El parque estaba tan cambiado que apenas lo recordaba, así
que ella tuvo que explicarle cada rincón, cada detalle, cada anécdota, trayendo
a su memoria los recuerdos de una infancia y de una ciudad que hacía mucho había
olvidado. La tarde, gris plomiza, ventosa y otoñal, iba apagándose entre los
nubarrones que amenazaban lluvia. Las farolas, de luz azafrán y tibia, se
habían encendido hacía rato y jalonaban
el sendero reflejando chiribitas iridiscentes en el pavés húmedo, mientras las
hojas marchitas que a cientos lo cubrían jugaban a dibujar remolinos sobre la tierra.
En el palacio, un grupo de jovencitas se contaban confidencias mientras
vaciaban bolsas de pipas. Más allá, una
pareja empujaba un cochecito donde un pequeñín manoteaba un muñequito colgante.
El pequeño estanque, con un surtidor en su centro, estaba ya oscuro y los pavos
reales, ahora que eran sólo siluetas sin color recortadas contra el cielo opaco, habían
subido con esforzados saltos hasta las ramas de un roble cercano. De tanto en
cuanto, graznaban con un trompeteo grave y triste.
Él pensó que la vida sepulta recuerdos y momentos que otrora
existieron hasta hacerlos invisibles, como si nunca hubieran ocurrido, y que es
eso precisamente lo que a uno le envejece, el perder la emoción por las imágenes al azar que brinda el paisaje, el olvidar, el perder la vista del
trayecto recorrido, porque sin pasado no hay futuro, sin origen no hay destino.
Se dejó enseñar, dejó que las explicaciones de ella le
devolvieran a la vieja ciudad, a los juegos del recreo, a las meriendas de pan
con chocolate y los juegos de guardias y ladrones entre los árboles. La miró
con atención. La luz de las farolas, amarillenta y cálida, difusa como en un
lienzo impresionista, se había conjurado para pintarle la cara de encanto y
embrujo, de juventud hermosa, de ilusión por los detalles y el hechizo de la
vida.
-
Mira, el ginkgo, el árbol sagrado de los chinos.
¿Sabes por qué es el árbol más viejo del mundo?- le preguntó ella con la
expresión de quién va a descubrir uno de los enigmas del mundo.
-
No, ni idea- contestó él con honestidad porque
ni siquiera sabía que era una especie antigua.
Ella tomó con delicadeza una hoja caída, dorada por la cercanía del invierno.
-
Mira, no tiene venas como las otras, es lisa. Cuando
el ginkgo apareció en el mundo, aún la vida no había creado los ríos de savia
que alimentan las especies más jóvenes.
Le tomó de la mano para enseñársela mejor y entonces él se
percató del contraste entre la mano de ella, marcada por sus venas, viva, hermosa,
tersa, y la suya propia, rugosa por el
tiempo, sin venas palpitantes, tan antigua como el ginkgo. Y sintió envidia de
la savia juvenil de ella.
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