Un escritor que no ha publicado es como un gorrión buscando alpiste en invierno. Desvalido, frío y hambriento, mirando con avidez cualquier oportunidad para escribir, sin preguntarse si la obra merece la pena o si supone un hito artístico en su carrera. Lo primero, como casi siempre en la vida, es sobrevivir, agarrarse con fuerza a ese tronco que arrastra el furibundo flujo de la existencia para conseguir mantener la cabeza fuera del agua, para poder respirar aunque sea aire maloliente. Así que cuando Hilario Araujo recibió la llamada no dudó en aceptar encantado el encargo. Sintió incluso una sobredosis de orgullo, de ego altivo, de ahora vais a saber cuánto valgo.
Ocurrió ya por la noche. A esa hora intempestiva en que cualquier llamada telefónica anuncia desgracias y sobresaltos. Hilario había cenado ya- dos huevos fritos con abundante pan- y se debatía entre fregar el plato y la sartén o irse directamente a dormir. El rinrineo del aparato le permitió dilatar la decisión.
- Sí, ¿Quién es?
- Sí, yo mismo – Hilario no reconoció a su interlocutor. Revisó aceleradamente en su memoria el timbre de aquel tono y no encontró a nadie que se le pareciese.
- Disculpe que le moleste a estas horas. Quise comunicarme antes con usted pero, desafortunadamente, nadie me contestó. Imagino que usted se encontraba ausente.
- Sí, es posible. He llegado hace poco- Hilario había estado paseando por el parque hasta que la luz vespertina se había apagado y, luego, se había detenido a tomar un café en la plaza. Teóricamente, todo ello para buscar una inspiración que llevaba tiempo sin encontrar; en el fondo para espantar por un rato la soledad.
- Verá, Sr. Araujo. Soy editor. Una editorial pequeña de provincias, especializada en biografías. Un negocio familiar que heredé de mi padre. Nada rentable pero que mantengo por fidelidad a mis antepasados y a la tradición, usted ya me comprende.
- Sí, entiendo- Hilario contestó con cortesía sin saber a qué atenerse. La llamada le estaba pareciendo especialmente enojosa y el hombre no acababa de decir qué quería. Probablemente, uno de esos tipos de venta por teléfono que se enrollan para finalmente ofrecer un producto de dudosa utilidad. Pero había citado que era editor y aquello le hizo continuar a la escucha sin colgar el auricular.
- He sabido que es usted escritor. No conozco su obra pero me han dado buenas referencias de usted. Me va a permitir que no le diga quién por si mi propuesta no llegara a interesarle.
Araujo dudó una vez más. Quizá lo mejor era colgar. Seguramente, aquel hombre acabaría su cháchara proponiéndole una nueva máquina de escribir o un barato curso para escritores que quieran publicar rápidamente. Aguantó, no obstante.
- Soy ya mayor y deseo dejar para la posteridad mi biografía. Sí, ya sé que estará usted pensando que se trata de una voluntad nada humilde, algo pretenciosa incluso. Le aseguro que no es así pero no es el momento de explicarle las razones. El caso es que mi editorial, es decir yo mismo, desearía contratarle para que la escribiese. Estoy dispuesto a ser generoso en los emolumentos y condiciones. ¿Puede interesarle, Sr. Araujo?
Aunque la noche había caído ya y los nubarrones tormentosos que se habían acumulado en lo alto durante toda la tarde amenazaban con diluviar, Hilario sintió que el mundo se iluminaba de arco iris y de trinos de jilgueros. Su primer encargo. Así, de improviso, sin siquiera una pequeña botella de cava para celebrar. Al cabo, lo que siempre decía su madre era cierto. Persevera, persevera que algún día, cuando menos lo esperes, te llegará la fama.
Aguantó sus ganas de gritar de alegría, de decirle al hombre que le llamaba que era un tipo cojonudo, el mejor de los editores del mundo, que claro qué quería el trabajo, que cómo rayos iba a poder negar esta posibilidad que la vida le ofrecía. Sin embargo, su cerebro, más sereno, le dijo que debía contestar con moderación, incluso con cierto desapego.
- Puedo considerarlo, sí. Aunque estoy bastante ocupado, las biografías siempre me han interesado mucho.
- No quiero robarle más su tiempo por hoy. ¿Le parecería bien que nos encontráramos mañana en mi oficina? Mi nombre es Rafael Helm – Hilario se dio cuenta entonces que no se había preocupado ni en saber el nombre de su interlocutor- y, como le he dicho dirijo una editorial, la editorial Helmish. Estamos en la calle Ramón y Cajal, siete. ¿A las diez le vendría bien?
- Allí estaré, Sr. Helm. ¿Puedo preguntarle si es usted alemán?
- Mi abuelo lo era. Pero yo soy tan de aquí como lo pueda ser usted, amigo mío. Así pues, nos vemos mañana.
- Hasta mañana, pues. Ha sido muy amable en llamar.
Tardó en calmarse lo que a él le pareció una eternidad. Feliz de sentirse, ahora sí, escritor auténtico. Deambuló por la casa de aquí para allá, pensando en cómo vestirse para la entrevista, en qué pose tomar, en la que ya imaginaba sería su primera rueda de prensa, se sorprendió a sí mismo sonriendo como un adolescente enfrente de su primer amor, sudando a ratos, tiritando de frío en otros momentos. Durmió poco y mal. Antes de que clareara ya estaba en pie, duchado- abrió el grifo de agua fría al final para espabilarse del todo- y desayunado. Eligió un vestuario casual pero elegante. Una chaqueta sin corbata. Buscó una carpeta de cuero que guardaba e introdujo unos cuantos papeles y el mejor bolígrafo que encontró en el vaso de cerveza que hacía la función de portalápices. El día se presentaba ventoso y gris. La lluvia de la noche anterior había dejado todas las calles encharcadas de modo que decidió que se personaría en la editorial en taxi para evitar mancharse de salpicaduras. Tomó un par de caramelos de limón. Los masticaría antes de llegar para asegurarse que su garganta estuviera clara y concisa. Ensayó varias sonrisas frente al espejo y se rasuró con especial cuidado.
