La primera carta que Francisco se intercambió con Oswaldo debió llegar hacia mayo de 1964. No recordaba la fecha con precisión pero sí la sensación de alivio que le invadió. Una especie de oasis en medio del desierto de trabajo hostil y lenguaje ininteligible que le rodeaba.
En su memoria aún estaba fresca la imagen de su llegada al portal de la Weinnerstrasse en cuya tercera planta le habían alquilado un apartamento. Apenas cuarenta metros cuadrados divididos en una cocina parca de aparatos, una alcoba con una cama de ochenta centímetros, un pequeño aseo y una recámara con dos sillas bajas y una mesita que hacía las veces de salón. No cobraban mucho por el alquiler, la gestión había sido realizada por la empresa y el barrio era tranquilo. Había sido afortunado.
La tarde era cálida, con ese azul primaveral que a veces resplandece sobre el norte de Europa. Llegó cansado, como todos los días. El trabajo en la factoría de automóviles era rutinario y pesado. Un salpicadero en dos minutos y treinta segundos exactamente. Cuarenta y siete tornillos que debían amarrarse en un determinado orden con el atornillador neumático. Cada sesenta y ocho salpicaderos, y de acuerdo al convenio aprobado con el sindicato, una pausa de cinco minutos y treinta segundos. Después, otros cuarenta y siete tornillos cada dos minutos y treinta segundos al implacable ritmo de la cadena. Normalmente ni siquiera miraba el buzón. Siempre estaba vacío. Así que, aquella tarde de mayo, cuando de refilón vio una sombra blanca dentro de él, se sobresaltó. ¿Sería acaso una multa? Porque un sobre no esperado sólo puede ser una sanción o una factura. Tuvo que rebuscar en su cartera para encontrar la llavecita. Tomó la carta y vio que en ella estaba caligrafiado con esmero su nombre y su dirección. Aunque no llevaba remite, el sello mostraba la silueta del busto de Franco de modo que dedujo que la enviarían desde el pueblo. Peor aún. Una carta a destiempo que llegaba desde el lugar donde uno ha nacido sólo podía ser presagio de un fallecimiento o, en aquellos tiempos, de una citación de la policía por vaya usted a saber qué.
Se quitó la chaqueta y la colocó sobre la cama. Él mismo se sentó sobre el lecho, manoseando inquieto la misiva y, finalmente, la rasgó por una esquina. Desdobló el folio que contenía y no reconoció la letra. Nadie de sus seres queridos poseía aquella caligrafía ampulosa y rica, con aquellas mayúsculas barrocas que parecían necesitar más sitio que el que las constreñía.
Estimado Francisco:
Ante todo, deseo presentarme. Mi nombre es Oswaldo Ansotegui y, aunque usted no me conoce personalmente, estoy seguro que habrá escuchado hablar de mí. Yo combatí en la guerra con su padre, en el frente del Ebro primero y en Valencia después. Las penurias y las circunstancias hicieron que nos convirtiéramos en grandes amigos. La derrota y los avatares de la vida nos separaron posteriormente pero hemos siempre sabido el uno del otro y mantenido el recuerdo de la amistad entrañable que tuvimos. He sabido recientemente que su señor padre falleció hace menos de un año. Quisiera transmitirle mis más sinceras condolencias. Si me permito asaltarle en su residencia en el extranjero – su dirección me ha sido facilitada por la embajada- es para indicarle que puede considerarme su amigo y que quedo a su disposición para cualquier cosa que precise. Atentamente, Oswaldo Ansotegui. Luego, una dirección en Valencia.
