Las dos mujeres están cansadas. Una de ellas se llama Olga. La otra Irina. El viaje en furgoneta ha sido pesado y lento. En dos ocasiones les detuvieron patrullas de seguridad pero el guía, que a su vez hacía de conductor, bajó del vehículo, repartió cigarrillos a los soldados y charló con ellos metiéndoles un billete en el bolsillo de manera disimulada. La noche pasada llovió torrencialmente y el barro hizo que las ruedas patinaran en un recodo. Tuvieron que descender y empujar. Las dos mujeres miran cómo sus zapatos están sucios y ajados.
Se sientan a esperar su turno en un taburete, al lado del puesto de control. El amanecer está hermoso. Más allá de la ventana, hay jirones de algodón rosáceo volando de este a oeste y la brisa de la mañana mueve inquieta las frondas de las encinas. Al fondo, muy al fondo, se divisa un gran cartel azul con doce estrellas en círculo. La frontera. Si todo va bien, estarán en la Europa unida en una hora. Este es el último requisito, la última gestión a este lado del mundo. Luego, rezar para que el aduanero comunitario dé por válido el pasaporte.
Las dos mujeres son amigas desde pequeñas. Se cuentan todo. Bueno, todo no, porque Irina nunca le ha contado a Olga que se acuesta con Doilid. Y es que no sabe si le quiere o, simplemente, se deja seducir para apartar la soledad. Ella contará sus amoríos sólo cuando vaya a casarse.
Hay un hombretón esperando frente al mostrador. El policía le mira una vez más y le pregunta algo. Ellas no pueden oír las preguntas. Serán las habituales. Que por qué deja el país, que a dónde se dirige, que si ha pagado las tasas. Finalmente, el oficial sella el pasaporte del individuo con un sonoro golpeteo, como si quisiera estar seguro de que la tinta se adhiera para siempre al papel del documento. Toc, toc, toc. Tres golpes que hacen sonreír al hombre que ya marcha hacia el cartelón azul con estrellas en círculo.
Es su turno. Se levantan, se alisan un poco la falda y se dirigen al policía con aire sumiso. Es lo que el guía de la furgoneta les ha recomendado.
- Nada de hacerse el orgulloso- les ha dicho al despedirse- que se trata de pasar al otro lado, no de convencer al fulano del sello.
Entregan sus pasaportes. El hombre toma primeramente el de Olga. Pasa las hojas, una a una, lentamente. Si acaso hubiera sellos de muchos destinos, de países lejanos, aún podría entenderse este celo. Pero el pasaporte es nuevo, vacío. Ellas no alcanzan a comprender el procedimiento. Finalmente, retorna a la página donde está la fotografía, levanta el librito ante sus ojos y mira repetidamente, alternativamente a la foto y a la mujer, intentando discernir alguna diferencia, quién sabe qué enigma.
- ¿El certificado?- dice con voz hosca y fuerte.
Ella se lo presenta. Hay que pagar por salir del país, por obtener el sello acreditativo de que uno es digno de salir, de ser exportado.
Por el tiempo que transcurre se diría que el oficial ha leído seis veces el breve texto, sellado en cuatro lugares. Al fin, escucha el toc, toc, toc. El hombre devuelve el pasaporte a Olga y coge el de Irina. El procedimiento se repite. El policía levanta la fotografía y observa a Irina una y otra vez hasta cerciorarse de que la mujer que se encuentra ante él es la misma que la de la imagen. Luego, repasa las hojas vacías del pasaporte, quizá contándolas, quizá intentando ver algún rasguño que lo invalide, quizá sólo atemorizando a la mujer.
- ¿El certificado?- dice con voz hosca y fuerte.
Irina se lo da. Es igual al de su amiga. No debe haber problema con él. Pero el policía se demora. Se rasca la cabeza, vuelve a mirar a la mujer, vuelve a rascarse la cabeza.
- Un momento- dice.
Toma el teléfono que tiene en la mesa y marca tres o cuatro teclas. Espera. El volumen del altavoz debe estar al máximo porque se escucha el rinrineo tras las oreja del guardia. Tiene paciencia. No cuelga. Simplemente espera, sin quitar ojo de las dos mujeres. Finalmente, le contestan.
