Rodolfo se percató de que el golpe había sido fatal cuando notó que, a pesar de la violencia del impacto del accidente, no le dolía nada en su cuerpo. Mala cosa, pensó. O me he partido el espinazo o me he muerto. Era lo segundo.
Él siempre había sido muy escéptico respecto al más allá y poco dado a curas, de modo que no se asustó de lo que le rodeaba. Más por falta de referencias que por otra cosa. Sí, quizá se sorprendió de que todo resultara tan familiar, tan mundano, tan terrestre, tan poco Armagedón, pero aparte de eso lo tomó con calma. Otras personas más religiosas que llegaban simultáneamente al lugar sí mostraban recelo, angustia o sorpresa. Eran aquellos que esperaban ángeles, música de arpa y celesta, un San Pedro recepcionista y esa luz potente y divina que algunos cuentan que se ve al pasar la frontera. Así que, al encontrarse con una sala más bien cutre, de sillas de plástico y skai, mucho más parecida a las salas de deportación de cualquier aeropuerto que al paraíso, un par de tipos barbudos trajinando formularios de aquí para allá e incluso algún que otro grafiti en las paredes – por aquí pasó uno de Cuenca, 6-XII-59, pero pude regresar- aquellos seres creían haber llegado a las puertas del infierno sin siquiera juicio final.
Miró en derredor. Había una pareja de viejecitos sentados a la derecha. Se daban la mano y ella cabeceaba de sueño. Al otro lado, un hombre trajeado, con corbata de paramecio y zapatos de ante, silbaba distraído. Le hizo un ligero gesto con la cabeza a modo de saludo. Cerca de la puerta, una mujer de mediana edad pero de piel muy arrugada, melena teñida y uñas cuidadas con manicura semanal, leía un folleto distraída. En la esquina que daba a una ventana por la que sólo podían verse nubes blancas y algodonosas, dos tipos se removían inquietos sobre sus sillas, mirando incrédulos lo que les rodeaba. Uno de ellos golpeteaba el reloj intentando que recuperara su marcha sin darse cuenta de que, en aquel lugar, el tiempo debía estar detenido.
Rodolfo se sentó cerca del tipo encorbatado.
- Buenas tardes, espero no molestarle, no sé muy bien dónde me encuentro. El jet lag, quizá- quiso parecer simpático pero el chiste era tan malo que el otro ni sonrió.
- ¿Recién llegado?
- Sí, así es. Aunque, a decir verdad y serle sincero, no tengo ni idea de dónde me encuentro. Esto, en cualquier caso, no parece ser un hospital, de modo que…
- ¿No lo sabe?
- Bueno, sospecho lo peor. Recuerdo mi coche volteando en el aire y…. sé que puedo parecerle un loco pero ¿estamos muertos? – vaciló al preguntarlo.
- No, aún no – contestó el hombre.
- ¿No?, ¡vaya, pues me alegro! – Rodolfo sintió un alegrón. Se daba ya por finado y de pronto recobró la esperanza de que aquello sí fuera una clínica después de todo.
- Esto, según tengo entendido, es la sala de reencarnaciones- completó el encorbatado.
Rodolfo no pudo reprimir la risa. Al escuchar aquellas palabras sintió primero incredulidad pero un par de segundos después se le aflojaron los músculos de la cara y se echó a reír de buena gana.
- Discúlpeme- dijo entre carcajada y carcajada- no quiero parecerle descortés pero tiene usted muy buen humor para estar perdido en paradero desconocido como yo mismo lo estoy.
El hombre, sin atisbo de emoción, ni para bien ni para mal, le miró largo rato y simplemente se reafirmó.
- No es ninguna broma. Está usted en la sala de reencarnación. Ahora, los de ahí dentro, estarán estudiando si debe usted regresar a la tierra o si bien se da por terminado su periplo por el mundo.
- Vaya, un chiflado. A ver si esto es un manicomio- pensó Rodolfo, mientras observaba que las otras personas presentes se les acercaban al verlo reír sonoramente.
- ¿De qué se ríe, muchacho?- le pregunto la anciana que ya no parecía adormilada- El caballero le está diciendo la verdad. Esta es la sala de reencarnaciones.
- ¿Creen ustedes que nos devolverán ahí abajo?- preguntó uno de los individuos inquietos- ¿No tendrán un cigarrillo, verdad?
- Yo aún tengo muchos asuntos que resolver. Desafortunadamente, no me dio tiempo a aclarar todos los malentendidos… Recarte, Macario Recarte- dijo el otro, mientras le tendía la mano para presentarse.
