El libro electrónico digitalizado trata de crecer en el mar de libros impresos en papel. Con la excepción de los Estados Unidos, en donde el volumen de ventas comienza a ser significativo (aunque aún muy reducido en términos absolutos), en el resto de países, su incidencia es aún casi simbólica. La sociedad, en lo que se refiere a la lectura, se está dividiendo en dos grupos casi irreconciliables. Por un lado, los que defienden a capa y espada las nuevas tecnologías y su rápida adopción y, por otro, los que defienden el papel con argumentos que, a veces, son técnicos (y es que el libro de papel es un gran invento) y otra veces son subjetivos (el tacto, el olor, la aparente identificación del lector con el continente). Y, a la luz de las ventas, parece que son muchos más los que se alinean con el papel. ¿Por qué?
Primeramente, por un marketing falso. Personalmente, creo que el continente digital será predominante en el futuro, aunque sólo sea porque no habrá suficiente papel en un mundo de generación de contenidos exponencialmente acelerada. Pero, creyendo esto, lo que es cierto es que los lectores electrónicos y los contenidos digitales actuales dejan muchísimo que desear. Su presencia mediática se debe al ruido comercial y de marketing, no a sus valores técnicos o artísticos intrínsecos. Los defensores del libro electrónico muchas veces consiguen la reacción opuesta a la buscada. Alabar lo que no es tan alabable, cerrar los ojos a las deficiencias, aceptar pasos atrás en la calidad es pretender que el mercado en general, que el público, es estúpido, que no distingue lo bueno de lo malo, es pretender que las personas comulguen con ruedas de molino, cosa que suele traer casi siempre la reacción airada de los comulgantes.
El factor fundamental por el que los libros digitalizados crecen es, querámoslo o no, dorémoslo o no, el precio. Son baratos, y es precisamente en EEUU donde la política de precios es y puede ser más agresiva donde avanzan más que en ningún otro lado. Esto ya tiene una lectura peyorativa. ¿El comprador de contenidos digitales, les otorga valor a los mismos? ¿O será como la masa de gente que come millones de hamburguesas porque son baratas, no por su valor culinario? El que las grandes cadenas de comida rápida tengan cuantiosas ventas y estén implantadas en todo el mundo no significa que superen a los buenos restaurantes en el gusto gastronómico del público. Si yo quiero quedar bien con usted, le invito a cenar a un restaurante coqueto, de buena comida, con servicio personalizado, no a una hamburguesería.
Permítanme hacerles una pregunta y respóndansela honestamente a sí mismos: si mañana usted tiene que regalar un libro a una persona que ama, un regalo de aniversario o de agradecimiento ¿le regalaría una edición en papel, de buena encuadernación, con una maquetación cuidada, o le enviaría un fichero electrónico por e-mail? La mayoría (de hecho, todos) de las personas a las que yo he interpelado en este sentido han contestado que regalarían la edición en papel, que sería con esta con la que mostrarían que la otra persona les importa. Es decir, el libro en papel tiene un “algo” que no tiene el fichero electrónico, un “valor” que no tiene el contenido puramente digital.
¿Este valor es el papel? Probablemente no, porque un regalo valioso también sería regalar un paquete de software de cierta importancia, una suite ofimática o una colección de todas las sinfonías de Beethoven en CDROM interpretadas por la Filarmónica de Berlín.
Mi opinión es que la falta de valor del libro digitalizado actual se debe a la falta de calidad, a su modelo de “massive scanning”, y con más detalle:
- Falta de calidad del lector, del continente. Por mucho que se diga, la tecnología actual aún deja muchísimo que desear en cuanto a los lectores. Los unos por sus limitaciones en prestaciones (los e-readers), los otros por su falta de legibilidad en cualquier condición lumínica y su generación de calor (las tablets), todos por su asepsia técnica, por su diseño “poco humano” tanto en lo intangible (sensaciones) como en lo perfectamente tangible como el tamaño. Cuando escucho que el teléfono móvil actual es el dispositivo de lectura del futuro no puedo sino llevarme las manos a la cabeza. Una pantalla minúscula no puede ser el dispositivo natural excepto que la evolución nos reduzca a la dimensión de los periquitos. Quizá en el futuro, la tecnología pondrá a nuestra disposición pantallas extensibles que se hagan más o menos grandes dependiendo de la necesidad, finas, enrollables, girables, siempre legibles, etc. pero, hoy, esto no existe. Es aceptable pensar que la tecnología actual es un paso necesario, pero nunca deberíamos encumbrarla como si fuera una maravilla. Es sólo un vector de marketing, no una realidad tecnológica. Sería como si, cuando se inventó el gramófono, se hubiese pensado que el futuro iba a estar lleno de gramófonos como “tecnología del futuro” y que había que abandonar las salas de concierto para escuchar el sonido gangoso del disco.
- Falta de calidad en el contenido. Cualquiera que haya usado un e-reader o una tableta habrá encontrado que casi todos los libros digitalizados presentan una maquetación deficiente, sobre todo dependiendo del formato utilizado (quizá, aquí, el PDF actual garantiza un cierto estándar de calidad mínima pero no es un formato pensado para el publicar, sino para imprimir. En particular no permite re-flow): líneas viudas o huérfanas por todos los sitios, zooms que desesperan y sacan de contexto la página, fuentes poco apropiadas, márgenes variables que resultan insufribles, mala digitalización, resolución pobre, resolución más de periódico que de libro bien impreso, descolocación de elementos en función del código, el explorador, el software del lector o el formato, anuncios que tapan el texto, menús pop-up que aparecen cuando nadie los necesita, etc.