- Tengo un 0-7-1-2 – afirma lacónicamente.
Un cero, siete, uno, dos. Irina no sabe qué significa un cero, siete, uno, dos pero presume que es un problema. Suena tan de telefilm americano, tan impropio de su país. Un cero, siete, uno, dos.
- Aguardad ahí- dice con voz hosca y fuerte, mientras señala el taburete moviendo agitadamente su índice.
Las mujeres se sientan. No hablan. No hace falta. Irina está preguntando sin palabras, ¿Qué pasa? y Olga le está respondiendo, también en silencio, te dije que pagaras al tipo aquel.. Toman ambos documentos y los comparan. Son iguales. El texto es idéntico. Tan solo los sellos están en lugares diferentes pero eso debe ser puro azar. O quizá no.
Pasa una media hora cuando aparece un guardia con galones en las hombreras. Es un tipo delgado, con un bigotillo a lo Clark Gable bien recortado y algo de gomina en el pelo. Es feo, de facciones ahuesadas y piel lechosa, pero él debe tenerse por un galán.
- ¿Eres Irina? – pregunta, tuteándola como si la conociera de toda la vida.
- Sí – contesta ella sumisa tal como le ha recomendado el conductor de la furgoneta.
- Hay un problema con tu certificado. Ven conmigo. Esto llevará algún tiempo y el procedimiento indica que debes permanecer en la sala de registros.
- ¿Puedo acompañarla?- pregunta Olga mientras se levanta del taburete.
- Bueno, como quieras. Te vas a aburrir como un camello. Pero sólo hasta las tres. Luego, o cruzas la frontera o te vuelves para casa, que aquí no estamos para alojar gente.
Las dos mujeres siguen al hombre hasta la habitación. Cierran la puerta tras ellas y se escucha el chirrido de un pestillo. Parece un calabozo, no una sala. Hay tres o cuatro banquetas y una lámpara en el techo. Una ventana con una verja de hierro por la que entra un poco de aire. Las paredes parecen una biblioteca. A lo que se ve, son muchos los que han matado horas en aquella sala. “Nikolai, Febrero- 98”, “M.M., Junio-06”, “me cago en sus muertos. Anatoli”, “Que les jodan”, “Stova, Marzo”…
Las horas pasan lentamente cuando la incertidumbre asusta. Cada ruido en el exterior, cada paso que se escucha, cada conversación que se percibe, las altera. Hablan poco. Y Olga le vuelve a reprochar te dije que pagaras al tipo aquel. Y es que Olga pagó los dos billetes que le pedía aquel sinvergüenza por, aparentemente, no hacer nada cuando fueron a sellar los certificados. Para que queden bonitos lo sellos les había dicho con una sonrisa fea y desdentada. Irina le dijo que no, que el papel ya estaba en regla y el hombre dejó de enseñar sus dientes rotos, sus ojos se oscurecieron y aplicó los cuatro toc, toc, toc, toc. Pero, por alguna razón, los tocs de Irina no fueron los tocs de Olga.
El sol está muy arriba y un guarda abre la puerta. Trae dos bandejas de latón trapezoidales con huecos en los que hay algo de puré de patata y un guisote de carne. Deja, también, una botella de agua. Al menos, les dan de comer. Comen en silencio. Colocan las bandejas vacías en el suelo y vuelven a sentarse en el taburete.
- Te espero en la pensión. Ya tienes la dirección. Seguro que esto se arregla pronto. Te pedirán dinero. Lo tienes. Paga.
Se han quedado amodorradas, con la cabeza recostada contra la pared. Unas voces al otro lado de la puerta les sobresalta. Entra el primer guardia, el que revisó los pasaportes, el del cero, siete, uno, dos
- Son las tres. Tú, a la calle.- vocea, mirando a Olga.
