12/6/11

La carta



Algunas semanas después de la muerte de mi hermana Norma, decidimos vender la casa. Ella, solterona empedernida a la que nunca conocimos pareja, mujer independiente, viajera a lo ancho de todo el mundo, tía generosa con sus sobrinas y lectora ávida de novelas, así nos lo había recomendado en su testamento. Nos lo dejaba todo y proponía que vendiésemos la casa de Stanford Avenue y nos repartiéramos el dinero. El resto de la familia me encomendó a mí la ingrata tarea con la fácil excusa de que para eso trabajaba como administrativa financiera en una empresa inmobiliaria.


La finca no era grande pero estaba bien cuidada y fue sencillo hallar un par de compradores interesados. Aún cuando la situación económica no era la mejor y la crisis no había remitido, logré pactar un precio interesante y cerré el trato rápidamente. Convení con el nuevo propietario que le cedería el mobiliario y que podría hacerse con la propiedad en unos pocos días pero me concedió el fin de semana para que me pasara por la casa y recogiera aquellos objetos personales de mi hermana que yo tuviera interés en conservar.

El viernes por la mañana el cielo estaba azul brillante y los anuncios del Weather Channel sobre fuertes tormentas al atardecer parecían ser otro más de los fallos a los que los meteorólogos nos tienen acostumbrados. Introduje tres o cuatro grandes cajas de cartón en el portamaletas, bebí un café bien cargado, mordisqueé sin ganas una tostada con mermelada, dejé una nota para Mike diciéndole que regresaría por la noche y conduje hasta la casa de mi hermana.

Al llegar, tuve el instinto de golpear el picatoste porque todo parecía indicar que ella aún vivía. La atmósfera se había detenido como si confiara en que regresara del hospital en cualquier momento. Las flores de las macetas permanecían frescas gracias a la llovizna persistente de la semana anterior, las contraventanas estaban plegadas con cuidado y la ardilla que tanto desesperaba a Norma correteaba junto al roble del que colgaba la casita de pájaros aún repleta de alpiste. Si no hubiera sido porque la chimenea permanecía muda, sin ese humo azulado que producía el horno en el que ella preparaba sus deliciosos pastelitos de crema, hubiese pensado que mi hermana iba a aparecer en el umbral del portón, sonriente, limpiándose las manos en el delantal mientras me guiñaba el ojo para que pasara.

Abrí la puerta despacio, en parte porque la llave se empeñó en no girar y, en parte, porque el estómago se me achicó al comprender que Norma nunca más me daría la bienvenida en aquella morada. El hall estaba limpio y ordenado, como siempre. Sobre el recibidor las fotos de todos los sobrinos y un ramito de siemprevivas azuladas junto al teléfono. En la pared, una fotografía de familia enmarcada, de aquella ocasión en que nos reunimos en Nueva York para celebrar su cincuenta cumpleaños. Me miré un segundo antes de verme reflejada en el espejo para comprobar que yo misma me iba acercando a ese futuro que mi hermana ya había alcanzado. Recorrí las habitaciones con cierta reverencia, como si esperara que tras alguna esquina ella se apareciera. Yo, la tan cerebral y racional hermana, pensando en espíritus. Seguro que Norma se hubiera reído a carcajadas.

Terminé la inspección ocular con el corazón acongojado pero me sobrepuse. Había venido para llevarme esas cosas pequeñas que no tienen valor monetario pero que disparan una catarata de emociones cuando se tocan suavemente con los dedos. Saqué las cajas del coche y las coloqué en la entrada. Descolgué el cuadro de familia, lo envolví en varias capas de periódico y lo introduje en una de ellas. También las flores. Aún tenían aroma. De la cocina, tomé la bandeja con hoyuelos donde Norma cocía los pastelitos. Algún día intentaría yo también cocinarlos aunque estaba segura que no me saldrían tan sabrosos como los de ella. Con algunas fotos más del salón, un montón de facturas, documentos y cartas familiares que guardaba en un cajón, un arca de madera con varios anillos y un colgante, un reloj que era herencia de nuestra madre y unas figuritas italianas que yo sabía que apreciaba llené la primera caja. La segunda se completó con el ajuar – perfectamente planchado- y algunos objetos de tocador que me hizo ilusión tener para mí. También cogí el costurero que siempre usaba, un gran candelabro que colocaba sobre la mesa en las cenas de navidad, un numeroso fajo de folletos de viaje y algunas otras pertenencias que en aquellos momentos me parecieron que necesitaban ser rescatadas. Dejé para el final, y a propósito, su recámara.