Definitivamente, estaba entre locos. Rodolfo se levantó- ya no se reía- y aporreó la única puerta que había pero, para su sorpresa, sus golpes no hicieron ruido, como si la madera estuviera acolchada o como si no hubiera aire que transmitiera el sonido.
- No se moleste en pedir audiencia, amigo- dijo el anciano- aquí las prisas no son buenas compañeras. Los de dentro tienen que estudiar nuestros expedientes, ver si tenemos que reencarnarnos o no.
- ¿De qué hablan? ¿Están ustedes locos? – Rodolfo alzó la voz. Estaba empezando a inquietarse de veras. Una cosa era palmarla, otra era entrar en una pesadilla. Repasó mentalmente con avidez todas las posibilidades. Quizá estaba soñando pero al pellizcarse no sintió nada. O quizá le habían inyectado alguna droga los médicos y estaba viendo alucinaciones. Había oído cosas así, de gente que ve visiones y cree que son tan reales como las facturas del banco.
- Tranquilícese- dijo la otra mujer que hasta entonces había permanecido callada.- Mi nombre es Amparo y puedo asegurarle que esta es la sala de reencarnaciones. A mí ya me han hecho el examen y estoy esperando que me devuelvan enseguida. Al año setenta y dos, sabe usted, eso es lo que me toca.
- ¡Ah! ¡Es que hay un sorteo para ver si regresas como hipopótamo o como hippie de los sesenta! – dijo con una ironía tan agría como el vinagre.
- No se burle- dijo una voz- el accidente le debe haber aturdido. Cálmese.
- ¡No quiero calmarme, estoy calmado!- aquellas palabras tuvieron el efecto contrario al deseado por los presentes y soliviantaron aún más a Rodolfo
- Creo que alguien va a tener que explicarle de qué va esto- musitó la anciana y los demás asintieron.
- Siéntese aquí, por favor, y deje de hacer tonterías- le ordenó con tono de pocos amigos el tipo de la corbata. Se veía que estaba acostumbrado a mandar y que no admitía muchas discusiones.
- A ver, ¿quién le explica a este inculto lo que está ocurriendo? – la señora miró a todos como si fuera a seleccionar al maestro improvisado que se precisaba.
- Yo mismo lo haré- contestó Recarte- al menos, así me tranquilizaré un poco.
Rodolfo se sentó, apoyó su cabeza contra la pared, como si estuviese agotado, y se dispuso a escuchar toda aquella sarta de sandeces que a buen seguro le iban a contar los locos que poblaban el cuarto.
- Verá, amigo… Rodolfo, ha dicho que se llama, ¿verdad?... esto, como ya le hemos dicho, es la sala de reencarnaciones y todo el que muere va a parar aquí para que revisen su caso.
- A mí ya me lo han revisado y vuelvo al setenta y dos- volvió a decir, con una ilusión infantil, Amparo.
- Calle, mujer, que así no terminaremos nunca y en cualquier momento pueden salir los de dentro con noticias- indicó el viejo.
- Pues bien- prosiguió el narrador-, el hecho es que la reencarnación existe y existe nada más y nada menos para que podamos completar una vida feliz o, al menos, desarrollada como la deseamos de verdad.
- Sí, y yo soy el Rey Melchor- musitó Rodolfo.
- ¿Qué tal le ha ido en la vida, Rodolfo? ¿Ha hecho usted mal a alguien? ¿Ha sido feliz?
La pregunta le sorprendió. A fin de cuentas, si aquello era el cielo, el limbo, la antesala del infierno o la madre que la parió, aquella era una muy buena pregunta. Se supone que si has sido bueno vas arriba y si has sido malvado, te quemas el culo en las llamas. Se sorprendió y se quedó pensativo. A decir verdad, había sido feliz y, hasta donde recordaba, no tenía enemigos. No había sido un hombre brillante en la vida, o sea no se había hecho millonario ni había sido dirigente de nada, pero había tenido muchos amigos y la gente le apreciaba porque era un tipo dispuesto a ayudar, que compartía las alegrías y consolaba en las penas. Se había casado felizmente y siempre había sido fiel, hasta de pensamiento. Nunca había robado ni se había peleado si se exceptúa alguna pelea de chiquillo. No tenía deudas ni con los bancos, ni con las personas, ni con la ley si pasaba por alto un asuntillo de unos pocos euros con la DGT por un aparcamiento indebido. Se dio cuenta de que, en vida, era un ser afortunado, amado y amante, feliz, amigo de sus amigos, apreciado.