Olga abraza a Irina. Le da dos besos y le recuerda que vaya a la pensión, le pide que esté tranquila, dice que rezará por ella. Toma la maleta y se dirige a la puerta. No mira al policía cuando pasa a su lado pero este le hace una radiografía completa de su trasero. Irina ve cómo se aleja por el pasillo. Mientras cierra la puerta, él permanece dentro, de pie, mirando a la muchacha. Se toma su tiempo. La delinea con sus ojos, con su mente.
- Podemos solucionar el problema con tu certificado – dice, con una leve sonrisa.
- Se lo agradecería mucho- contesta Irina.
- Pero, claro, eso cuesta algo. Ya sabes, hay que hacer gestiones.
- Pagaré, no se preocupe por eso- replica la mujer pensando en que será cosa de dos, tres, acaso cuatro billetes. Debía haber pagado antes, como Olga.
- Son papeleos complicados…- insiste el policía.
- ¿Doscientos? – insinúa Irina.
- No quiero dinero. Yo estaba pensando en otra cosa- contesta el hombre mientras se acerca a ella, como una araña se dirige hacia la mosca atrapada.
Irina comprende pero no hace nada. Está paralizada.
- Vamos, no te hagas la estrecha conmigo. Todas sois iguales. Lo sé bien. Aquí, muchos tiquis miquis pero luego, en cuanto pasáis la frontera, os echáis en manos de cualquiera que os pague una cena.
Irina se retira hacia atrás pero la pared le impide escapar. El hombre está ya a su lado y la toma por la cintura. Acerca su boca a la de ella.
- ¿Quieres esos putos papeles o no? – pregunta- No tengo todo el día.
La mujer está confusa. Jamás había pensado encontrarse en una situación así, jamás en prostituirse, le repele el tipejo. Pero, por otro lado, está en una situación desesperada y ella no es una mojigata. Le pasa por la mente que se trata de una prueba, de un trance que hay que pasar para alcanzar una vida mejor, un castigo que pasará rápido antes de tener el premio. Por un momento duda y piensa en ceder mientras aún forcejea con el hombre.
- Venga, putita. Lo vas a pasar bien y en una hora estás allá, con tu amiga. No me digas que no has follado antes…
Gira su cabeza para evitar que los labios del tipo se peguen a los suyos. El hombre la aprieta contra su pecho, la agarra con sus manos, la soba.
- Vamos, decídete- y le intenta subir la falda.
La puerta se abre de golpe. El guardia se echa hacia atrás instintivamente, con la expresión mudada de miedo. Se gira y ve al cabo, el Clark Gable aficionado, mirándole con ira. Balbucea unas palabras de disculpa que apenas son inteligibles. Sabe que le han cazado en plena faena, que eso tiene un castigo o, peor aún, una deuda que habrá de pagar con alto coste. El cabo, con sus galones brillantes en el hombro, no dice nada. No necesita decirlo. Luego arreglará cuentas. El guardia sale cabizbajo e Irina se siente aliviada. La puerta vuelve a cerrarse.
- Gracias – acierta a pronunciar Irina, mientras intenta arreglarse el pelo y calmarse.
El policía permanece de pie, tranquilo, mirándola. Enciende un cigarrillo y ofrece una calada a la chica. Irina lo rechaza. Él fuma por un rato, viendo cómo el humo grisáceo crea rizos y volutas ante la chica.
- He estudiado tu asunto- dice, al fin.
- ¿Y?
- Ya ha terminado la jornada de trabajo y por hoy ya poco podemos hacer. Me temo que deberás permanecer en esta sala hasta mañana. Hay un camastro que te traeremos. Pero mañana, si lo deseas, todo estará arreglado.
- ¿Podré marchar?- pregunta Irina.
- Es un caso difícil pero puedo ayudarte.
- ¿Qué hay de malo en mi certificado?
- Es muy complicado de explicar. Ya sabes, complejidades legales. No puedo aclarártelo en dos minutos.
- Puedo pagar, si es necesario.
- ¿Tienes mucho dinero? – se interesa el cabo.
- Puedo pagarle doscientos, trescientos… cuatrocientos incluso.
- Si llamamos a un abogado, te costará mucho más.
