Diario de invierno (Anagrama,
2012) de Paul Auster es una autobiografía que transciende de la existencia del propio
autor para convertirse en una reflexión sobre la vida y sobre lo que en ella es
importante. Un relato sin trama, un patchwork de momentos.
Ciertamente,
los hechos que a Auster le han ocurrido durante su existencia, las casas donde
ha habitado (tan prolijamente descritas en esta obra), las ciudades donde ha
vivido, las heridas que tiene en su cuerpo (que poco nos importan) y las cuitas
que le ha tocado afrontar no tienen nada que ver con lo que a los demás nos ha
sucedido, pero eso solo es el escenario. Detrás de las bambalinas de la vida
aparece lo que es común a todas las personas: la muerte, el miedo a la misma, el
amor, el desamor, la vejez, el sexo, las emociones primarias, la soledad, las equivocaciones, el paso del tiempo, la
familia, las afinidades, los encontronazos, las alegrías y las tristezas, los
remordimientos, el que los días futuros son cada vez menos. Y, por ello,
Diario de invierno nos resulta tan cercano, porque en el
fondo uno se ve reflejado en muchas de las anécdotas que el escritor
norteamericano nos explica. También esta cercanía, tan llana, tan poco
novelada, tan de mirarse al ombligo, esta falta de trascender, puede resultar
el talón de Aquiles de la obra ya que Auster, en muchos pasajes, se limita a
contar de forma neutral lo ocurrido (excepto cuando narra la muerte de su
madre, donde se muestra claramente emocional), lo que él recuerda, como un
testigo ajeno que hace repaso sin proponerse
que nada sea más interesante o más literario que lo que los propios lectores
han vivido. Sorprende también que la vida de un personaje célebre, la de un
artista famoso, reconocido, sea en el fondo tan igual a la de cualquier otro
ser humano. Porque Auster no elige recuerdos de éxitos, de premios, de
aplausos. Esos parecen haberse esfumado. Sólo queda lo que es el día a día
lleno de miedos y sentimientos, de recuerdos intranscendentes que van de las
chocolatinas que comía de niño a las peleas de barrio.
En cierto modo, el libro es narcisista en dos
sentidos, en el de un Auster que se empalaga hablando de sí mismo y de lo que a
él le ha resultado importante suponiendo que también lo es para el lector, y en
el de que a todos nosotros nos gusta hablar y leer sobre nosotros mismos y en
Diario de invierno lo hacemos, aunque sea a través de la
vida de Auster. El propio tiempo verbal elegido (la segunda persona del
singular, ese continuo “tú”) nos llama a interpretarlo así; el escritor habla
de sí pero nos dice “tú eres” en vez de “yo soy”, nos hace sentir que lo que
cuenta “me pasa a mí”, apela a una cierta complicidad. Auster hace el ejercicio
de análisis, de disección de la vida, con una prosa directa (en partes, de
frases cortas; en partes de frases larguísimas), un relatar pausado, un
lenguaje que combina lo más mundano (e incluso aburrido) con pasajes muy
líricos; alternando la descripción, en ocasiones cansina (la parte central en
que describe las decenas de casas que ha habitado, por ejemplo), de detalles
sin importancia con reflexiones íntimas y hondas. Más pareciera que es un “cortar
y pegar” de memorias anotadas al azar, una sucesión de instantes aleatorios, no
cronológicos, conectados entre sí de manera poco lineal pero suficiente; una
especie de tira de imágenes que nos muestra flashes elegidos
para contar de manera coherente y completa toda una vida, desde la niñez hasta
el invierno de la vida, como Auster define a la vejez al
terminar el libro. De hecho, no nos habla del invierno sino del camino que
lleva al invierno, de lo que el ser humano digiere y mastica hasta llegar a él.
Auster contempla el final ineludible con resignación, incluso con cierto miedo a la
muerte, y quizá demasiada nostalgia porque continuamente retorna a lo que se ha
ido, a lo que fue, sin deleitarse en lo
que tiene excepto en contadas ocasiones (la larga charla de su aniversario de
bodas con su esposa, por ejemplo, con un Auster romántico y devoto de ella).
Probablemente, sobran páginas (la
interminable lista de las comidas que le gustaban de niño o las cicatrices que
tiene su cuerpo, sin ir más lejos) porque aportan muy poco, debiéndose haber filtrado un poco más el diario de memorias, y
falta una visión, una catarsis, un objetivo que dé coherencia a ese cortar y
pegar de momentos, que dé sentido a ese invierno al que todos llegamos.
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