Hoy, cuando ya sus fotos se han desgastado por el tiempo y por todo lo que las he acariciado, sigue presente vivamente en mis recuerdos aquella tarde, envuelta en los jirones rosados de un atardecer que olía a mojo verde y a cilantro, a papas y a malvasía.
Hasta aquel día habían sido unas vacaciones convencionales. Por la mañana, baños en las aguas turquesas de la playa del Papagayo, a la que llegaba en el todoterreno que mi amigo Juanjo me había prestado. La prefería a otras zonas porque el camino sin asfaltar hacía que la mayoría de los turistas eligieran otros lugares. Me encantaba zambullirme entre las olas que, por algún misterio de las corrientes, llegaban unas tras otras apenas separadas por unos pocos metros, siempre bravas y rompientes, dibujando caracolas arco iris en cada gotita de espuma. Por la tarde, las obligadas visitas, entre culturales y artísticas, que Lanzarote ofrece en cada uno de sus caminos. Que si un día, la casa de César Manrique; que si otro día la visita a los Hervideros donde, un día ya lejano, unos gigantes con dedos de magma ardiente entretejieron la roca y el mar. Una tarde acababa tres carretes de película fotografiando todos y cada uno de los cactus bellísimos del Jardín y, a la siguiente, soltaba un “oh”, asombrado, cuando el guía nos daba la sorpresa- no por repetida millones de veces, menos hermosa- de descubrir que el abismo infernal de la Cueva de los Verdes no era sino el reflejo de una bóveda calcárea esculpida por algún dios arcaico.
Pero aquella tarde, cansado de descansar, me propuse recorrer las carreteras del interior y buscar alguna loma en donde, al atardecer, pudiera ver ponerse el sol. Estaba cansado de gente, de ingleses enrojecidos, de alemanes gritones y de tenderos que me ofrecían todo a todas horas. Uno de esos días en que uno necesita estar a solas, dejarse arrastrar por el tacto de la brisa en la piel y por los aromas de la tierra.
Una vez que empecé a subir por Guardilama, los vehículos fueron desapareciendo y, poco a poco, me sentí curiosamente solo en una isla tan colmada de visitantes. Estaba en medio de La Geria. Una tierra gris, cenicienta, formada en los albores de la historia por el vómito de cientos de volcanes que, siglo tras siglo, acumularon lomas y valles, picos y barrancas. Una tierra árida en donde la astucia y la pericia del campesino tenaz han conseguido crear un oasis de cultivos. Veía largas hileras de paredes hechas con piedras que, siendo tan diferentes unas de otras, sin embargo encajaban milagrosamente para crear murallas de todo tipo. Unas circulares, formando como pequeños lagos de vegetación. Otras, lineales que se perdían hasta donde mi vista podía alcanzar. Todas, protegiendo del viento los cultivos. Y entre ellas, las vides creciendo fuertes y recias bajo el sol del cercano océano. La imaginación de nuestros antepasados ideó esta forma de agricultura que extrae agua de donde no la hay. La tierra fértil se cubre con una capa de cenizas, que si otrora fueran mortales, ahora protegen el alimento. El rocío y la humedad de la noche se filtran por los poros grisáceos y quedan atrapados dentro, en la tierra que amamanta las raíces. Luego, cuando el alba llega y el sol calienta, esa misma ceniza impide que el agua se evapore y escape. Y así, poco a poco, crece la uva, nace la malvasía, fragante y embelesadora, amiga de soledades y tristezas silenciosas.
Serían las ocho de la tarde. Aparqué el coche a un lado de la carretera y caminé sin rumbo fijo. Un ligero céfiro jugueteaba con las hojas de las parras y los delgados troncos de los dragos. Estaba solo, o eso creía, y mis pensamientos estaban en mi padre que me había dejado no hacía mucho. De él me viene el gusto por el paisaje quedo y dormido, ausente de personas, mecido por la tarde que cae.
Fue entonces cuando percibí por primera vez la melodía. Una guitarra sola, acariciada por dedos hábiles, y una voz grave y triste que, no obstante, era amistosa. Poco sabía yo de la música de la isla pero supuse que se trataba de una isa o una folía. Más tarde me dirían que se trataba de una endecha canaria. Música íntima, para cantarla con amigos de verdad, de esos que no necesitan decirse nada para entenderse, con una jarra de vino al lado y el cielo azul por delante. Venía de lo alto de una loma, a la derecha. Pude ver que, entre los árboles, había una casa. Blanca, encalada y llena de flores. No me habían invitado. No tenía derecho alguno a llegar hasta allá, a importunar. Pero alguna fuerza invisible me arrastraba y yo avanzaba, casi sin ser consciente de ello, hacia aquella guitarra que me embriagaba.
La casa, pequeña, de una planta, tenía ventanas con los alféizares cubiertos de lavandas y malvas, flores que también se extendían por el tejado. Parecía, de hecho, que las paredes surgieran de un jardín de flores. A la izquierda, un tanto apartado, un pozo cuyos bordes de ladrillo rojo contrastaban con el verde del bien cuidado césped. Junto a él, la figura en piedra de una muela de molino, con sus espirales grabadas a cincel. En el frente, un porche de madera cubierto de hiedra verde que se arremolinaba en torno a las vigas. Justo debajo, una mesa redonda con una jarra de malvasía, unos vasos, un poco de pan y una olla con papas. Un grupo de personas, absortas, escuchando a un viejo, de manos ahuesadas y dedos infinitos que, más que tocar, acariciaban las cuerdas de la guitarra. Andrés, me dirían luego que se llamaba, vivía unos kilómetros más allá pero había venido a celebrar el cumpleaños de Nuria. Cumplía cuarenta años.
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