- No tengo mucho más.
- No te preocupes- sonríe el cabo- yo soy más barato y más rápido. Hay que saber elegir al que tiene la solución, no ceder ante cualquier guardia de mala muerte.
Irina comprende que no necesita el dinero. El hombre se está desabrochando la camisa.
Se sientan a esperar su turno en un taburete, al lado del puesto de control. El amanecer está hermoso. Más allá de la ventana, hay jirones de algodón rosáceo volando de este a oeste y la brisa de la mañana mueve inquieta las frondas de las encinas. Al fondo, muy al fondo, se divisa un gran cartel azul con doce estrellas en círculo. La frontera. Si todo va bien, estarán en la Europa unida en una hora. Este es el último requisito, la última gestión a este lado del mundo. Luego, rezar para que el aduanero comunitario dé por válido el pasaporte.
Las dos mujeres son amigas desde pequeñas. Se cuentan todo. Bueno, todo no, porque Irina nunca le ha contado a Olga que se acuesta con Doilid. Y es que no sabe si le quiere o, simplemente, se deja seducir para apartar la soledad. Ella contará sus amoríos sólo cuando vaya a casarse.
Hay un hombretón esperando frente al mostrador. El policía le mira una vez más y le pregunta algo. Ellas no pueden oír las preguntas. Serán las habituales. Que por qué deja el país, que a dónde se dirige, que si ha pagado las tasas. Finalmente, el oficial sella el pasaporte del individuo con un sonoro golpeteo, como si quisiera estar seguro de que la tinta se adhiera para siempre al papel del documento. Toc, toc, toc. Tres golpes que hacen sonreír al hombre que ya marcha hacia el cartelón azul con estrellas en círculo.
Es su turno. Se levantan, se alisan un poco la falda y se dirigen al policía con aire sumiso. Es lo que el guía de la furgoneta les ha recomendado.
- Nada de hacerse el orgulloso- les ha dicho al despedirse- que se trata de pasar al otro lado, no de convencer al fulano del sello.
Entregan sus pasaportes. El hombre toma primeramente el de Olga. Pasa las hojas, una a una, lentamente. Si acaso hubiera sellos de muchos destinos, de países lejanos, aún podría entenderse este celo. Pero el pasaporte es nuevo, vacío. Ellas no alcanzan a comprender el procedimiento. Finalmente, retorna a la página donde está la fotografía, levanta el librito ante sus ojos y mira repetidamente, alternativamente a la foto y a la mujer, intentando discernir alguna diferencia, quién sabe qué enigma.
- ¿El certificado?- dice con voz hosca y fuerte.
Ella se lo presenta. Hay que pagar por salir del país, por obtener el sello acreditativo de que uno es digno de salir, de ser exportado.
Por el tiempo que transcurre se diría que el oficial ha leído seis veces el breve texto, sellado en cuatro lugares. Al fin, escucha el toc, toc, toc. El hombre devuelve el pasaporte a Olga y coge el de Irina. El procedimiento se repite. El policía levanta la fotografía y observa a Irina una y otra vez hasta cerciorarse de que la mujer que se encuentra ante él es la misma que la de la imagen. Luego, repasa las hojas vacías del pasaporte, quizá contándolas, quizá intentando ver algún rasguño que lo invalide, quizá sólo atemorizando a la mujer.
- ¿El certificado?- dice con voz hosca y fuerte.
Irina se lo da. Es igual al de su amiga. No debe haber problema con él. Pero el policía se demora. Se rasca la cabeza, vuelve a mirar a la mujer, vuelve a rascarse la cabeza.
- Un momento- dice.
Toma el teléfono que tiene en la mesa y marca tres o cuatro teclas. Espera. El volumen del altavoz debe estar al máximo porque se escucha el rinrineo tras las oreja del guardia. Tiene paciencia. No cuelga. Simplemente espera, sin quitar ojo de las dos mujeres. Finalmente, le contestan.
- Tengo un 0-7-1-2 – afirma lacónicamente.