- Pues creo que sí, que he sido muy feliz. Y hasta donde recuerdo, no tengo enemigos- contestó con voz queda.
- Malo, malo, mala cosa – murmuraron varios de los presentes.
Rodolfo se quedó atónito. Si todo aquello le era inverosímil, el que el no tener deudas pendientes en el mundo ni maldades a la espalda fuera malo, resultaba la antítesis de todas las religiones.
- ¿Cómo, malo? – preguntó Rodolfo.
- Verá. La cosa es un poco más compleja de lo que nos cuentan ahí abajo.
- ¿Y cómo es, sabelotodo?
- Respeto, por favor, le pido respeto. Si no, se queda sin explicación.
- Lo siento muchísimo- se lamentó Rodolfo de todo corazón de haber perdido el temple-, de verdad le ruego que me disculpe. Ha de entender que estoy confundido y nervioso.
- No se preocupe- le palmeó el hombro con afecto- es comprensible. Pero, ahora, por favor, déjeme que le explique.
- Le prometo no importunarle más- prometió Rodolfo.
- La vida y la muerte dan una oportunidad. Esto, si lo piensa usted bien, es natural. Imagine una persona que ha cometido mil maldades, un ladrón, un asesino. Cuando nació no era así. Fue un bebé tierno como los demás, un niño que amaba a su madre, que deseaba sus caricias, que miraba con ojos ingenuos el mundo, que reía con los juegos y con la vida. Quizá, incluso, llegó a ser un adolescente dichoso, disfrutó de un primer amor, deseó morir por una mujer, fue feliz en un abrazo… pero en algún momento de su vida, eso se torció. Quién sabe por qué. Una reyerta a destiempo, un odio pasajero que le inundó la mente, un amor traicionado, un vicio no controlado, una mala influencia, quién sabe. El caso es que, a partir de entonces, ese ser ya no fue el que era, ya transitó por los malos parajes del mundo. O bien, puede acaecer un accidente que nos trunca una buena obra, un proyecto o un encuentro afortunado. O, imagine una persona noble, de trayectoria intachable que, en un momento dado, por azar o a conciencia, tanto da, hizo el mal a otro ser. Quizá le robó, o le mató, o perpetró libelo en su contra, o simplemente le envidió secretamente. Quizá le pillaron o quizá no, pero en cualquier caso, esa mujer o ese hombre ya no fueron los mismos. ¿Me sigue Rodolfo?
- Sí, le sigo, aunque no sé muy bien a qué viene todo esto.
- Lo importante es que, en toda vida, hay un momento que – por la razón que sea- lo tuerce todo, que nos hace tomar un camino que no deseamos pero que el destino nos obliga a tomar. Y, luego, a partir de ahí, todo discurre casi automáticamente. Hay pocos héroes, pocos santos que son capaces de revertir la situación. Una vez que la fatalidad nos sitúa en una vía, la seguimos. El mercenario seguirá matando; el indigente al que un mafioso le da dinero para matar a otro, seguirá; el hombre casado que se enamora de otra ya no podrá arrancarse ese amor; el que pierde su patrimonio debe pelear por su subsistencia en la calle; el que envidia, envidiará siempre… en toda vida hay un momento crítico en el que por azar la mayoría de las veces se toma un camino u otro, incluso sin darse uno cuenta. Un amigo que hacemos que, en aquel momento, nos parece sensacional pero que, pasado el tiempo, nos arrastra a la miseria. Un empleo que tomamos porque no hay otra cosa pero que, años después, ha resultado ser la cadena que nos ata a la infelicidad; un amor que parece brillante pero que nos dañará el alma en el futuro. Lo penoso es que no podemos saber cuál es ese momento, no tenemos la inteligencia suficiente para darnos cuenta de las ramificaciones que tiene cada decisión. Simplemente, tomamos la que mejor nos parece o la que el azar no ofrece sin poder saber a qué nos obligará eso en el futuro. Es como mover el peón en la primera jugada de una partida de ajedrez sin que nos sea posible qué pasará en el movimiento cuadragésimo.
- Yo, en el setenta y dos, mandé a hacer puñetas a Mario, el hombre que me hubiera hecho feliz- dijo Amparo, con tristeza- Le dije que no era suficiente para mí. Me he arrepentido tantos años de eso. Pero ahora tengo la oportunidad de arreglar el error.