Aquella carta estaba, seguramente, dictada por la simple cortesía pero para Francisco resultó providencial. Llevaba ya seis meses en Alemania y había podido constatar que si para algo no estaba dotado era para los idiomas. No conseguía aprender el alemán y, aparte de unas pocas palabras que le servían para entender al encargado de la cadena y comprar leche y pan, se sentía solo y desarraigado. Su madre había muerto siendo el chiquito y su padre había sucumbido a un ataque imprevisto de corazón. Sin novia, hermanos ni familiares cercanos, sin trabajo fijo, su vida se consumía lánguidamente en un lugar donde no deseaba estar. Con su primo Juan Esteban ya no se hablaba. Una cosa fea. El muy truhán se había liado con Paqui, su novia desde hacía dos años. Los encontró en la era, medio desnudos y gimiendo ajenos a todo. Ni se dieron cuenta de que él les estaba mirando. La reacción de matarlos con la escopeta de caza se le pasó pronto pero el rencor eterno no se le pasaría nunca. Ellos intentaron muchas veces reconciliarse. Le dijeron que, simplemente, se habían enamorado, que lo sentían, que no quisieron herirle pero que la vida es como es. Que una vez que todo había ocurrido, lo mejor era volver a ser amigos, a ser familia. Los muy cabrones se habían casado y, lo que más le jodía a Francisco, es que eran felices. Muchas veces habían intentado arreglar la situación, hasta le invitaban a cenar a casa. Jamás aceptó tales intentos porque cada vez que se miraba al espejo se observaba con unos cuernos más grandes que los de Islero. Así, al morir su padre, su primera decisión había sido huir del pueblo, de un país gris, de una vida solitaria, de un amor despechado. Por entonces, buscaban gentes que desearan ir al extranjero a labrarse un porvenir, a ahorrar unos cuartos y a regresar, si las cosas iban bien, con una posición en la vida. Se había animado y a los tres meses de quedarse solo en el mundo se había sentado en el expreso que partía de Madrid y que, tras seis o siete transbordos, lo situaría en Munich una semana después. El sueño de un jardín más verde se le había quebrado bien pronto. El idioma le era infranqueable, no tenía amistades y su vida se limitaba a su casa, el supermercado y la planta de montaje. Días tras día, cada dos minutos y treinta segundos.
Así que aquella carta, seguramente escrita para quedar bien, fue para él como un desahogo. Eran palabras que entendía, que le conmovían y que podía memorizar. Y, sobre todo, era un hilo del que podía tirar para sentirse menos solo.
Al día siguiente contestó. Igualmente, unas pocas palabras, agradeciendo el pésame y asegurando que efectivamente había oído hablar del Sr. Oswaldo aunque por más que lo intentó no pudo recordar de qué le resultaba familiar. Como colofón mostraba interés en conocer cómo se habían conocido su padre y él.
Para su sorpresa, esta nueva carta recibió contestación. En ella, Oswaldo le relataba los días en que conoció a su padre. Allá en el invierno del treinta y ocho, frío y nevado, enero de penurias, abrigándose con capotes raidos y fogatas de maderos en la retaguardia del frente de Teruel. Si hubieran combatido entonces- le contaba-, bisoños como eran, diecinueve años ambos, los hubieran matado casi con seguridad. Pero por un tiempo permanecieron por detrás del frente y sus mayores enemigos fueron el hambre y el frío y, a estos sí que los vencieron. Luego, más tarde, hubieron de matar y mataron, hubieron de pelear y lo hicieron, hubieron de avanzar y retroceder, combatir y obedecer órdenes.
A aquella carta siguieron muchas más. Aproximadamente cada dos semanas, recibía una de España y él la contestaba. Oswaldo, el desconocido amigo de su padre, le contaba anécdotas de la guerra y de los años posteriores y a Francisco aquellas historias le traían un sabor dulce del pasado porque, muchas de ellas, coincidían con las que había escuchado en casa, con las que su padre tenía escritas en un diario que durante un tiempo circuló por el hogar y que más tarde se perdió en algún rincón. Aquella correspondencia le hacía sentirse unido a alguien, perteneciente a un lugar que aunque intangible e inconcreto, era lo único que tenía.
