Abracé a Xie Lihua y ambos permanecimos en silencio, mirando el acantilado que se abría frente a nosotros. El arrullo del río lejano entrelazaba armonías con la brisa y el frufrú de las azaleas que colgaban del desfiladero. El frío era intenso y nuestro aliento creaba volutas de vaho que vibraban inquietas en el aire antes de desintegrarse. Las lágrimas no llegaron a humedecer sus ojos canela –era una mujer fuerte- pero intuí que lloraba en su alma. Comprendí que aquella barranca no separaba sólo los antiguos territorios exteriores de los del Imperio sino, también, su vida de sus anhelos.
Todo había comenzado dos semanas antes. Uno de esos viajes de negocios que conducen a lugares recónditos en donde algún político montó una factoría alejada de todo, quizá sólo por el capricho de hacerlo. Jiayuguan, una ciudad de unos pocos cientos de miles de almas, es un enclave chiquito en China, perdido en el lejano oeste del país, no lejos de la frontera con Mongolia, sobre los restos de la antigua ruta de la seda. De arquitectura sobria y costumbres provincianas, la presencia de extranjeros es aún motivo de curiosidad. No es fácil llegar a ella. Sus comunicaciones son escasas y esto no es algo casual. En la región se hallan ubicadas ciertas instalaciones militares y el aislamiento es la mejor medicina para conseguir total discreción. Un tren diario, de esos que arrastran lánguidamente decenas de vagones llenos de pasajeros adormilados, y unos pocos vuelos semanales a Xian y Lanzhou son todas las opciones. Así que no es sencillo coordinar el viaje y, mucho menos, lograr que sea rápido.
Era Enero. Nevaba en toda China y la azafata del pequeño avión chapurreó en inglés que nos encontraríamos con una temperatura de diez grados bajo cero. El aire cimbreaba el aparato y, de tanto en tanto, la lluvia golpeaba las ventanillas. Las nubes cenicientas y cerradas no nos permitieron ver el suelo hasta que estuvimos a apenas cien pies de la pista. En realidad, aterrizamos sobre una capa de hielo en donde las marcas habituales de un aeropuerto, las luces y las señales, habían desaparecido bajo la nieve. La terminal era un pequeño edificio de baldosines azulados en donde se apiñaban unas banquetas de acero, una desvencijada cinta manual de recogida de equipajes y un par de servicios. Unos carteles en inglés mostraban indicaciones para los extranjeros pero eran ininteligibles o, mejor dicho, francamente graciosos.
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