El día era frío y eso hacía que nos apretáramos el uno contra el otro, tu brazo entrelazado en el mío, el paso vivo, la bufanda al cuello. Estabas hermosa bajo tu sombrero, con esa sonrisa que me doblega y me emociona a un tiempo, atenta a los colores de la calle, a su movimiento, a sus sonidos, a la novedad de las avenidas siempre vibrantes. Nos refugiamos en la torre. La ciudad se extendía lánguida allá abajo, tan lejana que sus ruidos habían desaparecido y las luces de los coches y de los semáforos parecían dibujar caligramas a nuestros pies. El cielo estaba velado por un alto y grisáceo manto de nubes pero una luz beige y brillante se filtraba entre ellas y trazaba resplandores arco iris sobre los cristales infinitos de los edificios recortados sobre el horizonte. Jugabas a distinguir casitas chicas entre los rascacielos - te gustaban-, siluetas en las ventanas, maceteros con hortensias en las terrazas de los últimos pisos. Los transeúntes eran puntos diminutos que se movían con premura para vencer el frío pero eso ocurría tan lejos de nosotros que la ciudad parecía puesta allá sólo para que disfrutásemos de ella. Una joven sonreía frente a su laptop abierto, posiblemente conversando en la red con algún amigo. Una pareja susurraba más a lo lejos.
Pedimos dos chocolates calientes y nos sentamos frente al ventanal. Nos aliviamos de los abrigos y calentamos las manos en los vasos tibios. Estabas radiante, con la ciudad rendida a tus pies. Te quedaste callada, con la mirada perdida en la vasta urbe, ensimismada en Dios sabe qué. De pronto, me miraste, me sonreíste con toda la dulzura del mundo y me dijiste: “me gusta coleccionar instantes”. Y yo me sentí bienaventurado de que algunos fuesen junto a mí.
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