Se rascó el tatuaje del hombro. Siempre le picaba cuando estaba nervioso. Y hoy lo estaba. Se acercó hasta la mesa de la cocina y tomó una cucharilla. Aún estaba manchada del cola cao de la mañana. Con dos galletas. Era lo único que había probado en todo el día y no porque no tuviese comida en el frigorífico sino porque prefería permanecer en ayunas para estar más alerta, para mantener su cerebro bien atento y ávido. Desdobló la papelina con cuidado y colocó una pequeña cantidad en la cuchara. Prendió el mechero y calentó. Unos minutos después se sintió más calmado. Se dejó literalmente caer sobre el sofá y reconstruyó mentalmente lo que debía hacer. Era un día importante. Si todo iba bien, mañana sería un Puma gris con todos los derechos, podría tratar de tú a tú a los colegas, participar en el botín cuando descerrajaban algún cajero automático y, sobre todo, las pibas le verían como a un hombre, no como a un niño recién enrolado en la banda. Estaba ya anocheciendo. Habría que aguardar aún cuatro de horas hasta que fuera noche cerrada y el tráfico en la autopista hubiese disminuido lo suficiente. Una cosa era pasar la prueba, otra ir voluntariamente a la muerte. Por un instante, le vino al recuerdo el rostro de Juana. Le hubiera dicho que todo esto era una chifladura, que estaba loco, que se volviera al barrio. Y el de su padre saliendo a currar con un bocadillo de tortilla de chorizo que era lo que le gustaba. Cuando vivían juntos no lo veía mucho, cierto, pero ahora que había dejado la casa le añoraba. Bueno, a veces. Como esta noche, cuando se ponía nervioso.
Le esperaban en la plaza. Pedro, Sandro, Marquitos, el Berto, Rosa – le ponía aquella chica- y el jefe, Iván. Se saludaron con la coreografía de gestos de dedos y choques de manos que los identificaba. No hablaron mucho. Todos sabían qué había que hacer. Se adentraron por la calle Hilario y pronto llegaron cerca del puerto. Una pedrada certera apagó la farola de la esquina. Sacó la navaja y no tardó en abrir un Renault blanco aparcado. Si era blanco, todo iría bien. Le verían mejor. Se agachó bajo el volante, tanteó hasta dar con los cable y de un tirón los peló. El vehículo arrancó sin problemas. Prendió las cortas. No era cosa de llamar la atención de los picoletos antes de empezar. Comprobó que quedaba suficiente gasolina. Apretó sus manos contra el volante y lo hizo bambolear como cuando los pilotos de fórmula 1 calientan los neumáticos. Notó que sudaba. Debía esperar media hora. El tiempo convenido para que sus colegas llegaran hasta la zona de descanso del kilómetro treinta y tres. La imagen de Juana volvió a resbalarse por entre sus neuronas, en un último intento de que se volviera a casa. No podía hacerlo. Juana también sabía que no podía. Y su padre si le viera. Y todos. Si se acojonaba, sería un pringao en la vida.
Entró por la barrera 2 y tomó el ticket. Lo tenían bien estudiado. Dos kilómetros más allá, era posible cambiar de sentido saltando un pequeño badén que separaba ambos carriles. Abrió la ventanilla y dejó que el aire frío de noviembre le abofeteara la cara. Dudó un segundo, justo antes de encender las largas, dar el volantazo y saltar a la vía contraria. Aceleró. Serían diez minutos no más. Veinticinco kilómetros. Ciento cincuenta por hora. Las manos firmes sobre el volante. Conduciendo por la derecha según su marcha y confiando en que los automóviles que se le enfrentaran estuvieran conduciendo por su derecha. Iba bien, iba bien. No había tráfico. Cinco kilómetros ya. De pronto, una luz adelante. Sudor en sus manos. Tuvo que controlar un temblor en su pie que, por su cuenta y contrario a la voluntad de su cabeza, pugnaba por soltar el acelerador. La luz se hacía más grande y más grande. Y, de pronto, una sombra se cruzó con él a toda velocidad. El sonido de la bocina, ululando y cambiando de frecuencia a media que el otro coche se acercaba y después se alejaba, le hizo gritar. Una mezcla de pavor y de descarga de adrenalina por la aventura, por su entrada en la madurez del grupo. La primera prueba saldada con éxito. Sólo quedaban quince kilómetros. Otra luz. Más grande que la anterior. Ahora ya era experto, sabía lo que iba a ocurrir. El mismo miedo, la misma tensión, la misma bocina cambiante, la misma mole cruzando a su izquierda. Se pegó más al borde para asegurar sus opciones. La luz se agrandaba por momentos. Demasiado grande. Estaría muy cerca para verse tan grande. Sólo trece kilómetros para ser uno de ellos, un Puma, quizá para que Rosa- bonito nombre- se fijara en él. Las luces eran cada vez más grandes. Demasiado, pensó. Un bocinazo profundo, potente le aturdió. Los focos, inmensos, como lunas que cayeran sobre la tierra, le cegaron. Se le vinieron encima. Dio un volantazo sin pensarlo, sin darse cuenta que era sólo una impresión, que el tráiler con remolque pasaría volando por su lado. Llegó a ver los cristales saltar y cómo el morro del coche se iba arrugando, como un acordeón de músico de feria, el volante presionando su pecho, la sangre que se le escapaba de no sabía donde.
En el restop del kilómetro treinta y tres, Iván vio pasar un par de ambulancias y un coche patrulla con sus luces rojas y azules destellando en la noche. Supo que no hacía falta esperar más.
excelente relato. Con adrenalina.
ResponderEliminargracias
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