Ocurrió casi por casualidad, como esos accidentes que se producen donde nadie los espera, como una de esas salidas de calzada de un vehículo circulando en día soleado y seco por una autopista de tres carriles y sin sobrepasar los límites de velocidad. Sencillamente, ocurrió y aquello me sacó, de sopetón, de mi adolescencia para introducirme en la madurez.
He de decir que mi niñez fue feliz o, al menos, así la recuerdo. Mis memorias se componen de aromas de tamarindo y pinola, de sabores de caldereta de carne de cordero, de tablas de multiplicar repetidas hasta la saciedad en la escuela de don Pablo y de aquellos abrazos largos y fuertes que mi abuela Casilda me daba cada tarde, justo antes de que, llevándome a una esquina para que no nos viera mi madre que siempre decía que aquello era mal del diablo para las caries, llenara el bolsillo de mi bata con caramelos de café con leche. Recuerdo aún a mi hermano Jaime aunque su cara ya se me aparece borrosa y difusa por el tiempo. Su muerte en aquel fatídico accidente de moto fue un golpe que mis padres nunca superaron del todo aunque, a raíz del suceso, se volcaron en mí como si de ello dependiera el futuro del mundo. Y es que, en cierta medida, yo era el futuro de su universo. Su ausencia era como un contratiempo temporal en el hogar.
- Es sólo un paréntesis – solía decir mi padre mientras leía el diario y degustaba una pipa de tabaco inglés. Y yo, mientras, me sentía segura entre aquellos muros y aquella confianza en que todo lo malo era sólo un descanso de la vida.
Así pues, no puedo escudarme en que fui una niña triste ni poco amada. Por eso, en su momento, me dolió aún más. Cuando aún no sabía que las tormentas amainan.
Sería el 66. O quizá el 67. Yo era una adolescente como otra cualquiera, dispuesta a cambiar el mundo, firmemente comprometida en hacer ver a mis padres que no tenían razón en tantas cosas (sobre todo en lo de que el salir con chicos era pecado mortal), estudiante del en la universidad y fanática hasta la médula de Los Brincos de cuyos integrantes había empapelado mi habitación con posters y fotografías. Un giradiscos que me regaló tía Sara por mi decimoséptimo cumpleaños servía para escuchar una y otra vez los discos que tenía del grupo.
Era verano tardío cuando le conocí y quedé absorta en el notable parecido que tenía con Juan Pardo. O quizá no se le asemejara tanto pero las chiribitas de la luz vespertina y las ansias de amor que yo ya iba acumulando hicieron que yo lo viera así. Sea como fuera, me atrajo y yo le atraje a él. Me invitó a bailar y joder qué bien bailaba el chico. Acostumbrada a los patosos de mi entorno, a sufrir pisotones y a que se burlaran de nosotras por nuestra afición - desvarío, lo llamaban ellos- a la canción romántica, aquel hombre me fascinó. Ahora sé que el amor a primera vista es una estupidez, que se necesita mucho contacto y mucha rutina vencida para saber que una está enamorada pero, entonces, mi corazón corría desbocado, mi respiración se agitaba nada más verle – qué digo verle, pensar en él- y estaba decidida a hacer cualquier cosa por vivir con aquel ser que debía haber llegado del cielo del que hablaban los curas. Sí, era un poco mayor que yo – según mi madre, terriblemente mayor que yo. No podía ser alguien en quién confiar- pero este hecho no hacía sino enamorarme más. Un hombre con experiencia, maduro, sólido de convicciones, capaz de hacerme feliz. Me sentía enormemente privilegiada siendo la mujer de la que se había enamorado.