Pasó el tiempo y, con él, Francisco fue encontrando su espacio en su nuevo país. Por fin, poco a poco, con sudores de parto, el idioma de Goethe fue encontrando acomodo en su cerebro y su vida dejó de ser sólo un trayecto entre un apartamento y una fábrica. Primero, encontró dos buenos amigos, uno turco y otro alemán, que por los azares del mundo estaban tan solos como él. Más tarde, el viento de la ilusión azotó su corazón cuando conoció a Helga, una moza de cabellos rubios y pechos de ensueño que vio en él un algo suficiente para enamorarse, algo que siempre le pareció inverosímil a Francisco. Luego,- habían pasado ya años-, llegó Heinz, un chiquillo pecoso y tranquilo que acabó por convencer a Francisco de que la vida era buena y digna de ser vivida.
A pesar de que el destino le sonreía, nunca dejó de intercambiarse cartas con Oswaldo. Ciertamente, no con la frecuencia del inicio, quizá porque las anécdotas de la guerra se iban acabando, pero siempre con afecto. Se contaron confidencias y cuitas, esperanzas y anhelos. Francisco era un hombre agradecido y siempre sintió cercano en el corazón a aquel hombre sin rostro cuyas cuartillas llenas de palabras tanto apoyo habían significado para él en su soledad. Más de una vez se lo dijo. Le dio las gracias por ello, por haber estado ahí, por haber continuado escribiendo. Oswaldo le dijo que era algo que le debía y Francisco quiso entender que su padre debió haberle hecho algún favor importante en el pasado de modo que aquel hombre se sentía en deuda. Sea como fuera, le apreciaba sin conocerlo. Guardaba las cartas, todas ellas, en una caja de madera, atadas con gomas elásticas. Las más antiguas ya amarillentas. Las más recientes, limpias y sin arrugas.
Cuando Heinz cumplió siete años, Helga y Francisco quisieron que el niño conociera el lugar donde su padre había nacido. Se tomaron unas vacaciones en España, algo que estaba ya de moda, y aprovecharon para hacer una escapada al pueblo. No les iba mal en la vida y pudieron permitirse alquilar un coche. El mismo Francisco lo condujo y, aunque las carreteras habían cambiado y no reconocía ya el país que había dejado años atrás, supo arreglárselas para llegar sano y salvo. Alquilaron por unos días una casita amueblada. Algunos vecinos le reconocieron aunque quedaban pocos de los que le habían visto corretear de pequeño por las calles y hacer travesuras. Aprovecharon para dar paseos por la ribera del río, jugar a las escondidas tras los chopos, dejar que Heinz se convirtiera en un experto cazador de ranas y comer huevos fritos con chorizo en la taberna de Pedro Sánchez. Por Dios, que ahora se daba cuenta cuánto había echado de menos los huevos fritos con chorizo.
Tres días después de su llegada estaban en casa cuando tocaron a la puerta. Abrió Helga pero enseguida llamó a su marido. En el umbral, una pareja permanecía a la espera.
-¿Juan Estaban?¿Paqui?- balbuceó Francisco. Apenas les reconocía. El tiempo pasaba para todos. Juan había ganado una decena de kilos en la barriga y había perdido el pelo de su cabeza. Paqui seguía siendo una mujer hermosa, con aquel rostro pícaro que le enamoró un día.
- ¿Qué hacéis aquí?- preguntó con un tono brusco. De pronto, las peores memorias le habían devuelto al pasado.
- ¿Podemos pasar? Nos gustaría charlar un rato contigo si no es mucha molestia.
Casi como un autómata, siguiendo las normas sociales aprendidas y no lo que le dictaba el corazón, les hizo entrar y les ofreció algo de beber. Helga se llevó a Heinz al otro cuarto presintiendo que aquella visita no era del agrado de nadie.
-¿Por qué habéis venido? – volvió a preguntar Francisco- ¿No es mejor dejar el pasado donde estaba? ¿Hay acaso necesidad de revolverlo? Ya pasó, ya pasó el dolor que me causasteis.
-¿Nunca nos perdonaste, verdad?- dijo Paqui- Sentimos de verás el dolor que te causamos pero, mira, no fue gratuito. El amor no hay quién lo controle y ya ves que no fue engaño de un día. Seguimos juntos y nos queremos. Como tú quieres a tu esposa que, por cierto, es una mujer encantadora.
- Mirad, estoy de vacaciones, tengo una vida feliz, una familia estupenda y lo que menos quiero es remover el pasado. Así que, si no os importa, os rogaría que finalizáramos esta conversación.