Faltaban diez minutos para las diez cuando Araujo descendió del taxi. Pagó lo justo y el chófer, que esperaba una propina, le despidió con un gruñido. El tal Helm no le había mentido. Frente a él se alzaba una alta cristalera semitransparente tras la que se adivinaba un loft. Sobre el vidrio, en letras azules se leía “Helmish Editores”. Por las apariencias no debía irles mal ya que el mantenimiento era cuidadoso, la limpieza exquisita e incluso habían colgado una bolas navideñas en un lateral con tanta antelación que sorprendió a Hilario. Era aún la primera semana de noviembre y faltaba tanto para las fiestas que se le antojó excesivamente prematura la decoración.
El cielo se estaba encapotando aún más y Araujo sintió que alguna gotita caía sobre él. Si algo no deseaba era mojarse justo antes de la entrevista de su vida. Decidió entrar. Si bien la tardanza no se perdona, el adelantarse a la cita puede ser incluso visto como buena disposición. Entró. La salita era acogedora. Unas sillas a la derecha junto a una gran planta de frondosas hojas que había crecido casi hasta el techo. Tendrían que podarla pronto, pensó. De las paredes colgaban dos cuadros. En uno reconoció a Benito Pérez Galdós. El individuo que sonreía en el otro le resulto desconocido. Sobre dos estantes se disponían seis o siete figuritas, todas ellas representando plumas, papeles o utensilios relacionados con la escritura. A la izquierda, tras un pequeño mostrador, una chica joven, con un piercing en el labio inferior, le sonrío.
- Buenos días. ¿Puedo ayudarle?
- Tengo una reunión con el Sr. Helm. Mantuvimos una conversación ayer y me ha citado a las diez. Sé que faltan unos minutos…
- ¡Ah!, sí. Usted debe ser el Sr. Araujo, ¿verdad?. El Sr. Helm le está esperando.
Se levantó de su asiento y con un gesto le indicó que la siguiera. Caminaron brevemente por el pasillo hasta la tercera puerta. La joven golpeó con los nudillos en la misma pero no esperó contestación. La abrió y dijo sin mayor cortesía:
- El Sr. Araujo ha llegado.
Un hombre entrado en años- a Hilario le pareció un anciano-, de pelo cano, con las mejillas sonrojadas por la tensión arterial alta, nariz ancha y anteojos a todas luces pasados de moda estaba leyendo con atención un manuscrito. Al escuchar a la secretaria, elevó la vista y sonrió:
- Es un placer tenerle aquí, Sr. Araujo. Me alegro mucho que haya podido venir – se levantó de la mesa e indicó al visitante que se sentarían en los dos sillones de cuero que había a un lado de la oficina.
- El placer es mío, Sr. Helm. Disculpe si me he adelantado unos minutos pero el tiempo ahí fuera es muy desapacible. Parece que vamos a tener un invierno muy lluvioso este año – respondió Hilario, intentando romper el hielo del primer contacto como todo el mundo lo hace, hablando del clima.
- Y que lo diga, Araujo, y que lo diga. A mi edad, las alergias y los constipados le amenazan a uno ya a la vuelta de octubre. Y eso que mi médico practica el arte del banderilleo con todas las vacunas que me pone.
Mientras se estrechaban las manos, ambos rieron. Le ofrecieron un café que la chica de la recepción trajo solícita. Le invitó a sentarse mientras acababan de conocerse charlando de la lluvia, lo imposible del tráfico y la crisis económica.
- No puedo quejarme. Seguimos abiertos y con el negocio en marcha. No es poco. Me aferro al libro de toda la vida, ¿sabe usted?, nada de venta por internet ni cachivaches electrónicos. Un viejo romántico, es lo que soy- sorbió de la taza mientras en sus ojos cruzaba una nube de melancolía.
El despacho de Helm era coqueto. Extrañamente moderno para la antigüedad del hombre. La mesa era de esas de diseño que venden en las boutiques de moda. A pesar de que el editor acababa de rechazar los nuevos modos editoriales, un laptop blanco y de pantalla panorámica se abría sobre ella. Los archivadores eran totalmente anodinos, de esos que se compran por catálogo y se montan por uno mismo. Araujo se imaginó al viejo intentando unir las piezas de los armarios y la imagen le resultó cómica. A un lado de la amplia estancia, los dos sillones de cuero, cómodos y de moderno diseño, donde ahora se sentaban frente a una mesa baja. En otra mesita cercana se acumulaban libros y manuscritos en una columna inestable que amenazaba colapsar a la mínima vibración. Parecía que al tipo le iban bien las cosas porque, por lo visto, muchos escritores le enviaban sus obras para que las revisara. Hilario se preguntó internamente cómo era posible qué le hubieran llamado a él precisamente, cuando jamás aún había sido capaz de convencer a ningún empresario para que confiara en la buena venta de sus trabajos. Helm debió darse cuenta de que miraba la pila de volúmenes porque dejó la taza sobre la mesa y dijo:
- Ya ve usted. No me da tiempo a revisar todo lo que me mandan. Al contrario que mis colegas, yo no admito que mis colaboradores decidan si un escrito es digno o no de ser publicado. Yo mismo los leo. Siempre lo he hecho así. Puedo decirle que cada novedad que ha salido de nuestra imprenta ha sido leída y aprobada por mí en persona.