Un cero, siete, uno, dos. Irina no sabe qué significa un cero, siete, uno, dos pero presume que es un problema. Suena tan de telefilm americano, tan impropio de su país. Un cero, siete, uno, dos.
- Aguardad ahí- dice con voz hosca y fuerte, mientras señala el taburete moviendo agitadamente su índice.
Las mujeres se sientan. No hablan. No hace falta. Irina está preguntando sin palabras, ¿Qué pasa? y Olga le está respondiendo, también en silencio, te dije que pagaras al tipo aquel.. Toman ambos documentos y los comparan. Son iguales. El texto es idéntico. Tan solo los sellos están en lugares diferentes pero eso debe ser puro azar. O quizá no.
Pasa una media hora cuando aparece un guardia con galones en las hombreras. Es un tipo delgado, con un bigotillo a lo Clark Gable bien recortado y algo de gomina en el pelo. Es feo, de facciones ahuesadas y piel lechosa, pero él debe tenerse por un galán.
- ¿Eres Irina? – pregunta, tuteándola como si la conociera de toda la vida.
- Sí – contesta ella sumisa tal como le ha recomendado el conductor de la furgoneta.
- Hay un problema con tu certificado. Ven conmigo. Esto llevará algún tiempo y el procedimiento indica que debes permanecer en la sala de registros.
- ¿Puedo acompañarla?- pregunta Olga mientras se levanta del taburete.
- Bueno, como quieras. Te vas a aburrir como un camello. Pero sólo hasta las tres. Luego, o cruzas la frontera o te vuelves para casa, que aquí no estamos para alojar gente.
Las dos mujeres siguen al hombre hasta la habitación. Cierran la puerta tras ellas y se escucha el chirrido de un pestillo. Parece un calabozo, no una sala. Hay tres o cuatro banquetas y una lámpara en el techo. Una ventana con una verja de hierro por la que entra un poco de aire. Las paredes parecen una biblioteca. A lo que se ve, son muchos los que han matado horas en aquella sala. “Nikolai, Febrero- 98”, “M.M., Junio-06”, “me cago en sus muertos. Anatoli”, “Que les jodan”, “Stova, Marzo”…
Las horas pasan lentamente cuando la incertidumbre asusta. Cada ruido en el exterior, cada paso que se escucha, cada conversación que se percibe, las altera. Hablan poco. Y Olga le vuelve a reprochar te dije que pagaras al tipo aquel. Y es que Olga pagó los dos billetes que le pedía aquel sinvergüenza por, aparentemente, no hacer nada cuando fueron a sellar los certificados. Para que queden bonitos lo sellos les había dicho con una sonrisa fea y desdentada. Irina le dijo que no, que el papel ya estaba en regla y el hombre dejó de enseñar sus dientes rotos, sus ojos se oscurecieron y aplicó los cuatro toc, toc, toc, toc. Pero, por alguna razón, los tocs de Irina no fueron los tocs de Olga.
El sol está muy arriba y un guarda abre la puerta. Trae dos bandejas de latón trapezoidales con huecos en los que hay algo de puré de patata y un guisote de carne. Deja, también, una botella de agua. Al menos, les dan de comer. Comen en silencio. Colocan las bandejas vacías en el suelo y vuelven a sentarse en el taburete.
- Te espero en la pensión. Ya tienes la dirección. Seguro que esto se arregla pronto. Te pedirán dinero. Lo tienes. Paga.
Se han quedado amodorradas, con la cabeza recostada contra la pared. Unas voces al otro lado de la puerta les sobresalta. Entra el primer guardia, el que revisó los pasaportes, el del cero, siete, uno, dos
- Son las tres. Tú, a la calle.- vocea, mirando a Olga.
Olga abraza a Irina. Le da dos besos y le recuerda que vaya a la pensión, le pide que esté tranquila, dice que rezará por ella. Toma la maleta y se dirige a la puerta. No mira al policía cuando pasa a su lado pero este le hace una radiografía completa de su trasero. Irina ve cómo se aleja por el pasillo. Mientras cierra la puerta, él permanece dentro, de pie, mirando a la muchacha. Se toma su tiempo. La delinea con sus ojos, con su mente.
