- Tengo el corazón sucio- pensó, mientras se sentaba al borde del malecón, frente a un mar extrañamente calmo, ajeno a su inquietud desmedida.
Hacía ya un rato que el sol se había puesto y la negrura de la noche llegaba desde el este, lentamente, devorando la luz cenicienta de la tarde, como cuando se vierte ácido sobre un metal y poco a poco lo va consumiendo arrastrándose inexorablemente sobre él. Al fondo, sobre un horizonte oscuro, las lucecillas de los vaporcitos de pescadores dibujaban geometrías imprecisas. De tanto en cuanto, el destello del faro de la isleta extraía ondas plateadas y rizadas de la superficie del agua.
Encendió un pitillo – al menos, allí aún no habían prohibido fumar aunque seguramente poco faltaría- y el resplandor diminuto de la ceniza se unió por un instante al coro de luces de los pescadores. Una luz como otras, al fin. Quizá, alguien, muy lejos, lo pudiera confundir con un lejanísimo faro. No estaría mal que así fuese, que ella mirara a ese punto exacto del paisaje y pensara en él al ver la brizna de fuego del tabaco. Antes, mucho antes, compartían los cigarros. En el café, frente a un capuccino con canela. En el lecho, después de la batalla de besos y jadeos. En el parque, cuando ella salía de trabajo y hacía frío y él la esperaba con un termo de caldo. Entonces, cuando todavía no se sentaba en el dique.
No acababa de entender por qué una ausencia era como caerse en un pozo de barro. Al cabo, la vida es una colección de ausencias. Más o menos dolorosas, pero la existencia sólo es un catálogo de despedidas y de vacíos dejados por amores que quedaron atrás. Pero uno no se sobrepone a la nostalgia por mucha experiencia que se tenga. Y una vez que eso ocurre, el vivir pierde lustre y la piel se mancha de una añoranza que no se va con jabón ni con colonia; el respirar se hace pesado, como si una tonelada de polvo invadiera el aire; a uno se le llena de lodo el cuerpo entero.
- Tengo el corazón sucio- pensó-, sucio de su ausencia.
Sintió la necesidad de una ducha, de rodearse de agua limpia que le barriera la melancolía. Miro a sus pies que colgaban sobre la marea que subía y entendió lo que debía de hacer. Se inclinó hacia adelante y, mientras caía, deseó que el mar le limpiara el alma.
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