Héctor
es vendedor de componentes industriales en una empresa modesta. Lleva varias
décadas en el puesto y conoce bien un oficio que le da de comer al estómago
pero no le alimenta en el alma. Cada lunes se dirige a la estación y emprende
viaje para visitar un rosario de clientes que le conocen y le esperan para
dejarle siempre bien claro que él es el proveedor. Regresa los viernes a su
pequeño apartamento en Barcelona, el que tuvo que alquilar apresuradamente
cuando se separó de Merche. Bueno, para ser exactos, cuando ella le plantó las
maletas en la puerta alegando maltrato sicológico, ausencia continuada (y, en
esto, tenía más que razón) y la necesidad de ser feliz junto al taxista
extranjero, griego o bosnio o algo así, del que se había enamorado. La casa era
de ella y la ley catalana es de separación de bienes por defecto, de modo que
hubo poco que discutir. Menos mal que ocurrió un lunes, así tuvo toda la semana
para encontrar, tirando de teléfono, un sitio donde dejarse caer el viernes
mientras visitaba fábricas y dormitaba en hoteles a cargo de la empresa. Lo del
taxista le ha hecho enemigo de todo el que haya nacido fuera de las fronteras.
Está cerca de la xenofobia pero él opina que sólo defiende lo suyo.
Muchas veces
piensa que su verdadero hogar es el tren. Pasa tantas horas en él que conoce a
los revisores y a los tipos que expenden los billetes. Hasta a los jefes de
estación se conoce. Y a muchos de los pasajeros que, como él, repiten trayecto
cada semana.
Hoy tiene que
llegarse hasta Granada. Son bastantes horas, así que ha comprado tres
periódicos deportivos. No es que no le interese la política o la economía pero
no tiene el cuerpo como para leer sesudos análisis que siempre dicen lo mismo.
Matará las horas con goles y fichajes de invierno para que las horas no le
maten a él. Lleva un bocadillo que se ha preparado antes de salir del hotel con
un poco de pavo envasado que compró en el súper y pan recién horneado en la
panadería de la esquina. Luego, si acaso, cenará algo más sólido.
El paisaje que se
desliza al otro lado de la ventana es uniforme y gris. La tierra está aún yerma
y los árboles desnudos de verde. Un tul de nubes plata cubre el cielo hasta el
horizonte y la luz del sol se filtra sólo tenuemente a su través. A ambos lados
dormitan campos simétricos de surcos paralelos y terrosos. Los postes cruzan
rítmicamente y a ratos la carretera discurre paralela. Héctor se entretiene
comprobando si los coches van más deprisa que el tren u ocurre lo contrario.
Tanto da, pero con algo hay que pasar el rato. Se adormece. Sabe que roncará y
eso le suele provocar una vergüenza propia que le turba. Pero hoy no hay nadie
junto a él, así que se deja llevar por el sopor. Apoya la cabeza y se afloja la
corbata. Nota que babea un poquito antes de que los ojos se le cierren del todo.
Se despierta con
el anuncio por el altavoz de que Albacete está cerca. Hace calor y se siente
sudoroso. Siente los labios cuarteados y su garganta está seca y ácida. El
cielo se ha limpiado y el sol se refleja en los raíles brillantes. Se frota los
ojos y se mueve inquieto en el asiento. Un periódico ha caído al suelo, lo pisa
sin querer y, al darse cuenta, lo recoge arrugándolo. Apenas lo ha leído.
Se sobresalta. No
se había percatado de que ya no está solo. Enfrente, mirándole, hay una mujer
con un crío en brazos. El niño duerme con los pies descalzos y la mujer parece
cansada. Héctor se revuelve en el asiento. Ella parece hindú. Lleva un vestido
que se lo parece. No le gustan los extranjeros, sobre todo los croatas, o los
bosnios o de donde coño que fuera el taxista que le puso cuernos de morlaco
zaíno y encarado. Tampoco le gusta esta mujer. Se cambiaría de asiento pero
está cansado para hacerlo. Además, si alguien le viera, pensaría que es un
cabrón. Y no quiere que piensen eso.
La mujer le mira
pero no dice nada. Igual, ni sabe español. Son así, nunca se integran, piensa.