La luz de la mañana se coloreaba del color trigo de las cortinas y pincelaba destellos sobre las paredes. Olía a vainilla. La ventana estaba entornada y, en el alfeizar, reposaban un par de macetas con geranios rojos. La cama, Queen size, estaba sin sábanas. Se las habrían llevado junto a la enferma cuando los servicios de emergencia la hubieron de trasladar a la clínica. Sólo el edredón, granate con flores amarillas, la medio cubría. Revisé sus armarios. La mayoría estaban llenos de ropa que decidí llevarme, no para usarla sino para entregarla a alguna asociación benéfica. Estaba convencida que a Norma eso le hubiera gustado. Quizá yo conservaría el foulard beige y el pañuelo de seda. Recogí sus peines, las maletas y la mochila que la acompañaban en sus escapadas y cuatro o cinco bolsos que, al parecer, hacía tiempo que no usaba porque estaban rellenos de papel y envueltos en bolsas de gamuza. Sobre los estantes de la habitación, unas decenas de libros. Los cogí todos. Terminé con el despertador que reposaba sobre la mesilla, la pequeña lámpara de bronce y el libro que se encontraba sobre ella, seguramente el que estaba leyendo antes de que la hubieran de llevar al hospital con toda urgencia. Acaricié la portada, emocionándome al pensar que ese papel era lo último que Norma habría tocado. Era una novela de Teresa Medeiros y me sorprendió que mi hermana leyese historias romanticonas, ella que siempre se había mostrado ajena al amor, ella la mujer independiente y fuerte. O, al menos, así lo aseguraba siempre.

- Ya es suficiente esfuerzo quereros a todos vosotros- solía decir- No me quedan latidos para un novio. Además, ¿Qué hombre puede encapricharse de una mujer tan rarita como yo? Se agotaría a mi lado en tres días.

Abrí el libro y, entonces, me di cuenta que, entre sus páginas, había una carta manuscrita, sin sobre, con sus hojas dobladas cuidadosamente. Me senté en el borde de la cama y la desdoblé. Empecé por el final. Es algo a lo que no puedo resistirme. Siempre que leo algo empiezo por el final. Por eso me pierdo la sorpresa de las novelas, sé el desenlace de las películas que compro en DVD o leo antes los deportes que las noticias de cabecera en el periódico.

- Te adoro pero no puedes permanecer encadenada a mí. El espacio que necesitas para ser libre me coloca demasiado lejos de ti. Pedro.


Así terminaba la carta y el corazón me dio un vuelco. Yo soy de natural sensible, de imaginación rosita y aquella despedida tan dieciochesca se abrazó a mi curiosidad instintivamente. Pero es que, además, habíamos conocido siempre a Norma como una soltera recalcitrante, ajena al amor, militante contra lo que ella denominaba una pérdida de tiempo y de esfuerzo.

Dudé antes de continuar. Revisé con el tacto las cuartillas y constaté que estaban desgastadas del uso. Era una carta antigua y, al parecer, la había releído muchas veces, quizá antes de apagar la luz y dejarse llevar por el sueño. Miré la fecha en el encabezamiento. Mil novecientos setenta y dos. Yo tenía entonces veinte años y Norma treinta y cuatro. No era, pues, un amor de juventud sino uno maduro y sensato.

- Querida Norma, amada Norma, mujer extraordinaria de la que debo despedirme a mi pesar…


Era el inicio. La letra era elegante, cuidadosa en el trazo, probablemente escrita con pluma clásica, el interlineado preciso como si se hubiera redactado sobre las líneas de un cuaderno escolar. Mujer extraordinaria. Nunca había pensado en mi hermana como una mujer extraordinaria. Siempre había estado ahí, como una segunda madre, a la que los hermanos veíamos como un mujer un tanto extraña, poco convencional, amiga de sus amigas, que pasaba las vacaciones en el extranjero, que le gustaba salir los sábados a cenar, una señora divertida, desenfadada pero poco emocional. Creo que nunca había pensado en Norma como una mujer capaz de amar y de sentir pasión, menos aún como extraordinaria, como mujer con un cuerpo que otro cuerpo anhelara y adorase bajo unas sábanas, como una persona que hubiera sufrido por amor. Me turbé al comprobar lo poco que se conoce incluso a los más cercanos.


Querida Norma, amada Norma, mujer extraordinaria de la que debo despedirme a mi pesar. Te juro que sólo empezar esta carta me asusta. Me duele el estómago al hacerlo porque es mentira que el corazón sufra. La congoja se siente en el estómago, en ese nudo que se aferra con uñas que dañan las entrañas, que impiden comer, que hacen que uno se sienta mal por el día e insomne por la noche. Mi insomnio tiene nombre. Tiene tu nombre y se alimenta de este sin vivir porque no puedo hacerte feliz conmigo y no serás feliz sin mí. Yo sé ya que seré desgraciado sin ti pero lo sería también contigo.

