11/9/10

Viaje sin regreso

El tren serpenteaba por entre un bosque de cedros de tal suerte que, cuando uno se asomaba a la ventana, sólo podía mirar hacia adelante, por donde la vía abría brecha hacia Santa Engracia. A ambos lados, el verde de las ramas de junio transitaba demasiado rápido como para poder apreciar detalle alguno. Le gustaban las locomotoras como aquella, de vapor blanco y espeso, de hollín negro y pegajoso. Los vagones traqueteaban y, aunque aquel vaivén llegaba a resultar incómodo tras varias horas, a Juan María le encantaba.

Abrió el portafolio y extrajo la carta. Estaba arrugada. Quizá debiera haberla abierto hacía dos días, en Lima, cuando la recibió. No lo había hecho y era consciente de que aquel retraso en hacerlo había sido a propósito. Había reconocido la letra pulcra y elegante de Isabela. Sabía, sin haberla leído aún, que contendría palabras de amor, de añoranza, del pesar que la distancia produce. En fin, lo que más o menos siempre le escribía. Una buena mujer, pensó. Una santa que le aguantaba y soportaba su pasión por el mundo. La quería a su manera. Incluso, en ocasiones, pensaba que la amaba con mucha pasión. Pero no lo suficiente para poder permanecer atado a una casa, a una rutina. Odiaba la rutina, el aburrimiento mediocre del orden y la estabilidad. Sabía que si se quedaba con ella por más tiempo del estrictamente necesario, acabaría por odiarla y ella hallaría que él no era el hombre de sus sueños. Bueno, eso probablemente lo pensaba ya. Él era un Ulises moderno y como tal, necesitaba demorar su regreso a Itaca, hacer esperar a su Penélope porque sólo así, añorando su llegada, podría mantener la ilusión de que era un ser especial.

Le pedía que regresara para final de mes. Que el cumpleaños de su hermana se acercaba y que darían una fiesta en la finca del abuelo. Habría festejos y colgarían piñatas y farolillos de los tamarindos. Por la tarde, le decía, cantarían zamacuecas y beberían limonada de hojas de eucalipto. Le insinuaba que su cuerpo, perfumado cada atardecer en aquel baño con sales que la mulata Cristina le preparaba, estaba deseoso de encontrase a solas con él. Eso le halagó. A pesar de que los años no pasaban en vano, el sentirse deseado le encandiló y le tentó a comprar un billete de retorno apenas pusiera pie en Santa Engracia. Sí, quizá debiera volver cuanto antes. Al cabo, ya iba para medio año en sus caminatas por selvas y poblados recónditos que exploraba con la excusa- porque él sabía que era una excusa- de redactar un libro de viajes que una editorial desconocida le había encargado. Cinco libretas, de esas de alambre en espiral, tenía ya rellenadas con anotaciones, con nombres, con dibujos que él mismo bocetaba sobre la marcha. Sentía, sin embargo, que le faltaba tanto por descubrir.

A veces le podía la nostalgia. Extrajo su billetera del bolsillo izquierdo y miró su foto. Era de hace dos años pero estaba igual de bella. Los años parecían haberse detenido en su pelo rubio y acaracolado, en sus pupilas verdes, algo tristes siempre, y en las pecas que manchaban hasta los lugares más íntimos de ella. Se encontró a sí mismo sonriendo y recordando el día aquel que alquilaron una barca en el río, poco antes de las lluvias y cuando aún la corriente era suave y tranquila. Casi volvió a verla, protegida bajo el parasol porque se quemaba a poco que el sol calentara. Hicieron el amor aquella noche e Isabela le dijo que le amaría siempre. Y él que también y que mucho. Sintió deseos de retornar. Sí, debía hacerlo.

El revisor, de uniforme azul con bocamangas rojas, pasó por el vagón anunciando que en diez minutos llegarían a Santa Engracia. Juan María ya lo tenía decidido. Bajó su maleta marrón a trompicones y se acercó a la puerta. El tren de vuelta pasaba en dos horas. Lo tomaría. Le daría una gran alegría.

El silbido estridente acompañó el chirriar de las zapatas que peleaban contra las ruedas de cada coche. El vapor lo envolvió todo. Descendió al andén y pronto quedó rodeado de paisanos que no se sabía bien si subían o bajaban, cargados siempre con multicolores hatillos y con maletas que pesaban quintales sólo de verlas. Se hizo paso a empujones hasta la taquilla. Hubo de esperar tras una larga fila. Parecía que todo el país viajaba aquel día. Por fin, llegó ante el funcionario de gafas pequeñas y bigote afilado.


- Un billete para Lima- pidió-. En el próximo expreso.

- Tendrá que ser en primera clase, señor- respondió el hombre-. La segunda ya está completa. Ya sabe, por lo de la fiesta de verano en Querámino.

- ¿Fiesta de verano?

- No me diga que no ha oído hablar de ella, señor. Si usted no conoce eso, no conoce nada.

Mientras el vendedor preparaba el billete- porque allá no había expendedoras automáticas y los billetes se escribían a mano, como era lo correcto- Juan María miró el mapa. Querámino caía camino de Lima.

- ¿Querámino, dice? – se hizo el interesado

- Ya sabe, señor. La fiesta en que las mujeres jóvenes cantan con sus laudes para atraer a los muchachos casaderos. Dicen que cuando uno de esos chicos las oye cantar no puede resistirse a sus encantos. Aquí tiene su billete, señor.

Pagó y se dirigió al andén seis que era de donde partía el convoy. Dos horas después el revisor le solicitó su billete. Se lo mostró y mientras guardaba la carta de su esposa en la maleta, le pidió por favor que le despertara cuando estuviera a punto de llegar a Querámino.





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