Desde que no dejan fumar en los bares, ya no es lo mismo. Quedarse hasta las tantas no tiene la magia que antes nos unía. Ni siquiera nos conocíamos entre nosotros, a lo mucho el careto nos era familiar de habernos visto- siempre en silencio- acodados sobre la barra, agarrando con fuerza el vaso de ginebra, no fuera que se escapara, pero a pesar de ello nos considerábamos amigos. El humillo azulado que flotaba denso, como niebla de película de miedo, dibujando hebras onduladas hacía que todos oliésemos igual, que pareciéramos lo mismo, en realidad más de lo que éramos, perdedores de amores, trabajos o esperanzas, pero ya se sabe que en la semioscuridad todos los gatos son pardos y uno se hacía a la idea de que había aún oportunidades. Ahora ya no es lo mismo. Sin las volutas suspendidas se ven mejor las caras, el malestar del barman que quiere que ahuequemos el ala para echar la persiana, el gesto hosco del vecino, la mala leche del tipo al que le acaban de poner los cuernos, las canas del de enfrente e, incluso, en algunos bares con poco gusto, el reflejo de uno mismo en el espejo. Ahí sí que uno se da cuenta de lo que es, en ese maldito azogue que se ríe con descaro de los años, de los kilos, de las derrotas que acumulamos en la mirada y en la cara de gilipollas que nos ha pintado la vida que se ha ido. Entonces, uno baja la vista y la fija en el vaso, como si fuese el televisor de la sala. Quizá, ella estará tumbada en el sofá viendo los teleanuncios mientras bosteza, sin tener nada mejor que hacer en la cama. El camarero te ofrece entonces otra copa, mientras te pregunta socarrón
-¿Cómo es que puedes pasar tanto tiempo mirando al puñetero vaso?
- Porque no quiero regresar a casa todavía- contesto.
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