Petru está cansado cuando llega a casa. El autobús va siempre atrasado y atestado de gente, en un verano en que el calor no cede hasta bien entrada la noche. Hoy, además, no ha sido un día tranquilo. Parece que el patrón ha conseguido nuevos pedidos y en épocas de crisis ninguna orden puede rechazarse aunque, como en este caso, los plazos sean imposibles. Las piezas deben estar acabadas para final de mes, una locura. Tendrán que trabajar a turnos de doce horas durante las próximas tres semanas. Hoy han empezado. Cuando salió de casa por la mañana confiaba en estar cenando para las ocho pero son las diez y media y aún está caminando de la parada del bus a su apartamento. La cena estará fría y a él eso le molesta. Aunque, cuando lo piensa, el hambre se le pasó hace horas. Lo que ahora ansía es un buen vaso de agua fría. Confía en que no habrá cortes de agua como la semana pasada.
Petru es rumano y trabaja como tornero en una fábrica metalmecánica. Se considera afortunado porque hace años ya solucionó lo de sus papeles. No como Traian que al pobre lo van a deportar cualquier día si la policía lo trinca en cualquier bar. Petru lleva ya quince años en España. Llegó cargado con cuatro grandes baúles y una tonelada de sueños, acompañado por Maria, su mujer, y por Ilie que, entonces, tenía sólo ocho años. Aún le recuerda con los ojos extremadamente abiertos, mirando con admiración los rascacielos y los coches que les parecían tan modernos y nuevos. Él le abrazaba y se inventaba historias sobre la casa y el coche que iban a comprar en cuanto encontrara trabajo, acerca de cómo invitarían a su familia a venirse, sobre todo al tío Razvan que, a buen seguro, traería regalos y unos quesos kashkaval que tanto le gustaban al pequeño. Sería bueno reencontrarse en España y hacer una fiesta en Septiembre, la Sambra Oilor cuando llegaban los pastores al pueblo y colocaban farolillos colgados de los árboles y había baile en la plaza. Aquellos cuentos acabaron hace tiempo. Le preocupa Ilie. Le preocupa mucho. Si al menos se hablaran más, como lo hacían cuando era chiquito.
A Petru le gusta su país, no ha renegado nunca de él y, aunque la precariedad de su tierra le hace vivir lejos de ella ahora, confía en regresar algún día y volver a beber una buena cerveza charlando con los amigos que allá quedaron, contándoles sus peripecias en la otra punta de Europa. Está convencido que le considerarán un héroe, que se admirarán del mundo que ha visto y de cuánto ha progresado en la vida. María también quiere regresar. No ha hecho amigas en España y el idioma aún se le resiste. Dice que prefiere su pueblo, que añora las tardes de brisa suave en las que el cielo jugaba a ser una acuarela difusa de rojos y amarillos, que le agobia la ciudad llena de coches, cláxones y transeúntes apresurados, que está harta de que la miren con recelo. Lo han hablado más de una vez en la cama, los domingos, cuando se hacen los remolones para levantarse y, simplemente, se miran de cerca y hablan bajito, no porque tengan que hacerlo sino porque no quieren romper la paz que les inunda. En esas mañanas, hacen planes de vuelta y calculan cuánto les costará el viaje y comprarse una pequeña casa, quizá aquella que estaba cercana a la ribera del río con un pequeño bosquecillo de tilos al sur. Quizá exista todavía. Entonces estaba en venta. ¿Tú crees que aún estará en pie?- pregunta María, y el responde que sí, que era fuerte y sólida, que les estará esperando. A veces, escuchan canciones de su patria y las lágrimas se les arremolinan en los ojos, lo mismo que cuando reciben carta de Calin, el hermano de María. Vaya escrito frustrado que es, piensa Petru. Cada vez que manda una carta llega en un sobre grande que apenas aguanta sin reventar el montón de hojas plegadas que van dentro. Les cuenta todo, con un detalle que les hace revivir sus tiempos más jóvenes y les hace añorar una vejez que desean pasar en el mismo lugar que su juventud.
