Román era un tipo afable, apacible, con una vida mesurada, ordenada y rutinaria. En definitiva, una existencia aburrida. Aunque nunca confesaba su edad, quizá un ramalazo coqueto impropio de una persona como él, sus vecinos hubieran dicho que rondaría los cincuenta y cinco. Aún conservaba cabello pero una coronilla de monje medieval le iba clareando el cogote. Estaba entrado en kilos, fruto de su excesivo gusto por los dulces y, aunque consideraba gozar de buena salud, su colesterol y su ácido úrico necesitaban algún cuidado. Trabajaba en una oficina de la Seguridad Social. Un tipo corriente rodeado de gente corriente. Era competente en su trabajo y lo ejercía con eficacia aunque si le hubieran preguntado no hubiera podido decir para qué servía lo que hacía. Tomaba un formulario, revisaba si todas las casillas estaban rellenas, plasmaba un par de sellos de tinta roja en la esquina inferior izquierda y depositaba el documento en una caja que, más tarde, se llevaba un mozo de una empresa de mensajería. Nunca supo, ni realmente le preocupó el saberlo, para qué eran aquellos papeles, quién los enviaba, a dónde los nadaban y si acababan siendo fruto de la trituradora o no.
Román tenía algunos ahorros. Hombre frugal, si exceptuamos los bollos y pastas que cada día compraba en la pastelería de la calle Hierro, y sin familia desde hacía años, atesoraba mes a mes su sueldo por el temor de que, algún día, cuando la salud le fallara, lo necesitara para pagar a los médicos. O para organizar de antemano un funeral digno porque, eso sí, a él le hacía ilusión tener unas últimas honras que merecieran tal nombre.
Aquella tarde llegó puntual a su apartamento. Era marzo. O quizá mayo. U octubre. Tanto da porque en la vida de Román los días se parecían los unos a los otros como gotas de agua. Las jornadas pasaban ante él como una fila de hormiguitas, todas iguales, todas al mismo ritmo, todas con las mismas expectativas y objetivos que las anteriores. Acababa de ponerse sus pantuflas cuando sonó el teléfono. Contestó:
- Sí, dígame.
Al otro lado del auricular, escuchó una voz dulce, de mujer, con acento sudamericano.
- Buenas tardes. Le llamó de la compañía telefónica. Estamos promocionando un nuevo producto, que le permitirá una rebaja considerable en sus gastos. ¿Dispone usted de móvil caballero?
Era una llamada publicitaria más. Recibía bastantes, y siempre colgaba antes de que le pudieran explicar de qué se trataba. Pero por alguna razón misteriosa- las cosas del sentimiento siempre son misteriosas- esta vez no cortó la comunicación. Quizá por el tono de voz, o por el timbre, o porque le pareció una mujer sensual y tierna, como la que él siempre había soñado. El caso es que la dejó hablar y la chica leyó el discursete que su empresa le había preparado con esa mezcla de desgana y espíritu comercial que a los operadores les inunda tras ocho horas recitando la misma copla. Cuando la mujer finalizó la lectura, recobró el tono amable y preguntó:
- ¿Le interesa la oferta señor?.
El cerebro de Román se espabiló. Salió súbitamente del deleite que aquella voz le había producido y discurrió que no podía decir que no, que eso significaría perder la oportunidad de seguir escuchándola.
- Sí, sí- balbuceo- pero debo pensarlo. ¿Podría usted volver a llamarme mañana?
- Cómo no, señor. ¿Le viene bien alguna hora en concreto?
- A esta misma, si no le importa. ¿Tiene usted algún código por si necesito ponerme en contacto con usted?
- Me llamo Sandra y mi código es el 9780. Si necesita alguna aclaración técnica le puedo pasar con uno de mis compañeros en el departamento de ingeniería.
- No, no hace falta. Es usted muy eficaz. ¿Me llama mañana?
- Por supuesto, señor.
Soñó aquella noche con la voz de aquella muchacha, imaginó que sería de Chile – a él siempre le había atraído Chile desde que un abuelo suyo pasó allá largas temporadas-, dibujó un rostro imaginario y lo borró y lo rehízo en su mente decenas de veces, sintió que su corazón se aceleraba, que por fin había ocurrido algo que aliviaba el gris uniforme de sus días, que a la mañana siguiente miraría de otro modo a los vecinos porque ahora él tenía compañía. Soñó con parques y cielos dorados y cenas a la luz de velas italianas y confesiones dulces a la luz de la luna. Pasó la noche en vela disfrutando del aire, sin sentir aquella asfixia de soledad que le abrazaba cada atardecer.
Desde entonces, Román ha contratado diecisiete planes telefónicos y de televisión por cable distintos y ahora está ultimando el cambiarse a un nuevo programa que le ofrece- por quince euros más IVA al mes- un partido de baloncesto de la liga jordana cada domingo. Cada dos o tres días, a las siete exactamente, se coloca junto al teléfono esperando la llamada que ansía.
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