Cerró la puerta del director del bufete y sonrió satisfecha.
El caso no era apetecible, un buen marrón de hecho, pero el que se lo hubieran
adjudicado demostraba la confianza de don Victor en ella.
-
Sálvelo de la cárcel y hablaremos de su
membresía entre los socios de este despacho- le había dicho el director general
mientras le tendía la mano.
-
No cejaré hasta lograrlo- había contestado
mirándole a los ojos- Mil gracias por haber pensado en mí.
-
Si alguien es capaz, es usted. No se detenga por
nada.
-
No lo haré.
Se alisó la falda mientras caminaba hasta su despacho y, al
pasar por delante de María, la secretaria, le hizo un gesto para que la siguiera.
Como esta no se levantó inmediatamente, se lo repitió pero esta vez se aseguró
de que su expresión denotara enfado y alzó ligeramente la voz, lo suficiente
para indicar su enojo.
-
Vamos, María. No tengo todo el día. Y trae todo
el expediente Cárcenas. ¡Ya!
Abrió la ventana. Era agosto y en aquella habitación siempre
hacía demasiado calor porque el aire acondicionado no era capaz de enfrentarse
al sol implacable de Madrid aún a primeras horas de la mañana. Pensó que eso no
duraría mucho. Si ganaba aquel juicio, la nombrarían partner,
socia de pleno derecho de la empresa, subiría a la quinta planta y asistiría al
Board porque en Mendicute y asociados, el
mejor bufete criminalista del país, no había consejos sino
Boards. Ella, Ana Santomana, habría por fin cumplido sus
sueños.
María le dejó un voluminoso fajo de documentos sobre la mesa,
junto a un botellín de agua helada y una chocolatina, la única debilidad que se
le conocía a Ana.
-
Cierra la puerta y que no me molesten en todo el
día. Tengo que estudiar toda esta mierda.
-
Claro, tranquila- contestó la chica y salió.
Lo peor del asunto Cárcenas era la publicidad que el caso
había tomado en los medios de comunicación. Un tipo rico y atractivo, dado a la
buena vida y asiduo de las playas más elitistas, involucrado en un sórdido
asesinato es algo ideal para la prensa y las televisiones más pastosas. El
juez, cualquiera que fuera, ya estaría predispuesto por mucho que alegara
imparcialidad profesional. Tenía trabajo, mucho trabajo. Primero, leerse aquel
montón de papel y revisar los diez o doce CDs que contenía la carpeta. Luego,
sin duda, entrevistarse con Jaime Cárcenas, el protagonista principal. Quizá
debería hablar con los inspectores de policía que llevaban el caso, quién sabe
si también con el fiscal.
Estaba a punto de comenzar cuando sonó el teléfono. Descolgó
de mala gana.
-
¡Te he dicho que no quiero que me moleste nadie,
joder!
-
Lo siento, Ana. Es Javier y ha insistido.
-
Lo que faltaba- suspiró para sí- pásamelo.
No se le conocían amoríos a Ana pero de tanto en cuanto daba
rienda suelta a sus necesidades más básicas con apuestos hombres que morían por
sus huesos mientras la hacían olvidarse temporalmente de las audiencias y de
los procuradores. El último era Javier, dos años mayor que ella, empresario de
cierto éxito en el sector textil, cosmopolita, apuesto y, siendo sincera, hábil
en la cama. Se esforzaba en delimitar claramente el amor y el sexo. Para esto
último, estaba abierta. Para el corazón, firmemente refractaria.
-
Javier, hola.
-
Hola, cariño- contestó una voz melosa al otro
lado del auricular.
-
No es el mejor día, Javier.
-
Deja que yo lo convierta en excepcional- río el
hombre- ¿Quedamos para comer a las dos? Igual puedes escaparte esta tarde de
esa horrible oficina y nos vamos a mi casa. Tengo ganas de ti, ¿sabes?
-
Lo siento, Javier – intentó evitar el parecer
cortante- pero me acaban de encargar un caso muy importante. Voy a estar muy
ocupada durante un par de semanas. A mí también me gustaría pero en estas
semanas va a ser complicado.
-
Vale, vale- se notaba la decepción en el hombre-
¿me llamarás cuando puedas?
-
Claro, sabes que sí. Ya te contaré. Dos o tres
semanas, ¿vale?
Colgó sintiéndose liberada. Ya le llamaría una noche de
estas cuando le apretaran las ganas, pero de momento Cárcenas era su objetivo,
mejor dicho su camino para llegar a la quinta planta y consolidar su carrera.
A las ocho de la noche sintió hambre. Aparte del chocolate
no había comido nada, enfrascada en revisar el dosier. María ya se había
marchado y apenas quedaban un par de colegas en el edificio. Pensó en irse a
casa también pero decidió bajar hasta el primero, coger un sándwich de la
máquina y estudiar todo aquel galimatías hasta medianoche. Así tendría a mano
cualquier dato que necesitara en la red de ordenadores de la empresa.