Pasó un año en el que controlé el deseo hasta donde pude y en el que cada hora era para estar con él, tanto que mis estudios se resintieron y, en Junio, me cayeron cinco de manera, además, muy poco disimulable. Tres unos y dos doses. Acababa de cumplir los diecinueve y mis padres pusieron el grito en el cielo ante aquel descalabro académico. Tuve que escuchar lo mucho que mi padre trabajaba para pagarme los estudios, lo difícil que era permitirme no trabajar a una edad en que muchas de mis amigas de la infancia ya llevaban años de dependientas o modistas, de los disgustos tan enormes que les daba sin que ellos merecieran ese trato por mi parte. Vi a mi madre llorar y a mi padre dar más de un portazo cuando se percataba de que no le escuchaba y de que mi mente sólo podía pensar en mi novio. Finalmente, ellos también se dieron cuenta de cuál era el problema, del porqué de mi ausencia y de mi falta de actitud hacia el estudio.
Llovía la tarde en que me llamaron a la sala. Mi madre, sentada en la mecedora junto al balcón, la luz de la mesita encendida, mi padre adusto y serio en pie. La escena se asemejaba a una de esas fotografías de época en serpia tomadas a la luz de un fogonazo de fósforo y tras obligar a los fotografiados a permanecer quietos durante un buen rato, sin apenas pestañear. Evitaré contar la filípica que me dirigieron sobre el honor y la formalidad en la vida, sobre el deber antes que el placer y sobre los malos hombres que seducen muchachas inexpertas. El caso es que, llegados a un punto, mi padre aseveró muy serio:
- No verás más a ese hombre. Te es perjudicial y sólo busca aprovecharse de ti. Desde ahora tienes prohibido volver a verle. Y no llores. Es sólo un paréntesis en tu vida. Volverás a enamorarte – concluyó.
Lo que siguió fue una escena de drama teatral en la que yo lloré, grité, supliqué a ratos, insulté y maldije. Nada de aquello alteró la decisión de mis padres y aquella noche la pasé, a partes iguales, gimiendo y tomando mi gran decisión. Cuando clareó y las campanas de Santa Margarita anunciaron las seis de la mañana yo ya tenía preparada una frugal maleta con algo de ropa y lo más imprescindible. Había descerrajado mi hucha y robado del hueco donde sabía que mi madre guardaba algo de dinero. En total, unas tres mil pesetas que confiaba me fuesen suficientes para sobrevivir hasta que encontrara un trabajo o me casara con el hombre que amaba. Iba a salir sin despedirme, sin mirar atrás, mi destino y mi amor me llamaban. Pero como el destino es caprichoso hizo que me encontrara de bruces con mis padres que, justo aquel día, se habían levantado más temprano de lo habitual. Lo entendieron enseguida. Mi madre rompió a llorar y se interpuso entre la puerta y yo mientras mi padre amenazaba con llamar los guardias para impedir aquella locura. Sabía que no lo haría y, apartando a mi madre, salí. Ella desesperada gritó en el descansillo:
- ¡Márchate si quieres, desgraciada!... tantos desvelos para esto. Tantos desvelos… - y mientras volvía a echarse a llorar, esta vez con un desconsuelo que alteraba el alma, me lanzó a la cara un documento que, de forma mecánica como si fuera consciente de que podía ser lo último que tuviese de ellos, recogí. Me di la vuelta y, maleta en mano, bajé las escaleras.
