Tienes la culpa de que me sea difícil hallar lugares hermosos en el mundo. Porque, ¿cómo pueden ser hermosos si no puedo contemplarlos a tu lado? Así, la tierra se me hace inhóspita, decepcionante, incómoda, cansina. Son ya demasiadas las espaciosas habitaciones de hotel que te añoran, demasiadas las sábanas desaprovechadas, demasiados los besos sin dar, demasiadas mesas de restaurante con flores y velas aromatizadas con llamas titilantes e inquietas que no recrean tu silueta.
Caminar por las sendas floreadas del Palacio de Verano sin darte la mano; subir al Hancock y que tú no estés para ver las miríadas de luminarias que se extienden hacia el lago Michigan; tomar una cerveza en la Früh, frente a la catedral de Colonia, en una tibia noche de verano, sin poder acariciar tu brazo; trastear entre los puestos de Covent Garden sin tomarte de la cintura; avanzar por el jardín de azaleas y lotos hacia el mármol blanco del Taj Mahal sin ser capaz de mirar la expresión de asombro dibujada en tu cara; detenerse frente a un Renoir del Louvre sin que me leas lo que la guía de mano dice sobre la pintura; escuchar el ronroneo de la bahía de Cádiz y el suspiro de una guitarra lejana sin que apoyes tu cabeza en mi hombro; cenar pescado bajo el cenador del Oaxen mientras el atardecer pinta de oro y rosas el Báltico, sin poder mirar lo ojos que amo. Tus ojos.
Me he cansado del viaje solitario, de los aviones, de los hoteles y de tu ausencia. El mundo agota cuando me aleja de tus besos y de tu sonrisa.
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