En su memoria aún estaba fresca la imagen de su llegada al portal de la Weinnerstrasse en cuya tercera planta le habían alquilado un apartamento. Apenas cuarenta metros cuadrados divididos en una cocina parca de aparatos, una alcoba con una cama de ochenta centímetros, un pequeño aseo y una recámara con dos sillas bajas y una mesita que hacía las veces de salón. No cobraban mucho por el alquiler, la gestión había sido realizada por la empresa y el barrio era tranquilo. Había sido afortunado.
La tarde era cálida, con ese azul primaveral que a veces resplandece sobre el norte de Europa. Llegó cansado, como todos los días. El trabajo en la factoría de automóviles era rutinario y pesado. Un salpicadero en dos minutos y treinta segundos exactamente. Cuarenta y siete tornillos que debían amarrarse en un determinado orden con el atornillador neumático. Cada sesenta y ocho salpicaderos, y de acuerdo al convenio aprobado con el sindicato, una pausa de cinco minutos y treinta segundos. Después, otros cuarenta y siete tornillos cada dos minutos y treinta segundos al implacable ritmo de la cadena. Normalmente ni siquiera miraba el buzón. Siempre estaba vacío. Así que, aquella tarde de mayo, cuando de refilón vio una sombra blanca dentro de él, se sobresaltó. ¿Sería acaso una multa? Porque un sobre no esperado sólo puede ser una sanción o una factura. Tuvo que rebuscar en su cartera para encontrar la llavecita. Tomó la carta y vio que en ella estaba caligrafiado con esmero su nombre y su dirección. Aunque no llevaba remite, el sello mostraba la silueta del busto de Franco de modo que dedujo que la enviarían desde el pueblo. Peor aún. Una carta a destiempo que llegaba desde el lugar donde uno ha nacido sólo podía ser presagio de un fallecimiento o, en aquellos tiempos, de una citación de la policía por vaya usted a saber qué.
Se quitó la chaqueta y la colocó sobre la cama. Él mismo se sentó sobre el lecho, manoseando inquieto la misiva y, finalmente, la rasgó por una esquina. Desdobló el folio que contenía y no reconoció la letra. Nadie de sus seres queridos poseía aquella caligrafía ampulosa y rica, con aquellas mayúsculas barrocas que parecían necesitar más sitio que el que las constreñía.
Estimado Francisco:
Ante todo, deseo presentarme. Mi nombre es Oswaldo Ansotegui y, aunque usted no me conoce personalmente, estoy seguro que habrá escuchado hablar de mí. Yo combatí en la guerra con su padre, en el frente del Ebro primero y en Valencia después. Las penurias y las circunstancias hicieron que nos convirtiéramos en grandes amigos. La derrota y los avatares de la vida nos separaron posteriormente pero hemos siempre sabido el uno del otro y mantenido el recuerdo de la amistad entrañable que tuvimos. He sabido recientemente que su señor padre falleció hace menos de un año. Quisiera transmitirle mis más sinceras condolencias. Si me permito asaltarle en su residencia en el extranjero – su dirección me ha sido facilitada por la embajada- es para indicarle que puede considerarme su amigo y que quedo a su disposición para cualquier cosa que precise. Atentamente, Oswaldo Ansotegui. Luego, una dirección en Valencia.