Hace calor en el coche. Como siempre, el jodido termostato debe estar
estropeado. Tiene sed. El niño se mueve en el regazo de su madre y se
despierta. Lo que faltaba. Si le molestan los extranjeros adultos, aún más los
críos.
El chico habla con la mujer. Le pide algo y la señora le contesta pero la respuesta no debe ser del agrado del chiquillo porque protesta y lloriquea. Lo que faltaba ahora, un llorón para el resto del viaje. No hay cosa peor. Si ya lo sabe él, que esta gente no da más que problemas por donde van. Sigue revuelto y gritando. Dan ganas de darle una colleja pero su madre no lo hace. Al contrario, le sonríe y le acaricia.
El chico habla con la mujer. Le pide algo y la señora le contesta pero la respuesta no debe ser del agrado del chiquillo porque protesta y lloriquea. Lo que faltaba ahora, un llorón para el resto del viaje. No hay cosa peor. Si ya lo sabe él, que esta gente no da más que problemas por donde van. Sigue revuelto y gritando. Dan ganas de darle una colleja pero su madre no lo hace. Al contrario, le sonríe y le acaricia.
Se afloja aún más
el nudo de la corbata. Suda y el paladar le arde. Venga a pagar impuestos para
que no sean capaces ni de regular decentemente la temperatura de un vagón.
Tiene una sed que se muere. El niño sigue protestando y Héctor deduce que
también tiene sed. Su madre debe estar asimismo sedienta pero mantiene la
calma, llena de una paciencia y una ternura por su pequeño que le turba. Él
siempre quiso tener hijos con Merche pero no hubo suerte. Algunas veces, cuando
se ha tomado un par de gin tonics de más y la melancolía se
le pega como el sudor, imagina cómo hubiera sido la vida con un chaval
correteando por la casa, cómo hubiera sido hacer castillos de arena a la orilla
de la playa o corretear en patinete por el parque del noroeste, o sentarse en los
bancos corridos del circo. Hubiera sido como un salvoconducto para su vida.
Ella no se hubiera dejado encandilar por el griego, o el búlgaro o de dónde
coño fuera el tipejo, porque su instinto de madre le hubiera atado a él. La
tendría todavía.
Mira al niño.
Tiene sed. Él tiene sed. Hay que joderse, piensa, se está enterneciendo por un
extranjero. Le apena verlo así.
Se levanta. El
tren se balancea a derecha e izquierda por un tramo de curvas cortadas entre
peñascos. Las acacias parecen alambres desnudos enredados en la bruma. Camina
hasta el vagón restaurante. Hay dos tipos tomando una cerveza, apoyados contra
la ventana y gesticulando con ademanes intempestivos. El camarero le mira y le
hace un gesto que basta como pregunta. Pide dos botellines de agua fría. Son
cuatro euros. Serán ladrones, piensa. Seguro que manipulan el termostato hacia
arriba para que no haya más remedio que comprar bebida. Pide el ticket porque
lo cargará en los gastos de viaje de la compañía. Total, podría pasar la compra
de un Ferrari porque ni Dios mira los conceptos, sólo atienden a que haya un
jodido papel que archivar en gruesas carpetas. Pero como es gilipollas y es
honrado, casi nunca ha colado gastos impropios. Bueno, un par de veces, para
qué va a engañarse.
El tren ha disminuido
su velocidad y ahora viaja paralelo a un río ancho que no sabe ubicar en el
mapa. Se tambalea al avanzar por el pasillo con un botellín de agua en cada
mano. Llega a su asiento. La mujer sigue hablando con calma al chiquillo. Le
sonríe, le debe estar contando alguna historia. Es evidente que no tiene dinero
para malgastarlo en el bar. La observa con cierto detenimiento, casi con
desfachatez. Viste una túnica estrafalaria para su gusto, entre amarilla y
verde. La señora lleva pintado un lunar en la frente y esto le confirma que
debe ser originaria de la India. No es muy joven. Estará cerca de los cuarenta.
Algunas arrugas se esconden en sus sienes y el pelo, aunque es negro intenso,
está manchado con motas claras. Se la ve cansada pero es bella. El niño se le
parece. La misma cara afilada, los mismos ojos profundos, la misma nariz
pequeña, sin duda es hijo suyo.