Se sentó en una de las mesitas que rodeaban las
expendedoras, sorbió el café cargado y rasgó el recipiente del mixto de jamón y
queso. Mientras comía, su mente proseguía en el intento de poner en orden los
datos que ya tenía.
Jaime Cárcenas, treinta y seis, casi su misma edad, mira por
dónde, millonario de nacimiento en una familia que poseía un importante grupo
de empresas multisectoriales y con las que facturaban unos mil millones de euros
al año. Era hijo único y su padre le había nombrado consejero delegado de tres
o cuatro compañías. Por lo que decían, no lo hacía mal, un tiburón de los
negocios. Poseía un yate bastante grande que atracaba asiduamente en los
muelles de Niza y en Mallorca, unas cuántas casas en las costas española e italiana,
dos Panameras y un ritmo de vida envidiable. Había estudiado
las fotografías e incluso en las que le habían sido tomadas por la policía aparecía
como un hombre guapo, alto, delgado y musculado, uno de esos tipos que alegran
una cama cuando no una vida. No se le conocían perversiones ni había tenido problemas
legales a excepción de un par de borracheras siendo joven que habían terminado
en el cuartelillo y un par de deslices con la DGT, lo que poseyendo dos
Porsches no parecía muy extraño.
En las imágenes tomadas por los reporteros del corazón lucía
siempre bronceado, vestía con gusto, moderno pero nada extravagante, y parecía
tener las maneras de todo un caballero. Decían que hablaba cuatro idiomas y que
se desenvolvía como pez en el agua en Estados Unidos y Sudamérica a donde
viajaba frecuentemente. Su última conquista era una joven de Boston, de
acaudalado padre, diez años menor que él, rubia intensa, pechos generosos y
largas piernas que parecía estar locamente enamorada. Según los vídeos que le
habían hecho llegar, los contertulios de los cotilleos televisivos afirmaban
que no nunca hubo planes de boda y que, a raíz del escándalo, ella había
regresado a su país. Hasta ahí, todo era bastante anodino para Ana. El típico
vividor que puede serlo y tiene percha para ello.
El tres de julio, a las dos de la madrugada, le vieron salir
de una discoteca de moda. Había bebido pero no estaba ebrio en absoluto. No
había dato alguno sobre lo que había hecho hasta las cuatro.
Justo a esa hora, en un barrio de las afueras, de clase
pobre, una chica gritó ligeramente junto a un portal. Nadie la habría escuchado
si no hubiera dado la casualidad de que un tal Antonio Sender, setenta y siete,
aquejado de insomnio crónico, estaba en la ventana fumándose un cigarrillo. Al escuchar el quejido, miró hacia abajo y, a
la luz de la farola de la esquina, llegó a ver la escena. La joven yacía en el
suelo, tumbada sobre un reguero de sangre, mientras un hombre intentaba
limpiarse las manos con un pañuelo. De pronto, este, al notar la tímida luz de
la ventana, alzó la vista y vio a Sender mirándole, asustado, con el pitillo
colgando de entre las comisuras de sus labios. Se miraron sólo un par de
segundos, el tiempo que ambos necesitaron para restablecerse de la sorpresa
mutua, pero suficiente para que a Antonio se le quedara grabada su cara. El
hombre echó a correr y se perdió en el fondo de la avenida. El testigo llamó a
la policía que halló el cadáver. Muerte por apuñalamiento. Seis cuchilladas,
profundas y bien elegidas. Ella, sin duda, se había defendido. Encontraron un
pañuelo con sangre y recogieron muestras de las uñas de la chica. Al amanecer,
el juez levantó el cadáver, los periódicos registraron la noticia en unas pocas
líneas de la sección de sucesos y los inspectores citaron a Sender para
testificar el viernes aunque, dada la edad del hombre y la oscuridad de la
noche, no esperaban sacar nada en claro. Sin embargo, querían dedicar mucho
tiempo al caso porque era la tercera mujer apuñalada en un portal que aparecía
en los últimos dos meses en las cercanía de Madrid. La noticia no se había
filtrado pero el temor a estar enfrentándose a un asesino en serie era palpable
en la comisaría.
El viejo pasó todo el día repasando una y otra vez lo que
había visto mientras su mujer, Montse, le hacía beber caldos calientes que,
según afirmaba, era lo mejor para hacer pasar los sustos de muerte. Sí, estaba
horrorizado. Un crimen en su propio portal era algo que le conmovía y le
atemorizaba. Además, conocía a la muerta. Llevaba poco tiempo en la vecindad,
en un piso alquilado y decía que era cajera en uno de esos restaurantes de platos
combinados que abren por la noche. Solía llegar tarde dependiendo del turno que
le tocara. Era discreta, no alborotaba y nunca la había visto con un novio.