Aquella carta estaba, seguramente, dictada por la simple cortesía pero para Francisco resultó providencial. Llevaba ya seis meses en Alemania y había podido constatar que si para algo no estaba dotado era para los idiomas. No conseguía aprender el alemán y, aparte de unas pocas palabras que le servían para entender al encargado de la cadena y comprar leche y pan, se sentía solo y desarraigado. Su madre había muerto siendo el chiquito y su padre había sucumbido a un ataque imprevisto de corazón. Sin novia, hermanos ni familiares cercanos, sin trabajo fijo, su vida se consumía lánguidamente en un lugar donde no deseaba estar. Con su primo Juan Esteban ya no se hablaba. Una cosa fea. El muy truhán se había liado con Paqui, su novia desde hacía dos años. Los encontró en la era, medio desnudos y gimiendo ajenos a todo. Ni se dieron cuenta de que él les estaba mirando. La reacción de matarlos con la escopeta de caza se le pasó pronto pero el rencor eterno no se le pasaría nunca. Ellos intentaron muchas veces reconciliarse. Le dijeron que, simplemente, se habían enamorado, que lo sentían, que no quisieron herirle pero que la vida es como es. Que una vez que todo había ocurrido, lo mejor era volver a ser amigos, a ser familia. Los muy cabrones se habían casado y, lo que más le jodía a Francisco, es que eran felices. Muchas veces habían intentado arreglar la situación, hasta le invitaban a cenar a casa. Jamás aceptó tales intentos porque cada vez que se miraba al espejo se observaba con unos cuernos más grandes que los de Islero. Así, al morir su padre, su primera decisión había sido huir del pueblo, de un país gris, de una vida solitaria, de un amor despechado. Por entonces, buscaban gentes que desearan ir al extranjero a labrarse un porvenir, a ahorrar unos cuartos y a regresar, si las cosas iban bien, con una posición en la vida. Se había animado y a los tres meses de quedarse solo en el mundo se había sentado en el expreso que partía de Madrid y que, tras seis o siete transbordos, lo situaría en Munich una semana después. El sueño de un jardín más verde se le había quebrado bien pronto. El idioma le era infranqueable, no tenía amistades y su vida se limitaba a su casa, el supermercado y la planta de montaje. Días tras día, cada dos minutos y treinta segundos.
Así que aquella carta, seguramente escrita para quedar bien, fue para él como un desahogo. Eran palabras que entendía, que le conmovían y que podía memorizar. Y, sobre todo, era un hilo del que podía tirar para sentirse menos solo.
Al día siguiente contestó. Igualmente, unas pocas palabras, agradeciendo el pésame y asegurando que efectivamente había oído hablar del Sr. Oswaldo aunque por más que lo intentó no pudo recordar de qué le resultaba familiar. Como colofón mostraba interés en conocer cómo se habían conocido su padre y él.
Para su sorpresa, esta nueva carta recibió contestación. En ella, Oswaldo le relataba los días en que conoció a su padre. Allá en el invierno del treinta y ocho, frío y nevado, enero de penurias, abrigándose con capotes raidos y fogatas de maderos en la retaguardia del frente de Teruel. Si hubieran combatido entonces- le contaba-, bisoños como eran, diecinueve años ambos, los hubieran matado casi con seguridad. Pero por un tiempo permanecieron por detrás del frente y sus mayores enemigos fueron el hambre y el frío y, a estos sí que los vencieron. Luego, más tarde, hubieron de matar y mataron, hubieron de pelear y lo hicieron, hubieron de avanzar y retroceder, combatir y obedecer órdenes.
A aquella carta siguieron muchas más. Aproximadamente cada dos semanas, recibía una de España y él la contestaba. Oswaldo, el desconocido amigo de su padre, le contaba anécdotas de la guerra y de los años posteriores y a Francisco aquellas historias le traían un sabor dulce del pasado porque, muchas de ellas, coincidían con las que había escuchado en casa, con las que su padre tenía escritas en un diario que durante un tiempo circuló por el hogar y que más tarde se perdió en algún rincón. Aquella correspondencia le hacía sentirse unido a alguien, perteneciente a un lugar que aunque intangible e inconcreto, era lo único que tenía.
Pasó el tiempo y, con él, Francisco fue encontrando su espacio en su nuevo país. Por fin, poco a poco, con sudores de parto, el idioma de Goethe fue encontrando acomodo en su cerebro y su vida dejó de ser sólo un trayecto entre un apartamento y una fábrica. Primero, encontró dos buenos amigos, uno turco y otro alemán, que por los azares del mundo estaban tan solos como él. Más tarde, el viento de la ilusión azotó su corazón cuando conoció a Helga, una moza de cabellos rubios y pechos de ensueño que vio en él un algo suficiente para enamorarse, algo que siempre le pareció inverosímil a Francisco. Luego,- habían pasado ya años-, llegó Heinz, un chiquillo pecoso y tranquilo que acabó por convencer a Francisco de que la vida era buena y digna de ser vivida.