Se sienta
dejándose caer en el asiento. Abre una botella y bebe un buen trago. El líquido
le calma el calor y la botella fría le refresca las manos y el cuerpo.
El chico se ha
callado. Sólo le mira. O, mejor dicho, mira a la botella, a las gotitas de agua
que se condensan en el plástico transparente del recipiente. Su boca,
inconscientemente, se entreabre y su lengua parece querer llegar, como la de un
camaleón, hasta el agua. Los ojos de la mujer muestran la misma sed, el mismo
cansancio, la misma ansia, pero se contiene y desvía la mirada hacia el niño,
peinando su cabello.
¿Dónde estará
ahora Merche?, piensa. En brazos del cabrón ese ruso o ucraniano o húngaro o lo
que sea. El frío de la botella le va sacando de su abotargamiento. El crío
sigue mirando hipnotizado el botellín. Recuerda que ni se acordó del día del
último cumpleaños de Merche. Estaba ocupado, intentando cerrar una venta que le
importaba tres cominos pero se puso ciego de coñac con el cliente y se le pasó.
Y ella le estuvo esperando para cenar. Se enfadó mucho. Aunque no más que los
tres aniversarios anteriores, para ser honestos. Esos descuidos los achaca a su
mala memoria. Lo malo es que el griego o el bosnio o lo que fuera, sí le regaló
un ramo de rosas blancas. Ella le dijo que eran de su madre pero luego supo que
le mentía.
La mujer le mira
y Héctor le devuelve la mirada. Ella sonríe. Él permanece impasible. No le
gustan estos extranjeros que arruinan matrimonios. Si, al menos, hubiese tenido
un hijo con Merche. Eso lo hubiera arreglado todo pero ella no quiso. Le decía
que no la hacía caso, que la abandonaba, que se sentía sola, que no podía
formar una familia con un indecente como él. ¿Sola? Pamplinas, más jodido ha
estado siempre él viajando.
Mira a lo alto.
Sabe que se miente, se ha engañado siempre. Sabe que no la hacía ni puñetero
caso, sabe que el griego- porque era de Atenas, aunque denigre todo lo que es
de fuera de Barcelona- era un hombre bueno y cariñoso, que moría por sus
huesos, que moría por darle todo el cariño del mundo. Sabe que fue él el que lo
jodió del todo. Sabe que aprovechaba sus viajes para visitar mulatas en clubs
de carretera. Sabe que la amargura se la ha ganado a pulso.
El niño le sigue
observando.
Héctor abre la
otra botella y alarga su brazo hacia ellos. Les ofrece el botellín. La mujer
duda, sin atreverse a aceptar el regalo. Él insiste con un gesto y ella toma el
agua. Se la da al chiquitín que bebe con ansia más de media botella. Sólo
entonces ella se permite tomar un sorbo. La de las gracias veinte veces en
inglés. Héctor hace un ademán con la cabeza y sonríe. Ella, le hace saber que
el chico se llama Jayin.
Granada está
cerca. Se acerca al vagón restaurante y compra otras tres botellas. Regresa y
se las entrega a la mujer que le vuelve a agradecer lo que está haciendo. Baja
la maleta del estante y se dirige a la puerta. Anuncian la entrada en la
estación por el intercomunicador. Desciende sin mirar atrás.
Una hora después
le recibe el primer cliente, uno que se dice amiguete, o sea alguien que no es
amigo en absoluto.
-
-- ¡Hombre, Héctor!
Ya te estaba esperando. ¿Sigues sin tragar a los foráneos…unos cuernos pesan
mucho, eh? – le dice el tipo dándole una palmadita en el hombro y asumiendo que
Héctor le seguirá la broma imbécil por la cuenta que le trae si quiere llevarse el pedido.
-- No
los aguanto, no los aguanto, el tren venía lleno de ellos- ríe con humor falso,
haciendo de tripas corazón, mientras piensa lo mucho que le hubiera gustado ser
un buen padre para el hijo que nunca ha tenido. Quizá se hubiera parecido a
Jayin. Pero él nunca le alargó una botella a Merche.
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