Encantas las noches, las haces mágicas, como las ninfas que conjuran las estrellas y los sueños en los cuentos de hadas. No sé cómo lo logras pero cada velada, cada cena que disfruto a tu lado, cada palabra que pronuncias, se engarzan en mi memoria como si las sensaciones y los sentimientos se impregnaran del más poderoso de los pegamentos para adherirse a mi alma y a mi pensamiento para siempre. Me cautivas. Desarmas mi temor al mundo y al pasado. Me das un futuro sólido. Atesoro cada noche contigo, cada conversación, cada atmósfera, en un rincón especial de mi cerebro, uno que no sólo es el más preciado que poseo sino que es el arca de dónde respiro fuerza, entusiasmo, certidumbre, aliento, cuando me enredo en la melancolía, en las dudas o en el desánimo, cuando el temporal arrecia dentro de mí. Las charlas contigo son resurrección, aire, oxígeno limpio, aroma de lavanda, delicada sinfonía, éter vigoroso, mar en calma.
La otra noche fue maravillosa. A través de la cristalera nos acariciaba la luz, dorada y púrpura, de un sol ya cansado mientras se entremezclaba lánguidamente con las sombras del anochecer que se desparramaban por el puerto. Las barcas, acunadas por la marea suave, amarradas a los bolardos y listas para dormir. Las gaviotas, soñolientas, se refugiaban entre los maderos del pequeño malecón. Dos gorriones enamorados volaban sus últimas cabriolas antes de retirarse a su nido. Un barco, cargado de nasas e iluminado por faroles amarillos, se deslizaba silencioso hacia la bocana del puerto. Elegiste unos hongos a la plancha de primero que compartimos junto a una botella chica de vino blanco. Tú hablabas. Preciosa. Me encanta cuando lo haces, cuando me cuentas cosas, cuando soy tu confidente. A veces, callabas y pensabas en qué sé yo. Tengo una foto tuya de ese instante, robada mientras no me mirabas. Seguro que si la vieras, dirías que no te gusta, que has salido mal, que la borre. Siempre lo dices. Lo dirías aunque te pintara el mismísimo Boticelli en el lugar de Afrodita. Sin embargo, a mí me parece que estás arrebatadoramente hermosa, con esa expresión tan tuya y tan tierna, tan rica de ideas y sensaciones, mirando fijamente a algo, concentrada, con los últimos rayos de luz brillando en tu cabello, ensimismada en unos pensamientos de los que tengo envidia. Cuando estás conmigo, conversando, mirándome con esos preciosos ojos que me acarician, un tumulto de quereres se filtra por las rendijas de mi alma y de mi cuerpo. Y me siento bien. Me siento bien junto a ti. Parece poco, es breve el decirlo, pero qué inmenso es el sentimiento.
Luego, ya noche cerrada, caminamos por las calles solitarias, llenas de salitre y rumores de mar. La noche serena palpitaba cómplice de nuestro afecto. Te abracé, me abrazaste, besé tus mejillas muchas veces, olí tu pelo, tomé tu mano, así tu cintura para apretarte contra mí. De tanto en cuanto, una farola indiscreta dibujaba nuestras sombras unidas en una sola, juntas por la vida, íntimamente confundidas, como deseo que siempre sea. Te dije que te quería una y otra vez porque es lo único que acierto a decirte cuando quedo prendado de tu ser, cuando resurge nuevo y fresco el arrebato de amor que te tengo. Cómo podría expresar los matices de lo que me haces sentir, de lo que pienso, de la plenitud que me das. Es imposible. Por eso, sólo atino a repetir que te quiero y que te quiero. Se oyó una sirena a lo lejos. Odié el reloj que corría demasiado rápido. Siempre lo hace cuando te estrechó entre mis brazos. Estabas más hermosa que nunca. Las estrellas que asomaban entre los claros, fueron testigos de nuestro romance. Pensé en la fortuna infinita que tu amor me otorga. La luna iridiscente, acostada sobre unas nubes argentinas, creaba pavesas acuáticas sobre el océano. Lo guardo todo, todo, todo, dentro de mí, para siempre.
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