A pesar de que el destino le sonreía, nunca dejó de intercambiarse cartas con Oswaldo. Ciertamente, no con la frecuencia del inicio, quizá porque las anécdotas de la guerra se iban acabando, pero siempre con afecto. Se contaron confidencias y cuitas, esperanzas y anhelos. Francisco era un hombre agradecido y siempre sintió cercano en el corazón a aquel hombre sin rostro cuyas cuartillas llenas de palabras tanto apoyo habían significado para él en su soledad. Más de una vez se lo dijo. Le dio las gracias por ello, por haber estado ahí, por haber continuado escribiendo. Oswaldo le dijo que era algo que le debía y Francisco quiso entender que su padre debió haberle hecho algún favor importante en el pasado de modo que aquel hombre se sentía en deuda. Sea como fuera, le apreciaba sin conocerlo. Guardaba las cartas, todas ellas, en una caja de madera, atadas con gomas elásticas. Las más antiguas ya amarillentas. Las más recientes, limpias y sin arrugas.
Cuando Heinz cumplió siete años, Helga y Francisco quisieron que el niño conociera el lugar donde su padre había nacido. Se tomaron unas vacaciones en España, algo que estaba ya de moda, y aprovecharon para hacer una escapada al pueblo. No les iba mal en la vida y pudieron permitirse alquilar un coche. El mismo Francisco lo condujo y, aunque las carreteras habían cambiado y no reconocía ya el país que había dejado años atrás, supo arreglárselas para llegar sano y salvo. Alquilaron por unos días una casita amueblada. Algunos vecinos le reconocieron aunque quedaban pocos de los que le habían visto corretear de pequeño por las calles y hacer travesuras. Aprovecharon para dar paseos por la ribera del río, jugar a las escondidas tras los chopos, dejar que Heinz se convirtiera en un experto cazador de ranas y comer huevos fritos con chorizo en la taberna de Pedro Sánchez. Por Dios, que ahora se daba cuenta cuánto había echado de menos los huevos fritos con chorizo.
Tres días después de su llegada estaban en casa cuando tocaron a la puerta. Abrió Helga pero enseguida llamó a su marido. En el umbral, una pareja permanecía a la espera.
-¿Juan Estaban?¿Paqui?- balbuceó Francisco. Apenas les reconocía. El tiempo pasaba para todos. Juan había ganado una decena de kilos en la barriga y había perdido el pelo de su cabeza. Paqui seguía siendo una mujer hermosa, con aquel rostro pícaro que le enamoró un día.
- ¿Qué hacéis aquí?- preguntó con un tono brusco. De pronto, las peores memorias le habían devuelto al pasado.
- ¿Podemos pasar? Nos gustaría charlar un rato contigo si no es mucha molestia.
Casi como un autómata, siguiendo las normas sociales aprendidas y no lo que le dictaba el corazón, les hizo entrar y les ofreció algo de beber. Helga se llevó a Heinz al otro cuarto presintiendo que aquella visita no era del agrado de nadie.
-¿Por qué habéis venido? – volvió a preguntar Francisco- ¿No es mejor dejar el pasado donde estaba? ¿Hay acaso necesidad de revolverlo? Ya pasó, ya pasó el dolor que me causasteis.
-¿Nunca nos perdonaste, verdad?- dijo Paqui- Sentimos de verás el dolor que te causamos pero, mira, no fue gratuito. El amor no hay quién lo controle y ya ves que no fue engaño de un día. Seguimos juntos y nos queremos. Como tú quieres a tu esposa que, por cierto, es una mujer encantadora.
- Mirad, estoy de vacaciones, tengo una vida feliz, una familia estupenda y lo que menos quiero es remover el pasado. Así que, si no os importa, os rogaría que finalizáramos esta conversación.