Petru mira a lo alto mientras camina. No hay estrellas. La luz de la ciudad las esconde. En Rumanía, sí que las había. A él le gustaba mirarlas, conocía sus nombres e invitaba a María a observar cuando caían fugaces. Petru está cansado del trabajo, de lo tarde que es, de estar en pie frente a la máquina tantas horas, de sed, de estar desubicado en un mundo que no le quiere. Arrastra los pies cuando introduce la llave en la puerta de su apartamento. Huele a fritura. Se escucha el ronroneo de la televisión encendida en la sala. ¿Quién es?- oye desde su habitación. María se ha acostado ya. Soy yo- contesta- tuvimos que meter horas extras porque hay trabajo. Estoy molido. Y ella le dice que ella también pero que es bueno que haya trabajo, que haya faena, que mira todos esos que están en el paro, que mañana le contará más cosas porque está rendida, que tiene un plato con la cena sobre la mesa.
Ilie está sentado en el sofá de la sala, con un par de libros delante de él y un bolígrafo en la mano. Parece ensimismado en la tarea. Petru le saluda y el chico responde con una especie de graznido. Tengo mañana examen- le dice- y tengo que hacer aún cuatro problemas. Mordisquea el capuchón del bolígrafo mientras pasa las hojas del libro de tres en tres. ¿Has cenado, hijo?- pregunta- Petru. Sí, comí una hamburguesa en el McDonalds con Teresa- contesta el muchacho. Teresa es su novieta, o al menos es lo que él dice. Una chica rubia con unos piercings en el labio que a Petru le dan repelús. Son tan raros los chicos de aquí. Él no era así y no cree que sean así en Rumania, aunque ha oído que la capital está cambiando mucho. Petru va a la cocina y cena en silencio. No tiene ganas para calentarlo. Se lo come tal cual está. Está cansado pero no tiene sueño, como si el ritmo frenético del día necesitara diluirse poco a poco hasta permitirle descansar. La televisión está encendida y unos energúmenos se gritan entre ellos en la pantalla. No entiende cómo Ilie puede estudiar con aquel ruido. Lo cierto es que saca buenas notas, que no tiene queja. Pero a Petru lo que le gustaría ahora es conversar con su hijo, compartir el día, hacer planes de regreso a su país. Cuando se gradúe como ingeniero, seguro que será muy cotizado en Bucarest, que tendrá muchas oportunidades, quizá llegue a ser un hombre importante. Y él se sentiría tan orgulloso de su muchacho. Acabará la carrera el año que viene. Quizá sea ya el momento de pensar en el regreso a Rumanía. Tienen ahorros, no muchos, pero suficientes. Se sienta en el otro sillón, mirando alelado al show televisivo que le aburre y asquea.
- ¿Es difícil? – le pregunta a Ilie. Tiene acento extranjero en su español fluido- ¿De qué tienes el examen?
- Mates – refunfuña el otro- algo que no entiendes- y Petru siente una punzada de desprecio que pasa por alto porque los hijos ya se sabe cómo son.
- A ver si tienes suerte, hijo.- le dice cariñoso.
- La suerte hay que trabajársela. Déjame estudiar, anda- protesta el chico.
Hay unos tipos en la pantalla que se insultan mientras el presentador grita y unos mensajes de texto corren alocados de derecha a izquierda de la pantalla. Petru añora la noche del pueblo, el ric ric de los insectos, el rumor del río.
- El año que viene podríamos regresar a Rumania. ¿Qué te parece?- pregunta- con tu título podrías ser un hombre rico allá- le sonríe, buscando la complicidad de sus sueños.
Ilie levanta la vista por un instante dudando entre si su padre habla en serio o está bromeando. Decide en una décima de segundo que no va a hacer mucho caso a aquello y que tiene trabajo que completar.
- No digas chorradas, papá. Si ni sé hablar rumano. ¿Qué se me ha perdido a mí en tu país?
Petru se va a la cama. Mañana le esperan doce horas de trabajo a destajo. María ya duerme profundamente.
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