- Esto indica cuán profesional es usted- contestó con amabilidad, Hilario.
- Una editorial debería ser algo más que un modo de hacer negocio ¿no le parece?. Es un servicio público. Al menos, así lo veo yo. Proporcionamos cultura y hemos de cerciorarnos que se trata de buena cultura.
- Cierto, cierto – confirmó sin mucha convicción, Araujo.
Rafael Helm se recostó hacia atrás en el sillón, cruzo las piernas y, quitándose las gafas, miró fijamente al escritor.
- Bien, amigo mío, sé que su tiempo es valioso y escaso, así que permítame ir directamente al grano.
- Se lo ruego.
- Como le dije, mi editorial se ha especializado desde siempre en biografías. Si usted desea leer la vida de Einstein, es probable que la encuentre en cualquier lugar. Pero si es usted un erudito que desea, digamos por ejemplo, conocer la vida de Iñigo Noriega o la de Rimbaud de Vaqueiras, puede confiar en nosotros. Y, aunque le parezca mentira, las vidas de este indiano o de este músico medieval – Helm aclaró quiénes eran ambos individuos, seguro de que Hilario no tenía la más remota idea- interesan a la gente, compran sus libros. No son best sellers, de acuerdo. Pero las ventas son suficientes para mantener el negocio a flote e incluso, algunos años, con buenos beneficios.
- Interesante- Araujo deseaba que el hombre le hablara ya de su encargo.
- Como ve, yo ya estoy entrado en años. No le voy a importunar con mis dolencias pero sí debe saber que son de cierta gravedad y que tampoco confío en vivir muchos años más. He pensado mucho sobre ello. Uno viene a este mundo, trabaja, ama, sufre, llora, ríe y, de pronto, todo se convierte en humo que nadie recuerda. No sé, quizá usted lo considere pedante, pero me resisto a que no quede siquiera la memoria de mi paso por este valle de lágrimas. Será un efecto colateral de publicar biografías, quién sabe. El caso es, amigo Araujo, que tengo decidido que se escriba mi biografía y dejar ordenado que, a mi muerte, se publique. Por favor, no lo tome por petulancia o inmodestia. Sé que no soy gran cosa, ningún prócer de la historia, pero algo que aportado al país con mi trabajo diario. Todos aportamos una piedrita a la montaña de la cultura, ¿no lo piensa así? Quiero que se escriba mi vida para que de este modo, al menos, lo que fui, lo que sentí, lo que pensé, tenga la inmortalidad que otorgan las letras. Un deseo infantil de que perdure algo de lo que soy.
- En absoluto me parece una falta de modestia, señor. Estoy seguro que su existencia ha tenido momentos memorables – pensó que se estaba pasando en el halago.
- Así lo veo yo, así lo veo. El caso es que necesito que usted escriba mi biografía en tres meses. Sé que es un plazo corto y que usted deberá dedicar muchas noches. Por ello, pienso pagarle bien. Le ofrezco un anticipo de veinte mil euros. Luego, cuando termine el libro, recibirá otros cien mil euros y, tras mi muerte, a la publicación del mismo, un veinte por ciento de las ventas. ¿Le parece correcto?
Araujo sintió que la alegría le inundaba. Había practicado el mostrarse receloso ante la oferta, hacerse el interesante, remolonear durante un tiempo, pero las cifras que Rafael Helm le había indicado le dejaron sin habla. Sólo puedo asentir con una cara de felicidad que le delataba.
- Bien, amigo Araujo. Veo que estamos de acuerdo. Puede empezar hoy mismo. No obstante, debo ponerle al tanto de cómo debe usted realizar el encargo. Es posible que le parezca algo inusual pero debe hacerse de esta manera.
- Ya sabía yo que no todo podía ser tan bonito- pensó Hilario sin mover una pestaña.
- Dada la premura de tiempo, me he permitido ya recolectar toda la información sobre mí de la que he sido capaz. – indicó con la mano dos grandes cajas aparcadas en un rincón y que habían pasado desapercibidas al escritor- En esas cajas tiene usted todo tipo de cartas escritas por mí o recibidas de otros, recortes de periódicos sobre la editorial, el libro de familia, fotografías, diarios, mis viejos pasaportes donde podrá ver los sellos y las fechas de los países que visité, postales, listados de todas las obras publicadas por Helmish Editores, copias de mis primeras nóminas, cuando aún vivía mi padre, muchas cartas cruzadas con mi esposa hasta que murió, incluso un video de un par de entrevistas que me hicieron en la televisión. En fin, todo tipo de documentación para que usted pueda ir componiendo el hilo temporal de la biografía. Le ruego, eso sí, confidencialidad.
- No dude que mantendré en secreto toda esta documentación y que se la devolveré al terminar el trabajo sin haber hecho una sola copia- afirmó rotundo Araujo.
- Por supuesto, usted puede telefonearme cuando guste para preguntar por detalles o dudas, incluso para que yo pueda contarle de viva voz algunos episodios de mi vida aunque me temo que, con mi mala memoria, no le seré de mucha ayuda en este aspecto. Casi todo lo que es relevante está en esas cajas excepto una cosa.