Cansada de andar sin rumbo, me senté en una cafetería y ordené un café con leche y un bollo. Fue entonces cuando me apercibí que en el bolsillo estaba el cuaderno que mi madre me había lanzado al marcharme. Lo extraje y lo abrí. Era una cartilla de nacimiento. Un libro de familia de los de la época. Lo abrí y me enternecí al ver la letra en filigrana del notario que certificaba la boda de mis padres, con sus sellos y la firma del párroco que los había esposado. Unas líneas después, el nombre de mi hermano y las fechas de su nacimiento y su defunción. Y después, mi nombre y la fecha en fui traída a este mundo. Pero algo llamó entonces mi atención. Lo ponía claramente. No era la fecha en que nací. Ahí ponía un “desconocida”. Era la fecha en que fui adoptada. Así fue cómo lo averigüé. Fue así como me enteré de que mis padres eran adoptivos y cómo de pronto mi vida dio un vuelco que jamás había supuesto y esperado. Inesperadamente. Odié de pronto a aquellas personas a las que ahora veía tan lejanas. Normal que no entendieran mi necesidad de libertad, de amar, de estar con el ser que yo quería. Eso sólo pueden entenderlo unos padres de verdad. Y aquellos no lo eran. Me había sentado en el café alicaída, dispuesta a ceder pero, en aquel instante, recobré todo mi vigor y mi confianza en que estaba haciendo lo que era correcto, dispuesta a romper con un pasado que súbitamente aborrecía, olvidar unos recuerdos que habían sido una farsa y contenta de tener a Emilio- así se llamaba él- para afrontar el futuro. Mi padre tenía razón. Había paréntesis en la vida y el mío había transcurrido desde que nací hasta ese momento. Era ahora cuando yo comenzaba mi existencia real.
Pasé dos años con aquel hombre y, para qué negarlo, fue bonito mientras duró. Descubrí el sexo, las fiestas de alta sociedad, me halagaron como a una bella dama y me hice mujer más deprisa de lo que me di cuenta. Fue hermoso pero breve. Al principio, apenas lo noté y achaqué su mal humor a un exceso de trabajo. Después, comenzó a llegar más tarde. Luego, a no llegar y, al final, me despertaba sola más mañanas de las que le encontraba junto a mí en el lecho. Poco que contar. Una historia más de las que han ocurrido y ocurrirán millones de veces en la historia. A Emilio se le había pasado el capricho por la novedad, por la tontería de mi ingenuidad, por el ego que le producía el saberme rendida a su ser. Se fue una mañana de octubre y, para que todo fuera más triste si cabe, el cielo estaba azul, radiante como si se tratara de un escenario mal construido a propósito para la obra. Nada de tragedias griegas en las que la mujer despechada queda abandonada entre un mar de lágrimas, ni nubarrones oscuros que descargan una tormenta justo en el momento del adiós. Todo lo contrario. Un cielo azul y alegre, una despedida anodina y un sentimiento extraño de alivio en mi ser. Era tan evidente que el afecto se había evaporado hacia meses que cuando el instante llegó resultó vulgar e insípido. Sólo quedó el vacío de la soledad, de ese hueco en el estómago que a uno le atenaza cuando no sabe por qué está viviendo. Fue entonces cuando decidí encontrar a mis padres biológicos. La vida con mi amante – me dije- había sido sólo un nuevo paréntesis.
Supe arreglármelas. Encontré trabajo en una agencia de viajes. Al menos, de mi convivencia con Emilio, me quedó un inglés razonable fruto de dos veranos en Bristol y un don de gentes y conocimiento del festerío que me ayudaron a la hora de conseguir el puesto. Cuando intentaba vender un viaje me las arreglaba para colar en la conversación, de manera natural y casi banal, el que ese era precisamente el lugar en donde pasaba el verano fulanita o el conde de menganito. Aquellas referencias deslizadas sutilmente vencían cualquier resistencia de la clientela. Mis jefes me apreciaban y podía decir que me iba bien en la vida.
Inicié las gestiones para hallar a mis padres reales. Poco saqué en claro del juzgado y, tras deambular por oficinas y despachos, acabé cayendo en manos de la iglesia. De parroquia en parroquia rehíce el recorrido vital de mi supuesta madre para, finalmente y tras casi un año de pesquisas, llegar a un callejón sin salida porque las pistas que había estado siguiendo no eran ciertas. Encontré a una mujer que podía haber sido mi madre pero que no lo era porque nunca había tenido hijas. Hallé un orfanato que acogió a una niña que pudo haber sido yo misma pero nunca pude certificarlo. Un obrero de Valencia fue un buen candidato para ser mi padre pero resultó que nunca tuvo descendencia porque una mala enfermedad padecida cuando niño le había dejado estéril de por vida. Aquel libro de familia que lo había cambiado todo quedó arrinconado en un cajón, no sé bien si porque ya no lo necesitaba o por la desazón que sólo verlo me provocaba.
