárbaro aprovecho para degollar al romano de la izquierda antes de volverse contra Velius y rematarle. Pero, justo entonces, se detuvo y su cara mostró una expresión de incomprensión. Un pilum se le había clavado profundamente en el vientre. Se mantuvo inmóvil, en pie durante unos segundos. Antes de caer muerto puedo ver que una mujer, unos metros más allá le había arrojado la lanza y corría, espada en mano, hacia el legionario que yacía en el suelo con su brazo colgando.
Atba no se detuvo al llegar a la altura de Velius. Continuó corriendo y atacó a los dos bárbaros que pretendían forzar la empalizada. Aquel movimiento permitió que la línea de legionarios se recompusiera y, animados por la mujer y por la muerte del gigante, compusieron una testudo y atacaron con ímpetu a los asaltantes rechazándoles una vez más.
Fue entonces cuando comenzó a escucharse el rumor de los tambores de guerra y las cornetas que se acercaban. Al fin, llegaban los refuerzos de la cohorte. Los germanos no se lo pensaron. En cuanto oyeron que nuevas centurias se aproximaban supieron que la batalla estaba perdida y abandonaron el campo perdiéndose entre los árboles del bosque. Tendrían más oportunidades en el futuro.
El tribuno hizo formar a la tropa. Los heridos comenzaron a ser atendidos por los médicos y se distribuyó agua y comida entre el personal civil. Como mandaban las ordenanzas, hizo separar a los esclavos para recontarlos.
Un legionario recién llegado empujó a Atba hacia donde se debía hacer el conteo pero esta se negó. Permanecía abrazada a un soldado muerto que reposaba abrazado a ella en su viaje a la morada de los dioses. La esclava lloraba. El soldado volvió a empujarla.
- Vamos, esclava. Muévete. Ve hacia donde están los otros esclavos.
Como la mujer no se movía, el legionario sacó su espada. O le obedecía o la mataba allá mismo.
Un ruido potente detuvo su gesto. Miró atrás y vio como uno de los legionarios de la centuria, sudoroso y sucio por la batalla, se cuadraba en posición de firmes y golpeaba la empuñadura de su espada contra el escudo a la altura de su corazón. Un gesto de respeto que se reservaba a los valientes y a los héroes. Un segundo después, otro legionario se erguía e, igualmente, golpeaba su espada contra su corazón. Y otro, y otro. Y otro, y otro, ante el asombro de los refuerzos y del tribuno. Al poco, los sesenta soldados de la centuria que permanecían en pie formaban un pasillo de honor para Atba. Tres más levantaron el cadáver de Velius y la pequeña comitiva avanzó despacio entre las hileras de soldados que, en posición de firmes, golpeaban sus espadas al unísono contra sus escudos, justo donde el honor reside, en el corazón.
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