Helm dejó de hablar. Quizá fueron sólo unos segundos pero a Hilario le parecieron una eternidad. Uno de esos silencios pesados, incómodos, que indican que hay algo importante volando por la mente del otro.
- Es algo que sólo conozco yo y que no le voy a relatar ahora pero que es sumamente importante en mi vida. Le explicaré cómo lo haremos. Usted dedique tres meses a escribir y terminar la biografía. Deje un espacio en blanco, un hueco, en el año 1985. Cuando crea que tiene finalizado el trabajo, nos volveremos a reunir y yo lo leeré con detenimiento, proponiéndole las correcciones que estime. Una vez que todo –excepto el asunto que me reservo- esté completado, volveremos a encontrarnos y yo le relataré un hecho que aún me atormenta. Le pido, le contrato – y recalcó esta palabra, dando a entender que no había posible discusión sobre el método- para que ese día usted venga a mi casa y juntos redactemos ese capítulo faltante. Juntos. Usted debe comprometerse a no salir de mi hacienda hasta que esté plenamente escrito a mi satisfacción. En ese momento, daré por concluido el contrato, recibirá su dinero y el libro, ahora ya acabado totalmente, se guardará en una caja de seguridad del banco hasta mi fallecimiento, con instrucciones precisas a mis albaceas para que sea publicado. ¿Puede usted aceptar estas condiciones, Sr. Araujo?
Ciertamente, era un tanto extraño lo que le proponía. Demasiado misterio. Supuso que sería algún hecho del que el individuo no se sentiría especialmente orgulloso para guardarlo con tanto celo. De todos modos, no tenía elección. Sus cuentas bancarias necesitaban una urgente transfusión de dinero y la ocasión no volvería a presentarse.
- Lo estoy, Sr. Helm. Dispuesto a empezar cuando guste. Acepto sus condiciones.
Rafael Helm se levantó y se dirigió a su escritorio. Tomó una libreta de cheques y garabateó la cifra convenida. Firmó con una rúbrica sumamente barroca y extendió el billete a Hilario. Este no se atrevió a mirarlo, a admirarlo más bien. Le pareció poco cortés. Lo guardó en el bolsillo, se levantó y estrechó efusivamente la mano del editor. Las cajas le serían enviadas por mensajero esa misma tarde a su domicilio. Saludó amablemente a la chica de la recepción y salió a la calle. No llovía y unos tímidos rayos de sol asomaban por entre los claros de las densas nubes. Se percató de que había olvidado preguntar cómo había oído hablar de él pero era un asunto menor. Lo importante es que el destino llamaba a su puerta. Sólo entonces sacó el cheque, lo leyó con asombro y echó a reír.
-oOo-
Hilario Araujo se tomó el encargo con ilusión y ahínco. Dedicó no menos de doce o trece horas cada día, incluidos los fines de semana, a escribir la biografía que le habían encargado. No era quizá el trabajo con el que había soñado como escritor novel pero si este era el que el destino le había deparado, lo haría todo lo bien que su genio diletante le permitiera. Las dos primeras semanas las dedicó a bucear dentro de la documentación que Helm le diera. Así supo que había nacido en Salamanca en el seno de una familia modesta que sufría las miserias de la postguerra. En las pocas fotografías que existían de aquella época, se le veía como un niño regordete, con cara de pocos amigos, como si los fotógrafos le incomodasen. En dos de ellas – entre las que, por la estatura del chiquillo, debían mediar un par de años- llevaba los mismos pantalones y el mismo abriguito marengo lo que dio a entender a Hilario que no les sobraban las pesetas. Supo también que el chico fue buen estudiante y la cartilla de notas del Colegio del Sagrado Corazón mostraba unas calificaciones excelentes. A medida que Rafael se iba haciendo mayor, la documentación iba aumentando. Las cartas de amor, aún levemente perfumadas, entre él y una tal Isabel Robles le enternecieron. Viendo ahora los achaques y el cuerpo castigado de Helm era casi imposible imaginarle como un dandy romántico, capaz de encandilar a mozas de tan buen ver como las que aparecían de su brazo en las fotos. Como siempre le había dicho su padre, debajo de las miserias siempre existe un fulgor pasado del que sólo perdura el recuerdo.
Conoció también que la editorial tuvo su mejor momento a la muerte de Franco. La súbita libertad trajo un afán por conocer la vida de muchos personajes que hasta entonces habían estado proscritos. Con habilidad empresarial, Rafael Helm supo publicar en el momento justo seis o siete trabajos que resultaron estupendos éxitos en ventas y sus cuentas mejoraron de manera importante. Hubo un momento, a juzgar por las cuentas de resultados y los informes de gestión, hacia mediados de los ochenta, que Helmish Editores estuvo al borde del cierre. Un competidor, la editorial Pegasus y Andrómeda , entró con fuerza en el nicho de las biografías y, con una maquetación excelente y una impresión de alta calidad conseguida con nuevas máquinas, fue ganando cuota de mercado. Fue un susto pasajero porque apenas un año después su dueño, un tal Jaime Expósito, falleció sin que nadie lo esperara, dejando viuda y un hijo. Sin la fuerza y la inteligencia del dueño, Pegasus y Andrómeda perdió pronto influencia y Helm volvió a prevalecer. Lo cierto es que nunca se había tratado de una editorial puntera pero gozaba de un reputado prestigio entre sus colegas y las alabanzas de muchos de ellos habían quedado recogidas en numerosas ocasiones. Esto le sirvió a Hilario para plasmar muchos párrafos loando la obra de aquel que la pagaba.
En 1974 había desposado a Paulina Martín, una mujer sencilla, devota de misa diaria, deseosa de tener hijos que, para su desgracia, la naturaleza no quiso darle y asidua a las partidas de chinchón que un grupo de mujeres del barrio celebraban cada jueves en el casino. Por lo que dedujo de la documentación, habían sido felices a pesar de que nunca pudieron alegrar su casa con las risas de un niño. La fatalidad hizo que en el 2004, Paulina enfermara. Un cáncer rápido que se la llevó con el Señor en apenas tres meses para desconsuelo de Rafael Helm que, desde entonces, no había vuelto a ser el mismo. En general, los documentos que el hombre la había dado le habían servido para escribir la gran mayoría de su historia. En un par de ocasiones, le telefoneó para aclarar algunas dudas o para recabar información adicional.
Hilario Araujo finalizó el primer boceto de la biografía cuando aún le quedaba un mes para que finalizara el plazo. Los treinta días siguientes los dedicó a repasar y repasar, casi a empezar de cero en alguno de sus capítulos. Durante ese último mes, llegó a no salir de casa durante una semana, sin apenas comer, bebiendo sólo un poco agua y dejando que su barba creciera hasta los límites de la suciedad. Estaba asustado y se daba cuenta por la cantidad de errores que creía encontrar. Cada vez que releía un párrafo lo encontraba insulso, gramaticalmente incorrecto, falto de fuerza narrativa. Se daba entonces a la corrección y no paraba hasta que rehacía capítulos enteros. Cuando los releía se desesperaba pensando que la versión anterior estaba mejor y que su talento de escritor era mucho más mediocre de lo que él nunca hubiese imaginado. Por fin, una noche en que la fiebre le asaltó, decidió que ya no haría más cambios, que acumularía todo su ánimo y presentaría el borrador a Rafael Helm. La suerte estaba echada. Ahora, su fortuna o su descrédito dependía del juicio del editor.
Tres días después, recibió una nota por correo. Helm le manifestaba su entusiasmo por la biografía que reflejaba con suma precisión su vida y que estaba redactada con un estilo, decía, sobrio y elegante a la par que novedoso. Afirmaba que estaba muy satisfecho por el trabajo y el único pero que ponía es que, en ocasiones, los halagos para su persona eran inmerecidos. Le citaba el siguiente jueves para terminar la obra redactando en conjunto el capítulo que faltaba y que ya la había anunciado al encargarle la biografía.
Hilario Araujo respiró aliviado. Así, al fin, era un buen escritor. Sus esfuerzos quedaban recompensados. Con el dinero que ya había recibido y el que iba a recibir, podría vivir cómodamente hasta que el viejo muriera lo que no podría ser dentro de mucho tiempo. Entonces, la fama le elevaría al Olimpo de los escritores consagrados y los encargos le lloverían. Había sido un largo camino, muchas decepciones, muchas lágrimas, pero finalmente llegaba a la meta que siempre había deseado.
-oOo-
El jueves de la cita, Araujo se presentó puntual en la casa del editor. Llevaba, como le había prometido, las grandes cajas de documentos que le había sólo prestado para escribir la biografía. La cita no era en las oficinas sino en la propiedad que Helm tenía a unos cincuenta kilómetros de la capital. Le costó dar con el lugar que estaba realmente apartado de la carretera. El GPS no supo siquiera determinar el camino donde se encontraba y tuvo que echar mano de su sentido de la orientación, de los oxidados letreros que encontró esporádicamente y de un paisano que, como maná caído del cielo, apareció escopeta en mano por un camino. Bordeó una gran cueva donde un letrero casi ilegible anunciaba que allá se encontraba la sima más profunda de la región junto a muchas señales de peligro. Lo cierto es que la zona parecía un coto de caza en la que Rafael se había construido la casa. Esta, de ladrillo rojo y techado de teja española, se alzaba sobre un cerro. Estaba bien conservada y de la chimenea salía un hilillo de humo que le dio a entender que había un fuego bajo en su interior. Cuando aparcó vio otro coche, un todoterreno, al borde del terreno llano y supuso que Helm estaba ya dentro. Había tiestos en los alféizares aunque estaban sin flores en mitad del invierno. Tocó a la puerta y tuvo que esperar por un minuto hasta que esta se abrió. Helm, risueño, le saludó con cortesía y le invitó a pasar.
- Póngase cómodo, Araujo- dijo amable Helm- considérese en su casa. Como sabe vamos a trabajar bastante.
- Muchas gracias.
- Tengo que decirle, lo primero de todo, que la biografía me ha encantado. De veras. Es usted un gran escritor. Si le soy sincero, albergaba dudas sobre su capacidad. Al cabo, tanto usted como yo sabemos que nunca ha publicado nada. Pero he de reconocer que acerté plenamente con usted. Enhorabuena, amigo mío. Le felicito. Tiene un gran futuro por delante.
- Se lo agradezco muchísimo, Sr Helm. Sobre todo, viniendo tal opinión de un editor tan experimentado como usted. – contestó Hilario un tanto azorado.
- Llámeme Rafael, llámeme Rafael. ¿Una copa de vino?
- Con gusto. Tiene usted una casa muy linda.
- Paulina la decoro. Fue un capricho de ella. – la pena dibujó sombras en el rostro de Helm- No la olvido, ¿sabe usted? La pobre no merecía el final que tuvo.
- Lo siento en el alma, Rafael.
- No se preocupe. Fue hace mucho y es un tema estrictamente personal que a usted no le debe afectar. Le propongo comer algo y ponernos a trabajar. Quisiera poder terminar el capítulo que falta hoy mismo.
- Por mí estoy de acuerdo. Si es posible que regrese hoy a la ciudad, tanto mejor.
Entiéndame, estoy feliz de estar aquí con usted pero no sabía que la casa estaba tan lejos y me asusta circular por esos caminos en la noche y, menos aún, importunarle debiendo dormir acá. Por cierto, en el capó del automóvil tiene toda la documentación que me facilitó. Le juro que no he hecho copia alguna y que no falta ni un solo papel.
Comieron jabalí. Helm le dijo que no se le daba mal la cocina y que lo había preparado él mismo.
- Ya sabe, Hilario. Cuando uno enviuda, o come bocadillos o aprende a cocinar. Yo decidí hacer lo segundo.
- Pues he de decirle que el curso le aprovechó- rió Araujo- porque la carne está deliciosa.
- Jabalí cazado por mí mismo. Una de las pocas aficiones que tengo, la caza. De hecho compré esta hacienda sólo para poder olvidarme de la ciudad y del negocio por algún tiempo. Además he de confesarle- bajó la voz- que suelo saltarme los tiempos de veda. La Guardia Civil no suele venir por aquí y el ruido de los disparos se diluye rápido en el campo. Debería avergonzarme de saltarme así la ley pero no hago realmente mal a nadie.
- No se preocupe. Prometo guardar su secreto- y alzando la copa, hizo un gesto de brindis que sellaba el pacto de silencio.
Tras el postre, una tarta con helado que estaba estupenda, tomaron una copita de un excelente coñac.
- Le invitaría a otra copa, Hilario, pero quiero que usted esté despierto para escribir el capítulo restante con tanto acierto como los otros- le palmeó el hombro en señal de afecto.
- Por mí, Rafael, podemos empezar cuando usted disponga.
- ¿Le parece que trabajemos en el despacho? Mi idea es que yo iré relatando los hechos lentamente para darle a usted tiempo a que escriba y teclee en el ordenador. Si, por cualquier motivo, necesita tiempo para pensar no dude en detenerme. Aunque preferiría que no lo hiciera para que yo no pierda el hilo de los acontecimientos y porque un estilo natural, directo y poco lírico, le irá bien a la narración.
- Como desee. ¿Vamos?
La habitación era confortable. En la pared este, enmarcados convenientemente, numerosos títulos y premios concedidos a Helmish Editores. En el muro de enfrente, una colección de escopetas colocadas con gusto en un expositor junto a un par de cabezas de venados que con toda seguridad habían sido cazados por el editor. En el centro, una pesada mesa de madera noble, con cajones por todos sus lados. Un tintero antiguo hacía de contrapunto a un ordenador de gran pantalla de plasma. En un rincón, una pequeña bodeguilla con botellas de buen vino y, sobre el suelo, una mullida alfombra que amortiguaba el sonido de los pasos.
Heml se sentó en el único sillón que había e invitó a Hilario a sentarse en la silla frente al ordenador.
- Cuando usted esté listo, comenzaré a relatarle los hechos que hasta ahora he preferido mantener en reserva.
- Cuando quiera, señor. Intentaré escribir mientras sigo su charla. En su día me comentó que este capítulo debería ocupar no más de diez páginas por lo que supongo que forzosamente deberé resumir y extractar sus palabras.
- Claro, claro. Usted escriba como en el resto de la obra y quedará perfecto.
- Soy todo oídos, Rafael.
Helm tardó al menos dos minutos en comenzar. Como si en su interior estuviese rebobinando la cinta de los recuerdos o como si se asegurara que las piezas del rompecabezas que iba a relatar estuviesen dispuestas en el orden correcto. Tenía los ojos abiertos pero no miraban a nada en concreto, e Hilario intuyó que se habían marchado a otro lugar, a través del tiempo, para revivir lo que debía relatar.
- Fue en 1985 como ya sabe. Las navidades del año anterior habían sido felices. Paulina se había sobrepuesto de su último aborto y la felicidad conyugal nos sonreía nuevamente. Sin embargo, desde hacía pocos meses, algunos nubarrones se cernían sobre el negocio (Araujo recordó que ya había leído cómo otra editorial había competido fuertemente con Helmish Editores) y los beneficios habían caído estrepitosamente. Seguramente, esto no es nuevo para usted porque lo habrá visto en la documentación que le envié. El caso es que el tal Jaime Expósito del que yo jamás había oído hablar me copió el negocio. El muy sinvergüenza apareció de la noche a la mañana, de ningún lado, como su propio apellido decía, y simplemente imitó mi negocio.
Hilario comenzó a escribir.
- Pero, mientras que yo debía batallar con una maquinaria de impresión ya un tanto caduca y tenía que pagar los gastos de publicidad y apertura de mercados para un nicho tan especializado como el de las biografías, la editorial Pegasus y Andrómeda , que así se llamaba el nuevo competidor, disponía de las mejores rotativas y fue a tiro hecho. No sé cómo consiguió mi lista de referencias, los contactos clave, los agentes o los nombres de los distribuidores. El caso es que, de la noche a la mañana, comenzaron a dejarme diciendo todos ellos que otra editorial, la Pegasus y Andrómeda les ofrecía mejores comisiones, mejores precios y una calidad superior. Aquello fue un choque brutal para mí. Yo soy un hombre sencillo, lo habrá visto usted tras conocer lo que mi vida ha sido, y el que un depredador de los negocios destruyese mi negocio revolvía mis nervios.
Araujo escribía intentando plasmar el pesar y la preocupación que por aquellos días sintió Helm. El click-click de las teclas era lo único que importunaba el discurso del viejo.
- Además, aquel hombre- esto he de reconocerlo- me daba mil vueltas en marketing. Era un hombre elegante, alto, casado con una mujer que había sido modelo de pasarela, a todas luces millonario, que pasaba las vacaciones en Niza, se fotografiaba junto a actrices de moda y que conducía un espléndido Jaguar del 82. Comparándome con él, yo era un campesino, un paleto llegado a la ciudad, un vendedor de enciclopedias enfrente de un empresario afamado. Paulina me decía que mantuviera la calma, que los tiempos malos siempre pasan, que mi oficio y mi prestigio harían que los lectores reclamaran mis ediciones. ¿Me sigue Araujo?
- Sí, le sigo. No se preocupe, Rafael. Estoy escribiendo.
- Para semana santa, mis ventas habían decrecido hasta casi la mitad y eso que el sector evolucionaba favorablemente. Intenté hallar alguna vida que narrar que tuviera realmente atractivo para el público, pero no fui capaz. Cuando uno anda deprisa y tiene angustia, todo le sale mal. Ya lo dice el refrán. Vísteme despacio que tengo prisa. Yo, entonces, no me vestía despacio, no analizaba con serenidad la situación por la sencilla razón de que veía cercano el instante en que tendría que despedir a mis empleados, cerrar el taller, vender quizá mi casa. Y Paulina no merecía eso. No, nunca. Ni yo podía admitir que el legado de mi padre pudiera acabar de semejante triste manera. Escriba eso, Araujo, escriba. Que no deseaba dejar morir la herencia de mi padre.
- Lo he hecho. Por favor, siga contándome. No puedo negarle que estoy sumamente interesado y que ya me ha predispuesto contra Expósito aunque obviamente jamás le conocí, ni antes había oído hablar de él.
- Un mal tipo, se lo aseguro. En una ocasión – sería mayo- me entrevisté con él. Tuve casi que suplicar porque sus secretarias eran una valla casi imposible de traspasar. Quería proponerle algún acuerdo, repartirnos de alguna manera el mercado. Estaba incluso dispuesto a olvidar que me había robado mis agentes, mis contactos, mis contratos. Apenas estuvo conmigo diez minutos. Me dijo que no tenía tiempo para mí, que negocios importantes- y recalcó con un tonito obsceno lo de importantes- le requerían. Yo no contaba para él. Apenas era una hormiga que él, el elefante de las finanzas, estaba aplastando sin apenas percatarse del dolor que me producía.
Se detuvo durante algunos segundos mientras se agitaba inquiero en el sillón, como si el cuerpo le pidiera moverse, descargar la adrenalina que los recuerdos de aquellos lejanos eventos aún le producían.
- Lo peor era cuando regresaba a casa. Paulina me consolaba, me decía que nos recuperaríamos pero yo la veía cada vez gastar menos en la comida, remendarse el vestido para no tener que comprar otro, abstenerse de cualquier capricho. Y ella merecía mucho más, Hilario. Me hubiera gustado que usted la conociera.
- En cierta medida la conozco, Rafael. A través de sus recuerdos y de lo que he escrito sobre ella.
- Para el otoño, la situación era insostenible. Me había visto obligado a despedir a la mitad de la plantilla y los bancos me apuraban para que pagara las deudas a riesgo de embargarme lo poco que me quedaba. Mi cerebro se había quedado inválido, vacío de ideas, anonadado por la tragedia que se me venía encima. Pero dicen que Dios aprieta pero no ahoga. ¿Verdad que dicen eso, Araujo?
- Sí, es un viejo refrán. – a pesar de su papel de escritor neutral, ajeno al drama que por otro lado era ya tan antiguo, Hilario se sintió conmovido por el sufrimiento que el viejo aún experimentaba cuando recordaba sus apuros económicos.
- Y, por lo que se ve, Dios me envió al diablo mismo.
- ¿Perdón? no le entiendo.
- El propio Jaime Expósito, el mismo diablo en persona, me llamó para proponerme un trato. No quiso contarme nada por teléfono y me pidió el más absoluto secreto porque no quería que otras editoriales supieran nada de la propuesta. Mi primer instinto fue mandarle a la mierda pero algún resorte interno me hizo ver que era la oportunidad que siempre había esperado. De algún modo, mi agotada mente volvió a lucir y una idea totalmente acabada, como enviada por el mismísimo Dios, se aposentó dentro de mí. De pronto, lo vi claro y decidí no desperdiciar la ocasión que el propio dueño de Pegasus y Andrómeda me ponía en bandeja. Le invite a esta casa. Para negociar tranquilos, le dije. Entonces, la casa no era como usted la ve hoy en día. Apenas era un caserío con una cocina, una habitación destartalada y un establo antiguo que yo había restaurado como cuarto de trabajo. Precisamente, donde ahora mismo nos encontramos.
- Nadie podría decir que esto fue un establo, créame.
- Bueno, posteriormente, cuando mi situación financiera mejoró pude hacer bastantes obras. Pero, se lo digo en serio, entonces esto era una casita sencilla y pobre. El terreno me resultó muy barato porque con la sima cercana nadie deseaba esta propiedad. El caso es que Jaime Expósito vino a cenar una tarde. Orgulloso, pedante, como era siempre. No se anduvo por las ramas. Ni siquiera me dio las gracias por la cena. Me propuso pagarme cien mil pesetas por Helmish Editores para cerrarla definitivamente antes de perderlo todo y endeudarme hasta las cejas. Quiero ser el único editor de biografías en el mercado- me dijo- No es nada personal pero usted, en este momento, inoportuna a mi negocio y a mis planes. O lo toma o le cerraré de igual modo pero usted deberá pagar sus deudas durante décadas.