¿Sabes? Ahora me vienen de golpe a la mente cientos de momentos que he pasado junto a tí. Será porque las memorias que tú has labrado en mi cerebro se revuelven inquitas ante la idea de que no habrá más recuerdos, de que quizá no te vea más o, si te veo, - qué horror sólo el imaginarlo- serás sólo una amiga. No puedo aceptar que seas mi amiga aunque siempre lo serás. No, sólo eso, no, porque debes ser mi cielo, mi razón de ser, mi todo, mi yo. Recuerdo el día que te conocí. En el Simbad Jazz, ¿te acuerdas? Estabas con tus amigas, en la mesa más cercana al pianista. A ratos, hablabais; otros reíais a carcajadas y, de tanto en cuanto, acompañabais con palmas y movimientos de cadera el swing de los dedos negros del intérprete. Había una atmósfera de humo plateado flotando en el ambiente. Tú tomabas una ginebra con tónica y me miraste distraídamente, al azar. Cómo te enamoraste de mí es aún una incógnita irresoluble. Te lo he dicho mil veces. Que me ames es uno de esos milagros que pasan una vez y que es mejor no intentar comprender. Por mí, ya lo sabes, estaríamos siempre juntos, de la mano, abrazados cada noche, cada día, cada hora, cada comida, cada cena. Debes considerarlo normal, humano. Cuando a uno le toca la lotería es muy difícil devolver el premio, separarse de él. Los hombres se encadenan a los dioses pero entiendo que estos se aburran de los pelmazos que los adoran a todas horas. Y tú eres mi diosa. Y yo soy tu pelma. Recuerdo el primer día que te amé en la cama de un hotel. No dormimos en toda la noche. ¡Tenía tanta necesidad de explorar tu piel, tu cuerpo, las ondas de tu vientre, los colores de tu cabello, el escalofrío de tu cuello! Todas las noches que te he abrazado se presentan ahora ante mí, todas las llamadas de teléfono, todos tus susurros, tus caricias, tus besos, tus miradas, tus ausencias, tus presencias. Mi pasado antes de ti se ha difuminado en una nada que me hace creer que yo no era antes de ti. Soy contigo lo que has forjado en mí y nada más existe. Eso será malo, seguro. Tú lo sabes. No quiero esto para ti. Tú defiendes lo que eres. Quieres amar desde lo que eres, no transfigúrate en nadie. Quieres ser feliz apoyada en tu ser, en tu vida, en tu pensamiento, en tu libertad, en tu albedrío, en tu alegría, en tu pasado. Así debe ser. O así, o de ninguna manera. Porque, por mucho que te amen, uno es uno mismo. No es cierto eso de que dos almas se funden en un camino común. Sólo hay vidas que se rozan fugazmente en el trayecto, que se imbrican por instantes, que al rozarse brevemente crean chispas de ilusión y sensibilidad… pero son eso, momentos. Luego, los caminos se bifurcan. Así debe ser. No puedes estar encerrrada en lugar alguno, siquiera en el de los sentimientos. Amarrarse es encadenarse. Y yo no quiero hacerte eso.

Lo has dejado claro. Extrañamente claro sin decir palabra alguna. No hace falta que lo digas. Te conozco bien. Me amas, pero amas más tu libertad, tu espacio, tu forma de ser y de hacer, tu búsqueda de la felicidad que no tiene que estar atada a mí. Lo entiendo, aunque no me lo digas. Eso es lo peor, que lo entiendo, que en el fondo me gustaría ser como tú. Yo me he rendido ante ti hasta el punto de que te asfixio. Y eso no lo deseo, vida mía. Porque te amo, precisamente por ello. Si yo persistiera, si insistiera, quizá te convencería para atarte a mí. Y te arruinaría y me arruinaría. Me siento incapaz de ser feliz sin ti pero moriría si te hago infeliz al atosigarte. No has dicho nada pero sé que debo irme, alejarme, dejar que tu camino continúe.

Te adoro pero no puedes permanecer encadenada a mí. El espacio que necesitas para ser libre me coloca demasiado lejos de ti. Pedro.



Estuve un largo rato con la carta en mis manos, la mirada en algún punto del cielo que se colaba por la ventana y que se iba tornando plomizo. Podría decir que estuve pensando en lo que había leído, recapacitando, meditando. Sería mentira. No pensaba, sólo sentía. Quizá yo también debiera hablar con Mike. Quizá Norma me estaba hablando tras marcharse.

Una ráfaga de viento impetuosa hizo que la contraventana golpeteara con fuerza el marco de la cornisa. Al cabo, el parte de la televisión había sido certero. La tormenta se avecinaba poderosa. Me asomé a la ventana y el fuerte aire agitó mis cabellos y golpeó mi rostro. En un gesto instintivo, intenté cerrarla sin darme cuenta que aún tenía los folios de la carta en mi mano. Otro golpe de viento, sorpresivamente, me arrebató los papeles que volaron con celeridad hacia lo alto perdiéndose entre las nubes que ya goteaban.

- Quieres la carta para ti, ¿verdad, hermana? Tómala. Ahí va.– pensé, ingenuamente.

Logré introducir las cajas en el coche justo antes de que un diluvio se desplomara sobre la ciudad.











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