- Se da cuenta Rodolfo- continuó Recarte- si la muerte fuera definitiva, todos los errores serían irreparables. El camino seguido sería imborrable. La vida estaría sólo marcada por los errores que hubiéramos cometido. Algo injusto, ¿no le parece? Esa visión tan terrible de que alguien se condene para toda la eternidad porque un día, por mala suerte, por una debilidad momentánea, cometió un error. Muy injusto. Mucho. Pero afortunadamente, el universo es distinto.
Rodolfo seguía a duras penas el razonamiento. La cabeza le daba vueltas y se movía inquieto en la silla. Por la ventana seguían cruzando nubes y más nubes. Sólo nubes.
- Para abreviar, el caso es que cuando morimos, todos llegamos aquí, a la sala de reencarnaciones. Esto no es el cielo. De allá no se vuelve. Y el infierno, como usted ya empezará a sospechar, no lo hay. Cuando aparecemos por aquí, nos dan la oportunidad de revisar nuestra vida, de comprender en qué punto tomamos la mala decisión, la que si hubiese sido de otro modo, nos hubiera conducido a una vida totalmente distinta. Ahí tiene, por ejemplo, a Amparo. Hasta el setenta y dos ella cree haber tenido la vida que deseaba, mejor o peor, pero la que deseaba. Mas en dicho año dio la espalda a un amor que cree que la hubiera hecho más feliz y mejor. Y ha elegido retornar justo a ese punto. Está a punto de volver a bajar, como si nunca hubiese estado aquí. Los de abajo no notarán nada. Ella escogerá vivir con el hombre que amaba, y la historia que sucedió por no hacerlo así se borrará, desaparecerá del mundo y de las memorias, será sustituida por la nueva trayectoria de su vida, junto a su hombre. Si acaso, en el futuro, vuelve a tomar una mala decisión, cuando nuevamente muera, volverá a tener la oportunidad de regresar a ese punto. Y así, una y otra vez, hasta que toda la vida de uno le sea satisfactoria, hasta que de verdad uno ya no tenga necesidad de volver porque ha recorrido lo que deseaba recorrer.
- Nosotros hemos pedido retornar al treinta y cuatro- dijo el anciano- porque fue entonces cuando acepté un trabajo en la ciudad. Nos fue mal, sabe usted, y las privaciones fueron todas. Siempre hemos estado convencidos de que deberíamos habernos quedado en el pueblo.
- Y yo quiero regresar al noventa y nueve- dijo el hombre que acompañaba a Recarte-. Aquel año me apropié de un par de millones de mi empresa. Nunca me cogieron pero esos billetes me queman aún hoy.
- Y yo- afirmó Recarte- quiero volver al ochenta y uno. Yo conducía y mi hermana iba en el asiento de al lado. Tres gin tonics, no le digo más. No vi venir el camión, le juro que no lo vi…- calló y se apartó con un nudo en la garganta que le impidió continuar.
Rodolfo comenzaba a encajar las piezas del rompecabezas y aunque todo aquello le seguía pareciendo absurdo, una lucecita en el fondo de su mente le hacía señas de que tenía su sentido.
- Claro que si usted ha sido totalmente feliz y no recuerda nada que quisiera cambiar…. – razonó para sí misma, Amparo.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Rodolfo. Había entendido a la perfección la frase. Si no tenía nada de qué arrepentirse, nada que cambiar, nada que recomponer, su reencarnación no tendría sentido.
Se abrió la puerta y un ser que parecía cualquier cosa menos un ángel, salió con un papel entre sus manos.
- Atención, señores. Presten atención, por favor.
Todos se callaron
- Juan Egisto y Marta Morcadas, regresan al treinta y cuatro. Macario Recarte, al ochenta y uno. Amparo Sala al setenta y dos, Juanjo Pedralbes al noventa y nueve. Pedro Eclestone al setenta y tres. Salen en dos minutos. Buena suerte.
En un instante, todos abandonaron a Rodolfo entre muestras de gran excitación. Una luz difusa, azulada, como de película de ciencia ficción, penetró por el ventanal, envolvió el recinto y Rodolfo se vio solo junto al tipo del papel en la mano.
- ¿Y yo?- preguntó asustado-¿Vuelvo a la tierra?
- ¿Alguna fecha que recuerde? ¿Algún hecho que hubiera deseado evitar?- inquirió, sin emoción alguna en la voz, el funcionario.
Rodolfo no supo qué contestar y la luz se difuminó lentamente. Se sentó en la silla, cabizbajo, intentando recordar, pero había sido asquerosamente feliz.
- Hay que joderse- pensó para sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario