Como tenía tiempo, decidió detenerse en la zona de descanso de la autopista para recargar combustible y para comer algo. Era un día caluroso, de esos de principios del estío con el sol del mediodía cayendo sin contemplaciones sobre los campos de la meseta. En las frondas de los árboles que rodeaban el área se amontonaban miles de pajarillos que piaban chillones hasta hacerse oír más que los motores de los automóviles que cruzaban a toda velocidad.
- 50 euros y el depósito sólo lleno en tres cuartos – pensó- a este paso, no vamos a poder viajar ni a la vuelta de la esquina.
Encontró un lugar bajo la tejavana, a la sombra. Precavido, dejó unas reducidas rendijas en las ventanillas para que el aire pudiera correr y la temperatura del interior no subiera demasiado. Tenía un buen coche. Un Volvo 790, gris metalizado, del que estaba muy orgulloso y al que cuidaba con mucho celo. Un coche seguro, que no consumía en exceso y que era cómodo para viajes largos. Cerró y subió al restaurante. Estaba bastante lleno. Un grupo de chicos americanos a los que un autobús esperaba en el aparcamiento. Todos en chancletas y ropa deportiva. Un par de profesores, ambos calvos y regordetes, intentaban que sus conversaciones no fueran especialmente ruidosas.
Pidió el menú del día. Unos canelones y una pechuga de pollo que la camarera le vistió con unas verduritas y un poco de puré de patata. Compró una botella de agua fría y tomó dos panecillos. Comió a gusto. Llevaba toda la mañana circulando y apenas había desayunado. Estaba hambriento y aquel almuerzo no estaba mal. Le prestaron un periódico que hojeó desganado y, hacia las tres, decidió reemprender la ruta. Bajó y, como había previsto, el coche no se había calentado mucho gracias a la corriente. Puso en marcha el aire acondicionado y arrancó.
Había comido demasiado. Lo notó enseguida cuando, entre el resol que penetraba por el parabrisas y la pesadez de estómago, comenzó a entrarle una modorra que hacía que se le cerraran los ojos. Pensó que sería momentáneo, que se le pasaría en un par de minutos y abrió la ventanilla para espabilarse pero una vaharada de calor penetró en el auto. Cerró y volvió a sentir que los ojos se le cerraban. En otros tiempos, cuando era joven, hubiera resistido el sueño y hubiese continuado la ruta pero hacía unos cuatro años casi colisionado contra la mediana por hacerlo y, desde entonces, sabía que era mejor detenerse, echar una cabezada de diez minutos y continuar fresco. Sentía que las ganas de dormir le vencían pero no encontraba una zona de descanso y en medio de la autopista no podía pararse. Disminuyó la velocidad y volvió a abrir la ventanilla. Puso la radio a todo volumen. ¿Dónde había un desvió para detenerse? Joder, qué sueño tenía. Era consciente del peligro y en un par de instantes notó que los ojos se le cerraban pero reaccionó. Por fin, un par de minutos después, un cartel anunció que a un kilómetro podía parar. Respiró aliviado. Medio minuto después aparcó bajo un cedro, echó el freno de mano, dejó el motor en marcha para que el aire siguiese funcionando y se durmió casi instantáneamente.
Despertó sobresaltado. Miró el reloj y constató que había debido dormir por casi veinte minutos. Se frotó los ojos y se reacomodó en al asiento. La luz del día había cambiado, ya no era tan plana, tan brillante, como si se estuviese nublando. No vio nubes pero pensó que pronto habría tormenta. Algo normal en la época por otro lado Estaba un poco aturdido, como cuando uno duerme pesadamente una siesta a destiempo.
Arrancó y enseguida volvió a tomar el control de la situación y aceleró hasta los 140 por hora. Sí, más que lo permitido pero sabía dónde estaban los radares fijos y permanecía atento a cualquier coche aparcado en la cuneta que pudiera ser uno móvil.
Un rato después, no más de veinte minutos, se quedó sorprendido. Un gran cartel azul señalaba que su destino estaba a cien kilómetros. ¿Ya? El restaurante de la autopista estaba a doscientos y en media hora no podía haber recorrido tanta distancia. Instintivamente, miró el cinemómetro. Quizá había pisado más de la cuenta sin darse cuenta. Pero no. Continuaba a ciento cuarenta y el control de velocidad mantenía correctamente el ritmo. Se extrañó. Cierto que había parado a dormir después de haber comido, quizá había recorrido muchas decenas de kilómetros hasta encontrar el aparcamiento de descanso. Pero no lo recordaba. Debía haber conducido tan despistadamente, o medio dormido, que había perdido la noción de la distancia. Curiosamente, su primer miedo no fue el que podía haber sufrido un accidente sino el que se hubiera saltado algún radar y le llegara un recibito por correo. Tendría que decir a su mujer que no recogiera ninguna carta certificada aunque había oído que eso ya no servía, que te las pasaban hasta por SMS.
Cualquiera que fuese la razón por la que se había despistado, lo cierto es que estaba mucho más cerca de lo que pensaba y se alegró porque llegaría pronto y podría darse un baño tranquilo antes de la reunión.
Pero la alegría se le truncó un minuto después. Un coche de la policía con las luces azules destellantes estaba parado un poco más allá y un agente hacía gestos con las manos para que el tráfico redujese su velocidad. Unos carteles anunciaban que más adelante, a unos tres kilómetros, había ocurrido un accidente. Enseguida llegó al final del atasco. Conectó los cuatro intermitentes para avisar a los de atrás y fue parando hasta quedar detrás de una enorme fila que, en lo que podía ver, se extendía varios kilómetros por delante de él por la autopista.
Todo el tiempo ganado, lo perdió en el atasco. Avanzaban unos metros y volvían a pararse. A veces, se cambió de carril porque ya se sabe que, en un atasco, siempre parece que es el otro carril el que va más rápido. Pero no era cierto. Una hora después, empezaba a cansarse y a preguntarse si llegaría a tiempo al meeting. Desde luego, el baño pausado y relajante estaba ya olvidado.
Casi media hora después, hubo de pasarse al carril de la derecha. El tipo de atrás le tocó la bocina pero no había más remedio. Al parecer, habían abierto un carril. Al fondo, podía ver luces rojas de ambulancias. Debía haber sido un accidente grave. Poco a poco, fue acercándose al lugar de los hechos. Unos cientos de metros antes vio piezas desperdigadas por los carriles que permanecían cortados. Seguramente el accidentado había perdido el control y se había deslizado a gran velocidad durante mucho espacio, chocando y posiblemente girando sobre sí mismo. Mala cosa. De hecho, ya podía ver el amasijo de hierros al fondo. Humeaban y los bomberos aún estaban trabajando en apagar alguna cosa. Parte del capó estaba tirado sobre la cuneta. Se le habría soltado en alguno de los choques previos. Sintió una sensación desagradable cuando se percató de que las piezas eran gris plateado como su propio automóvil. Y, aunque dado el estado de las piezas, no podría asegurarse, podría jurar que eran de un Volvo. Avanzaba muy despacio, en medio de la larga fila, y abrió la ventana para fijarse mejor. Sí, definitivamente, era un volvo y estaba convencido que del mismo modelo que su vehículo. Estas cosas siempre inquietan y se sintió nervioso. Él pensaba que esto sólo les ocurría a los coches pequeños. Le tocó volver a parar justo al lado de dos operarios que limpiaban la calzada y esparcían arena sobre los restos de aceite.
- Se ha dormido el tío. – comentaban entre ellos- Ha dado cien mil vueltas. La Guardia Civil ha ido ahora a avisar a su familia. Vaya marrón.
Sintió que se le nublaba la vista, que se dormía, que no podía mantener los ojos abiertos y que su coche comenzaba a girar. Pegó un volantazo pensando que cómo era posible que el coche pudiera moverse así circulando a la velocidad de una tortuga. Se vio en el aire, dando cabezazos contra las paredes y el techo, notó que la sangre se le escapaba del pecho, sintió un fuerte dolor en el estómago y atinó a observar cómo su coche iba a caer exactamente sobre los restos que los bomberos trataban de apagar. Recordó brevemente que estaba buscando una zona de descanso para echar una cabezada. Un segundo después, se fundió con aquellos desechos y un abismo negro lo engulló.
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