Volvió a callar. Se levantó y se acercó a la pared donde se exhibían las escopetas. Tomó una y la acarició. Hilario continuo escribiendo pero su cuerpo se tensó en un reflejo de emoción y temor.
- No pude contenerme, Araujo. Tomé esta arma que usted ve ahora en mis manos. Esta misma. Estaba cargada porque yo siempre dejo el arma amunicionada. No le hablé más. ¿Para qué? Le miré fijamente y el muy idiota ni siquiera presintió lo que le iba a ocurrir. Disparé los dos cartuchos. Apenas gimió. Murió casi al instante. Lo demás fue sencillo. Quemé su cuerpo y eché los restos junto con el coche en la fosa que usted ha vista al venir. Imposible de descubrir. Dicen que cae casi trescientos metros, hacia el infierno que es a donde pertenecía Expósito.
Rió de una forma que atemorizó a Hilario y transfiguró a Rafael Helm, de pronto, desde un honorable editor a un loco de remate.
- ¿Ha escrito todo esto? ¿Lo ha escrito?
Araujo lo había escrito. Incluso, el texto resultaba de una fuerza narrativa notable. Las emociones que Helm expresaba en su hablar habían empapado la mente y el arte del escritor y, en un instante de magia, la fuerza del asesinato, de la locura del editor y del drama vivido en el año 85 regresaban más reales que nunca en las palabras que aún permanecían en la pantalla.
- Creo que debería irme, Sr. Helm. Lo siento pero lo que me está contando me ha perturbado sobremanera. No estamos ya hablando de una biografía, sino de un delito. Yo no sé qué decirle pero sé que no puedo seguir con esto- intentó calmarse y expresar sus ideas sin balbucear demasiado- Le devolveré los veinte mil.
Helm no se inmutó pero en un gesto rápido apuntó la escopeta hacia Hilario.
- Lo siento, amigo mío, pero desgraciadamente no puedo permitir que usted se marche. Como un día me dijo Expósito, no es nada personal.
- Lo siento, Helm. No sé qué trama usted ni por qué me encargó este trabajo ni cuáles son sus intenciones. Pero sí sé que yo me largo de aquí. Usted tiene la biografía. Si la usa o no es sólo cosa suya. Yo renuncio. Déjeme marchar, por favor.
- No es nada personal – musitó Rafael como para sí mismo- nada personal.
- Me voy
- ¡No! usted no se va a ninguna parte. Lo siento pero, ahora, usted va a morir. Tiene que morir.
Un rictus de estupor y de pavor se dibujó en el rostro de Hilario Araujo.
- ¿Está usted loco? Déjeme salir, se lo suplico – grito y sollozó al mismo tiempo, presa del pánico.
- Lo siento, Araujo, lo siento. Usted se habrá preguntado sin duda por qué lo elegí. Ahora puedo contárselo. Yo deseaba que mi biografía fuera completa, que incluyera este asesinato que Dios bien sabe tuve que ejecutar por el bienestar de mi familia y mis empleados. El tipo era maligno. El mundo no perdió nada cuando murió. Ahora, tras todo este tiempo, es claro que nadie le recuerda. Hube de matarlo y lo hice. Y deseo que el mundo sepa que yo lo libré de esa alimaña, que la industria editorial se libró gracias a mí de un indeseable. Pero no soy ingenuo, Araujo. Si esto se sabe no respetarán mi edad. La policía y la justicia me perseguirían y me encarcelarían. No creo que un delito como este prescriba. Por eso, mi intención es publicar mi biografía sólo cuando fallezca. No tengo esposa ni hijos, de modo que no me importa si se reparten los despojos. Tan sólo deseo que se sepa la verdad, que se conozca la calaña del malnacido de Jaime y que el mundo valore la acción que tuve que hacer.
Necesitaba un escritor. Yo soy editor pero no sé escribir realmente. Soy como esos ingenieros de automóviles que, sin embargo, jamás han sido capaces de sacarse el carnet de conducir. Así que precisaba un escritor. Pero no uno cualquiera. Necesitaba uno novel, con talento, porque quiero que mi vida se narre con calidad, que no tuviese familia cercana, que nadie preguntara por él en caso de desaparición. Un joven bohemio dado a viajar, por el que nadie se preocupara. Porque una vez que ese escritor conociera mi secreto y lo hubiese escrito, no podría seguir viviendo en ese mundo. Ha de comprenderlo. Sería un riesgo enorme para mí. En cualquier momento podría chantajearme, ir con el cuento a la policía. No fue fácil dar con usted, Araujo. Tuve que preguntar aquí y allá y tras varios meses un editor amigo me dijo que un joven escritor, un tal Hilario Araujo, o sea usted, le había enviado un borrador. Que tenía buenas maneras pero no aún las suficientes para ser publicado. A partir de ahí, usted ya conoce el resto. No me he equivocado con usted. Posee talento, no hay duda. Ha realizado un buen trabajo. Lástima que esto deba terminar así. Al menos, le queda el consuelo de que cuando ya ambos no estemos en este mundo y se publique su libro, la crítica le reconocerá como un buen escritor. Porque, eso sí, yo respetaré su nombre como autor de la biografía.
La expresión de desconsuelo y de desconcierto no se borró de la cara de Hilario Araujo cuando Rafael Helm apretó el gatillo y dos manchas de sangre brotaron del pecho del escritor.
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