- Podemos solucionar el problema con tu certificado – dice, con una leve sonrisa.
- Se lo agradecería mucho- contesta Irina.
- Pero, claro, eso cuesta algo. Ya sabes, hay que hacer gestiones.
- Pagaré, no se preocupe por eso- replica la mujer pensando en que será cosa de dos, tres, acaso cuatro billetes. Debía haber pagado antes, como Olga.
- Son papeleos complicados…- insiste el policía.
- ¿Doscientos? – insinúa Irina.
- No quiero dinero. Yo estaba pensando en otra cosa- contesta el hombre mientras se acerca a ella, como una araña se dirige hacia la mosca atrapada.
Irina comprende pero no hace nada. Está paralizada.
- Vamos, no te hagas la estrecha conmigo. Todas sois iguales. Lo sé bien. Aquí, muchos tiquis miquis pero luego, en cuanto pasáis la frontera, os echáis en manos de cualquiera que os pague una cena.
Irina se retira hacia atrás pero la pared le impide escapar. El hombre está ya a su lado y la toma por la cintura. Acerca su boca a la de ella.
- ¿Quieres esos putos papeles o no? – pregunta- No tengo todo el día.
La mujer está confusa. Jamás había pensado encontrarse en una situación así, jamás en prostituirse, le repele el tipejo. Pero, por otro lado, está en una situación desesperada y ella no es una mojigata. Le pasa por la mente que se trata de una prueba, de un trance que hay que pasar para alcanzar una vida mejor, un castigo que pasará rápido antes de tener el premio. Por un momento duda y piensa en ceder mientras aún forcejea con el hombre.
- Venga, putita. Lo vas a pasar bien y en una hora estás allá, con tu amiga. No me digas que no has follado antes…
Gira su cabeza para evitar que los labios del tipo se peguen a los suyos. El hombre la aprieta contra su pecho, la agarra con sus manos, la soba.
- Vamos, decídete- y le intenta subir la falda.
La puerta se abre de golpe. El guardia se echa hacia atrás instintivamente, con la expresión mudada de miedo. Se gira y ve al cabo, el Clark Gable aficionado, mirándole con ira. Balbucea unas palabras de disculpa que apenas son inteligibles. Sabe que le han cazado en plena faena, que eso tiene un castigo o, peor aún, una deuda que habrá de pagar con alto coste. El cabo, con sus galones brillantes en el hombro, no dice nada. No necesita decirlo. Luego arreglará cuentas. El guardia sale cabizbajo e Irina se siente aliviada. La puerta vuelve a cerrarse.
- Gracias – acierta a pronunciar Irina, mientras intenta arreglarse el pelo y calmarse.
El policía permanece de pie, tranquilo, mirándola. Enciende un cigarrillo y ofrece una calada a la chica. Irina lo rechaza. Él fuma por un rato, viendo cómo el humo grisáceo crea rizos y volutas ante la chica.
- He estudiado tu asunto- dice, al fin.
- ¿Y?
- Ya ha terminado la jornada de trabajo y por hoy ya poco podemos hacer. Me temo que deberás permanecer en esta sala hasta mañana. Hay un camastro que te traeremos. Pero mañana, si lo deseas, todo estará arreglado.
- ¿Podré marchar?- pregunta Irina.
- Es un caso difícil pero puedo ayudarte.
- ¿Qué hay de malo en mi certificado?
- Es muy complicado de explicar. Ya sabes, complejidades legales. No puedo aclarártelo en dos minutos.
- Puedo pagar, si es necesario.
- ¿Tienes mucho dinero? – se interesa el cabo.
- Puedo pagarle doscientos, trescientos… cuatrocientos incluso.
- Si llamamos a un abogado, te costará mucho más.
- No tengo mucho más.
- No te preocupes- sonríe el cabo- yo soy más barato y más rápido. Hay que saber elegir al que tiene la solución, no ceder ante cualquier guardia de mala muerte.
Irina comprende que no necesita el dinero. El hombre se está desabrochando la camisa.
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