- Sólo deseamos saber que no nos guardas más rencor…
- ¿Rencor?- Francisco sintió cómo la sangre le subía a la cabeza y cómo el tono de su voz se elevaba mucho más allá de lo que él mismo podía controlar. Miró a Helga y la vio asustada. Heinz le miraba con expresión de miedo. Entonces se dominó y bajando la voz, continuó- Marchaos, por favor. No tengo nada que deciros ni vosotros a mí. No imagináis el dolor que me provocasteis, lo solo que me sentí, aislado del mundo, con ganas de morir en un país lejano y extraño, sin poder comunicarme, sin nadie, con mi novia y mi primo traicionándome. No, no tengo nada que deciros ni tenéis que darme explicación alguna. Dejémoslo estar. No imagináis lo abandonado que uno puede llegar a sentirse. Si no hubiera sido por…
- ... Oswaldo- finalizó la frase Paqui.
Francisco les miró con sorpresa y desasosiego. ¿Cómo sabían aquellos indeseables de Oswaldo? ¿Qué mierda era todo aquello?
- Nosotros somos Oswaldo- musitó Juan Esteban- Perdónanos pero fue el único modo que se nos ocurrió para compensarte el dolor que te causamos.
- ¿Qué broma es esta?- gritó Francisco- ¿Qué coño es todo esto? ¿Quién diablos pensáis que sois para espiar mi vida? ¡Dejad de joderme, dejadme en paz, por Dios!
Francisco se sentó en la silla, dejando caer su frente sobre sus manos. Estaba confuso, con su mente entumecida por aquella situación de locos.
- Verás, - comenzó Juan Esteban a hablar- al tiempo de que marcharas supimos por Juan Carlos, el chico que marchó contigo pero que acabó en Hannover, que llevabas una vida solitaria, que no te iba bien, que la soledad de asediaba, que incluso habías pensado en el suicidio. Creímos que tan sólo necesitabas hablar, sentirte querido, cercano a alguien. Barajamos el contactarte pero sabíamos que tu orgullo jamás nos perdonaría y que rechazarías cualquier contacto.
Francisco continuaba sentado con su rostro oculto entre su manos. Intentando comprender lo incomprensible. Juan prosiguió:
- Por un casual encontramos un diario que tu padre había dejado en nuestra casa. No sabemos cuándo, en alguna visita del pasado. No sé. El caso es que allá escribía sobre Oswaldo, sobre sus aventuras en la guerra, sobre la amistad que forjaron. Y se nos ocurrió que podíamos usar su nombre para escribirte, para que nos escribieras o mejor dicho escribieras a Oswaldo, para animarte, para apoyarte, para que finalmente pudieras hacerte un sitio en el mundo que comenzabas a explorar. Contratamos un apartado postal en Valencia para intermediar en las comunicaciones y lo demás estoy seguro que ya lo barruntas.
Francisco comenzaba a comprender. Ahora entendía por qué muchas de aquellas historias le eran familiares, por qué recordaba el diario, por qué le sonaban conocidas, por qué Oswaldo supo ganarse su confianza.
- Sois unos desalmados- gimió Francisco.
- No, por Dios, no digas eso- respondió Paqui- Sólo intentamos ayudarte, pagar nuestra culpa. Si lo hicimos mal es porque no supimos hacerlo de otra manera y porque nunca nos dejaste acercarnos a ti. Solo deseamos que sepas que nos tienes para lo que quieras y creíamos que ya era el momento de acabar con las mentiras y los rencores para siempre.
- Marchaos- contestó imperativo Francisco- Marchaos. Por favor, marchaos.
Helga no hizo preguntas cuando Francisco le pidió por favor que empacara a toda prisa. Pagaron el alquiler y, casi anocheciendo, salieron del pueblo a toda la velocidad que el automóvil permitía. Retornaron a Alemania una semana después, morenos de playa y sonrientes como cualquier turista que ha descansado durante muchos días de asueto. Nunca volvieron a hablar de aquella visita. Francisco, por algún motivo, nunca se deshizo de los fajos de cartas amarradas por gomas elásticas que guardaba en una caja de madera en el ático.
No hay comentarios:
Publicar un comentario