Lo curioso es que la aceptación de que la mala calidad es aceptable es un fenómeno reciente. Por ejemplo, cuando comenzó a grabarse música, los aficionados perseguían la máxima calidad. El paso del fonógrafo al gramófono, al vinilo, a la cinta magnética, a los giradiscos con estabilización de velocidad y de vibraciones, a los primeros formatos de digitalización de sonido, a las tarjetas de sonido cada vez más importantes, iban siempre en la dirección de conseguir la mayor pureza de sonido posible, la mayor aproximación al original. No bastaba sólo con la “analogización” del sonido (en el caso de las cintas o los vinilos) o su digitalización sino que se buscaba disponer de los mejores equipos para reproducirlos. Equipos estéreo de alta calidad, con altavoces grandes capaces de reproducir fielmente los bajos, con supresión de ruidos, etc., etc. Y, de pronto, esto cambia y comienza a primar lo barato, lo pequeño aunque sea malo (puede ser pequeño y bueno pero no es el caso), los algoritmos de compresión (como el MP3) que facilitan la copia y la transmisión pero a cambio de sacrificar la calidad, se acepta como idóneo un pequeño auricular que apenas reproduce un rango menor de las frecuencias posibles, etc. etc.
En el caso del libro digital, nos hemos lanzado directamente a esta estadio de mediocridad. Lo que importa es que el texto, la obra, el relato, la historia, esté codificada en un fichero binario compacto para que pueda ser transmitida fácilmente y que ocupe poco sitio para que podamos tener trescientos mil libros en 64 gigas, aunque la realidad es que no leeremos ni mil de ellos (se calcula que ningún hombre ha leído más de 5.000 libros en su vida. Una persona que leyera desde los 5 años hasta los 85 años un libro por semana, todas y cada una de las semanas de su vida, no llegaría a esa cantidad. Como mucho haremos el saltamontes, viendo unas pocas líneas de unos y otros documentos, renunciando al placer de disfrutar de la lectura, de la historia, de los personajes. Un zapping literario continuo). Una carrera que sólo puede llevarse a término sacrificando la calidad. Y en ese afán de minimizar el contenido en términos de bytes y en el de tener cuántos más contenidos mejor, -digitalizar el mundo lo más rápido posible-, nos olvidamos de la necesidad de hacer un buen trabajo. Los contenidos libres que se encuentran en red y, desgraciadamente, muchos de los que se pagan no tiene la calidad esperable. Sólo aportan precio y se compran por precio. Pero no tienen valor, ni añadido ni absoluto. Y eso, el común de los mortales lo intuye cuando piensa que un libro en papel es un buen regalo pero un fichero digital literario no lo es.
- Falta de voluntad de aspirar a la calidad, que sólo podrá darse mediante una estandarización masiva y estable en el tiempo del soporte y de la codificación. En el actual maremágnum de dispositivos, formatos, barreras anti-copia, diferencias que se crean entre unos y otros sólo para buscar un nicho de ventas, no porque sean necesarias técnicamente, etc. va a ser imposible que haya suficiente cerebro, tiempo, dinero y ganas como para desarrollar buenas obras, buenas digitalizaciones. Formatos que funcionan en un aparato y no en otro, compañías que vetan a otras porque compiten con ellas, cada parte tirando para su lado, contenidos que se leen en un sitio pero no en otro, que no se pueden prestar, disfrutar en compañía, lectores en los que uno se deja la vista (sobre todo de los 40 para arriba), ... lo contrario a un libro en papel que está muy estandarizado.
Repensar la calidad del e-book precisa algunas acciones:
- Las editoriales deben emplear profesionales que sepan, a la vez, de informática y del arte clásico de la impresión y encuadernación. No basta un becario escaneando texto y pasándolo por un OCR.
- Debe crearse un “arte de la digitalización” y eso no es cosa que puede hacerse de hoy para mañana. Como todo arte, como todo oficio se precisan muchos años y mejores acumulativas a lo largo de generaciones.
- Deben existir “maestros del nuevo oficio”. Sí, esto va en contra de pensar que la autopublicación es la panacea pero no es nada distinto de lo que ocurre con el papel. ¿Cuántas personas particulares pueden crear un libro de igual calidad a la conseguida en una imprenta profesional?
- Debe primarse la calidad artística a los objetivos comerciales. Esto, evidentemente, no podemos pedírselo a las empresas porque su función es hacer dinero y derrotar al competidor. Pero sí a los críticos, a los bloggers, a los gurús (si es que estos existen), a los analistas….
- Los contenidos no pueden ser un simple escaneado. Debe haber equipos que prueben los contenidos digitalizados en distintas plataformas, que los expriman previamente a su lanzamiento, que los testeen en condiciones de uso no óptimas, con usuarios inexpertos, que los juzguen con dureza en cuanto a estética, que no permitan errores tipográficos, ortográficos o de cualquier otro tipo, que cada obra digitalizada sirva para aprender el oficio, para que la siguiente sea mejor. Este camino sí conducirá a tener- en el futuro- un libro electrónico nuevo y realmente valioso. Poco a poco.
- Pero tampoco los contenidos deben sepultarse en efectos especiales para que sean más vendibles. No se trata de eso, no se trata de minimizar el valor del texto. Al contrario, de engrandecerlo.
- Debe haber un ritmo de creación digital más lento. Un escenario de cambio constante en el hardware, en los formatos, con el obstáculo del DRM en su concepción actual, el paquetes de publicación cada vez más distintos e incompatibles, en la búsqueda de diferenciaciones artificiales comerciales, en necesidades que cambian cada mes sólo puede conducir al fracaso. Porque la necesidad del ser humano de narrar y escuchar historias, de mirar más allá mediante la poesía, de entender el mundo y a uno mismo mediante la literatura, de soñar, no cambian cada mes.
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