La distancia y el anonimato nos protegieron y velaron por que fuese una noche buena, de esas que luego permanecen en la memoria, de esas que, luego en la soledad, se echan de menos, se añoran y se recrean con el ansia de que al hacerlo la piel vuelva a estremecerse de ternura. Una noche que ahora mismo deseo que regrese, que se materialice nuevamente. Una noche íntima, de confidencias de pareja. Y es que el que hacemos una buena pareja no es secreto alguno. Por eso nos lo dicen, por eso nos gusta que nos llamen precisamente “pareja”. Es un misterio el que siendo tan distintos (y todas las comparaciones te son favorables, por cierto) encajemos tan exactamente que el mundo nos vea como hechos el uno para el otro. Tras el paseo, llegamos al restaurante pronto, cuando aún había pocos comensales, pero casi todas las mesas estaban reservadas de modo que nos sentamos en la última fila, junto al ventanal. Luz tenue, romántica a propósito, una flor sobre el mantel blanco, los cubiertos alineados. Una bodega en un extremo, pequeña pero bien surtida de Montepulcianos, Chiantis, Toscanos y Monte Rosas. Rumor de canciones napolitanas al fondo. Sobre un anaquel esculpido en la obra de la pared, unos alambiques de vidrio y cobre donde antaño alguien libaría caldos de camaradería y noches de afecto. Hacía frío y agradecimos la atmósfera confortable del establecimiento. El camarero que nos recibió con galantería y modales dieciochescos te encendió el pitillo. Brindamos por nosotros. Estabas hermosa y la luz ambarina engalanaba tu cabello recogido con chiribitas doradas. Tardaron mucho en servirnos pero eso lo supimos porque el reloj así lo indicaba ya que lo cierto es que no paramos de hablar, entretenidos en tantas cosas que tenemos que contarnos, en tantos planes que tenemos que cumplir. Más tarde, el local se llenó y, quizá por casualidad, quedamos sentados entre otras cuatro o cinco parejas. Como nosotros, charlaban, se miraban. De tanto en cuanto- también como nosotros- enlazaban las manos buscando ese flujo químico entre piel y piel que todos los enamorados necesitan. De todas ellas, nosotros formábamos la mejor pareja. Estoy seguro que nos envidiaban. Allí, contigo, me sentí a gusto con el mundo, como si por ti y, sobre todo gracias a ti, hubiese encontrado el lugar exacto donde encajar en el cosmos. Al salir, me sentí orgulloso de acompañarte, de que me vieran enamorado de ti.
27/2/11
Cena de parejas
La distancia y el anonimato nos protegieron y velaron por que fuese una noche buena, de esas que luego permanecen en la memoria, de esas que, luego en la soledad, se echan de menos, se añoran y se recrean con el ansia de que al hacerlo la piel vuelva a estremecerse de ternura. Una noche que ahora mismo deseo que regrese, que se materialice nuevamente. Una noche íntima, de confidencias de pareja. Y es que el que hacemos una buena pareja no es secreto alguno. Por eso nos lo dicen, por eso nos gusta que nos llamen precisamente “pareja”. Es un misterio el que siendo tan distintos (y todas las comparaciones te son favorables, por cierto) encajemos tan exactamente que el mundo nos vea como hechos el uno para el otro. Tras el paseo, llegamos al restaurante pronto, cuando aún había pocos comensales, pero casi todas las mesas estaban reservadas de modo que nos sentamos en la última fila, junto al ventanal. Luz tenue, romántica a propósito, una flor sobre el mantel blanco, los cubiertos alineados. Una bodega en un extremo, pequeña pero bien surtida de Montepulcianos, Chiantis, Toscanos y Monte Rosas. Rumor de canciones napolitanas al fondo. Sobre un anaquel esculpido en la obra de la pared, unos alambiques de vidrio y cobre donde antaño alguien libaría caldos de camaradería y noches de afecto. Hacía frío y agradecimos la atmósfera confortable del establecimiento. El camarero que nos recibió con galantería y modales dieciochescos te encendió el pitillo. Brindamos por nosotros. Estabas hermosa y la luz ambarina engalanaba tu cabello recogido con chiribitas doradas. Tardaron mucho en servirnos pero eso lo supimos porque el reloj así lo indicaba ya que lo cierto es que no paramos de hablar, entretenidos en tantas cosas que tenemos que contarnos, en tantos planes que tenemos que cumplir. Más tarde, el local se llenó y, quizá por casualidad, quedamos sentados entre otras cuatro o cinco parejas. Como nosotros, charlaban, se miraban. De tanto en cuanto- también como nosotros- enlazaban las manos buscando ese flujo químico entre piel y piel que todos los enamorados necesitan. De todas ellas, nosotros formábamos la mejor pareja. Estoy seguro que nos envidiaban. Allí, contigo, me sentí a gusto con el mundo, como si por ti y, sobre todo gracias a ti, hubiese encontrado el lugar exacto donde encajar en el cosmos. Al salir, me sentí orgulloso de acompañarte, de que me vieran enamorado de ti.
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