Me fui cansando de perseguir espectros que no servían para nada. Como en las películas cinematográficas, mi mente fue pasando de un plano a otro en un fundido lento e inapreciable. En la escena inicial yo odiaba a mis padres adoptivos y buscaba con ahínco a mis progenitores biológicos. En la final, estos se me presentaban lejanos e indiferentes mientras que los míos, los de verdad, los que me criaron y me cuidaron, se me aparecían cada noche junto a un sentimiento de pesar que aún no discernía claramente. Me es imposible decir cuándo mi ánimo hacia ellos cambió, cuando pasé de odiarlos a añorarlos, cuando comprendí mi estupidez. El hecho es que, una noche, me encontré tumbada en la cama, insomne, mirando a un techo negro que daba vueltas y lleno el corazón de un vacío, si es que el vacío puede llenar algo, que me asustaba.
Pasaron algunos meses antes de que me atreviera a pensar en visitar a mis padres. Los grandes descosidos no se arreglan con cuatro puntadas y yo no sabía ni por dónde empezar a zurcir. No imaginaba cómo me recibirían, si me odiaban como yo los había odiado, si me habían perdonado o si el lanzazo con que les había herido era aún demasiado profundo para que hubiera sanado. Sabía, eso sí, que vivían y que, aparentemente, gozaban de buena salud. A Dios gracias. Hubiera deseado morir si algo les llega suceder. Mi padre continuaba trabajando en el ministerio y mi madre continuaba saliendo poco de casa, dedicada a sus labores y a ayudar en las obras de caridad de la iglesia.
El destino es juguetón. Del mismo modo que me alejó de casa me devolvió a ella. Yo estaba aún dilucidando si contactar con mis padres, si perdonar o pedir perdón, confundida entre la vergüenza de mi comportamiento o la rabia por el suyo. Era noviembre y llovía a cántaros. Cuando me había dirigido por la mañana a la oficina, lucía un sol espléndido. No me había percatado de ello, inmersa en la rutina diaria, pero en algún momento la borrasca que habían anunciado en la televisión se había acomodado justamente sobre la ciudad. Al salir del trabajo, el chaparrón me pilló sin paraguas, así que me eché el chaquetón por encima de la cabeza y salí corriendo hacia la parada del autobús. Tratando de no pisar los charcos me di de bruces con alguien al doblar una esquina. Iba a pedir disculpas cuando vi que aquella mujer me miraba fijamente, con aún más cara de asombro que yo misma. Era mi madre. Quizá estuvimos paradas la una frente a la otra más de dos minutos en los que olvidamos la lluvia, el peinado que se nos arruinaba y la pulmonía que nos venía encima.
- ¿Te quedarás a cenar, verdad? – dijo ella de pronto.
- Claro- contesté- tu sopa me sentará estupendamente. Hace un día de perros.
- ¿Ha ido bien el día?
- Lo habitual, pero con este tiempo la gente no se anima mucho a viajar
Aquella velada se prolongó hasta las once y en ningún instante de la misma hablamos de mis tres años fuera de casa. Ni del libro de familia. Ni de Emilio. Ni de mi enfado. Ni del suyo. Sí de mi trabajo, del piso alquilado en donde vivía, como si acabaran de contratarme y me hubiese mudado tan sólo para estar más cerca de la oficina, como si nunca hubiera ocurrido nada entre nosotros. El comedor permanecía igual que cuando me marché. Mi habitación parecía estar recién hecha. Mi madre había cocinado cena para tres o quizá es que siempre hacía de más.
Sé que algún día hablaremos. Pero no parece corrernos prisa. La vida puede tener paréntesis. Es lo que dice mi padre a veces, mientras exhala el humo de su pipa.
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