Ocurrió que en un país lejano, en un tiempo impreciso, el gobierno prohibió un libro. Uno sólo. La ley que desterraba aquella obra, aprobada de urgencia por el Parlamento de la capital, era parca en palabras, escueta y casi pasaba desapercibida publicada en letra menuda entre decretos de mucha más enjundia. Simplemente, se ordenaba retirar cualquier ejemplar que existiese en las librerías y fijaba severas penas de prisión para aquellos que lo leyesen o guardaran un volumen en su casa. El título era, según el boletín estatal, “Sobre el buen gobierno” y su autor un tal Eduardo Mancidor.
Durante algún tiempo, nada ocurrió. Al parecer, ningún establecimiento tenía copias en el almacén, ninguna editorial parecía haberlo impreso y los lectores, simplemente, desconocían que tal libro existiese. Sin embargo, el sólo hecho de que el consejo de ministros lo hubiera vetado daba a entender que se trataba de una magna obra. De hecho, el título ya indicaba que debía criticar fuertemente al gobierno porque, opinaban los tertulianos, peor no se podía dirigir al país y cabía suponer que el tratado de Mancidor indicaría precisamente todo aquello que no se hacía bien. Algunos opinaban que se trataría posiblemente de un nuevo Maquiavelo, una obra a la altura de El Príncipe o un ensayo equiparable al Tratado Político de Spinoza o a los Elementos de derecho natural y político del mismísimo Hobbes. Los diarios enjuiciaron con dureza a los nuevos inquisidores y avivaron debates en los que los más rigurosos analistas emitieron juicios sosegados o vehementes, alterados o serenos, que fueron calando en la opinión pública. Esta, alarmada, se preguntaba qué contendría aquel libro para que hubiera sido prohibido. Se filmaron películas y programas de televisión en los que se equiparaba a Torquemada con el presidente de la cámara y al Boletín oficial con el Index librorum prohibitorum et expurgatorum. Pronto, la fiebre por tener entre la manos un ejemplar fluía como un tsunami atronador por todas las ciudades. Hubo manifestaciones multitudinarias pidiendo la libertad de expresión y la reimpresión de la obra, ante la impasible mirada del ejecutivo. Muchas editoriales se lanzaron a la caza de los derechos de autor pero nadie conocía a Eduardo Mancidor ni había editorial o agente literario que se brindara a ceder los derechos. Es más, un grupo de investigadores privados concluyó que el tal Eduardo no estaba ya en este mundo y que todas las huellas de su paso por esta vida habían sido borradas, hecho que apuntaba a una conspiración estatal que no sólo había probablemente eliminado al sujeto sino que había encargado a sus servicios secretos borrar cualquier dato sobre el mismo. Se especuló con que pudiera haber sido un hijo ilegítimo de un renombrado opositor pero este rechazó ser padre de nadie, algo que hubiese sido comprometedor ya que su esposa nunca había parido. Un año después, el ansia de leer el libro prohibido alcanzaba a todos los ciudadanos del país y se ofrecían fortunas por un ejemplar o, al menos, unas fotocopias de algún capítulo.
Por fin, un sábado de mayo, un impresor pequeño, de provincias, anunció que disponía de un volumen, uno sólo, guardado por precaución en una caja de seguridad de un banco. El revuelo fue mayúsculo. Se formaron filas ante las puertas acristaladas de la pequeña empresa familiar y las fuerzas del orden público hubieron de emplearse a fondo para mantener el orden. Algunos exaltados apedrearon uno de los escaparates mientras gritaban y exigían que devolvieran el libro al pueblo. Porque ya era un libro del pueblo, enraizado en la savia interna de la sociedad, una biblia esperada como revelación divina. Nadie conocía su contenido pero eso era lo de menos. Hay cosas que la gente conoce sin conocer, que vienen del corazón, un sentimiento sabio que alimenta a los seres humanos sencillos y el alma del pueblo sabía ya que el desconocido tratado era parte indisoluble de la patria y de su acervo cultural de la nación. Fue entonces cuando el gobierno intervino y nacionalizó aquel único ejemplar obligando al editor a ponerlo en manos estatales. Atendiendo al clamor popular, dio marcha atrás en su veto al mismo y derogó el bando, permitiendo la impresión y venta. Se vendió a millones y fue best-seller no sólo en el país sino en otros muchos del continente. Los analistas alabaron su prosa, su claridad de ideas, sus razonamientos precisos, sus certeras conclusiones. Nadie entendió por qué el gobierno lo había prohibido ya que, para sorpresa de todos, ensalzaba el trabajo del partido en el poder y la acción política y social que había llevado a cabo durante los últimos años. La sociedad, de hecho, reconoció gracias a Mancidor, el gran trabajo del primer ministro al que perdonó la equivocada ley que finalmente había revocado y reeligió en las siguientes elecciones.
El día en que este juró su cargo por segunda vez llegó a casa satisfecho pero muy cansado por el ajetreado día. Necesitaba relajarse y eso siempre lo lograba escuchando a Mahler mientras escribía novelas porque era un escritor aficionado. Tomó unas cuartillas y se puso a plasmar alguna ideas. Más tarde las firmaría con el seudónimo que usaba desde que se presentara a un concurso de cuentos cuando tenía quince años: Eduardo Mancidor.
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