Desayunamos despacio, como nos gusta hacerlo. Tú, frugal, tus tostadas de pan con mermelada, un poco de fruta y un café largo. Yo, hambriento sobre todo de ti, un par de huevos fritos con puntillas y, goloso sobre todo de ti, unos dulces. Leímos los periódicos sentados uno al lado del otro, disfrutando de la mañana, aún con el tacto de tu piel pegado a la mía, con la miel de tus caricias recientes aún resbalando por mi cuerpo. Vamos al museo, dijiste. Hacía frío. Una mañana grisácea pero animada, con peatones apresurados, el bullicio de los vehículos rodeándolo todo, con un sinfín de niños que se dirigían al colegio entre algarabías de juegos, con churrerías ambulantes de las que brotaban aromas de azúcar y crema. Tuvimos que hacer cola para entrar. Dijiste que hacíamos buena pareja. Es cierto, la hacemos. Al entrar nos cruzamos con un batallón de japoneses que perseguían a una guía que agitaba una banderita. Yo, despistado en la observación de tus ojos, creí haber perdido las entradas. Tú las encontraste. Como encuentras siempre lo que me es bueno. Me encantó ver las pinturas junto a ti. No sentamos en el banco del pasillo, cansados, y estuvimos admirando a aquel pintor aficionado que, frente a un caballete artesanal, copiaba con maestría la Virgen de Murillo. Dijiste que la madona parecía más joven que en el original, más angelical. Yo pensé que era tu rostro el que debía pintarse.
Luego, más tarde, visitamos el mercadillo de navidad y cuando, al bajar la cuesta de los soportales, me tomaste del brazo quise que el tiempo se detuviera para siempre.
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