Todo aquello le tenía en vilo y soliviantado pero lo que más le inquietaba es
que estaba convencido de haber reconocido la cara del hombre que se limpiaba
las manos de sangre. No sabía quién era ni de qué le conocía pero aún tenía
bien su mente, no como su esposa que empezaba a olvidar los cumpleaños y los
encargos. ¿Dónde había visto aquella cara? La respuesta, y un ataque de
ansiedad, le llegaron aquella misma tarde cuando estaba leyendo el periódico en
la sala mientras Montse veía la televisión. El hombre que había reconocido por
la noche estaba allá, en la pantalla. Iba rodeado de un par de bellas mujeres y
los contertulios hablaban sobre cuernos y bolos- algo que no
sabía qué era- en los chiringuitos del centro. Era uno de los que se llamaban
dandis en sus tiempos, un ricachón de pito caliente, alguien que no podía estar
en la mierda de barrio en que él vivía, un individuo al que no se le podía
haber perdido nada en su calle y que para nada necesitaba de una pobre y feucha
chica cuando estaba rodeado de mujeres de bandera. Y, sin embargo, estaba
seguro hasta el tuétano de que era él. Se lo contó a la policía casi al final
de la entrevista.
-
¿Es posible sugerir quién es el asesino sin caer
en la falsa acusación?
-
¿Sabe usted algo? – preguntó Andrés Treviño, el
comisario encargado del asunto.
-
No quisiera que me acusaran de calumnia-
contestó Antonio.
-
No se preocupe, usted no está acusando a nadie.
Sólo estamos formulando hipótesis y usted está hablando con la policía. Todo
esto es secreto del sumario. Comprendo que tenga dudas. Repito, usted no acusa
a nadie, pero comprobaremos cualquier pista. Si no sale nada, esta conversación
no habrá tenido lugar. No se preocupe. Cuénteme qué cree usted- Treviño intentó
entonar con la voz más amistosa y cercana que pudo. Realmente, no pensaba que
el viejo pudiera saber nada concreto, pero mejor era comprobar cualquier hilo.
-
El hombre que vi en la calle apareció en la
televisión anteayer. Un tal Cárcenas, un ricachón de esos que se casan y se
divorcian cada semana. No estoy totalmente seguro pero pienso que era él.
-
¿Está usted seguro?- pregunto Argüelles, el
ayudante de Andrés.
-
Me han dicho que no me van a acusar de calumnia.
Esa gente es muy poderosa, con mucho dinero, podrían hundirme. Es sólo una
buena posibilidad, repito.
-
No se preocupe, Antonio. Nadie va a dar su
nombre ni le vamos a involucrar si no es necesario. ¿Cárcenas, dice usted? –
miró a Argüelles y este entendió lo que deseaba. Salió de la oficina para ir al
ordenador a comprobar aquel nombre.
-
¿Puedo confiar en usted?
-
Por supuesto. Seremos nosotros los que hallemos
las pruebas. Estese tranquilo, las hemos hallado en el lugar de los hechos- le
guiñó el ojo- somos buenos profesionales y no necesitamos su testimonio. Únicamente
en el caso de que sea imputado, el juez le llamará a declarar pero para
entonces usted ya sólo tendrá que decir lo que vio.
Sender regresó a casa cabizbajo, alternando entre el
convencimiento de estar cumpliendo con su deber, la excitación de ser parte de
la aventura más interesante de toda su vida y el miedo a represalias por parte
del asesino. Montse le hizo tomar seis o siete tazas más de caldo.
La impresora tardó un rato en escribir todo aquello. Un
informe completo sobre Jaime Cárcenas, todo su registro policial y social, desde
las multas de tráfico hasta su declaración de impuestos.
-
¿Estás pensando lo que yo pienso?- preguntó
Argüelles.
-
Necesitamos una orden judicial para tomarle una
muestra de sangre. Tenemos rastros de la sangre del asesino en el pañuelo y en
los restos de las uñas.
-
Pero con eso involucramos al viejo. Y no ha
afirmado que era él.
-
Ya está involucrado. Y sí lo ha afirmado.
-
Sabes que no. Y le prometimos no liarle. Habrá
que mentir al juez o al menos exagerar.
-
No me jodas, Argüelles. Somos del Cuerpo de
Policía, no de los misioneros salesianos. Pidamos esa orden. Al juez le decimos
que hay un testigo que ha reconocido al presunto homicida y punto. Ese cabrón la
va a pagar.
Aquella misma tarde, se presentaron en el domicilio de
Cárcenas. A su padre, que fue el que abrió, no le dijeron la verdad. Sólo que
necesitaban que Jaime les acompañara hasta la comisaria porque al parecer había
estado involucrado en un accidente de tráfico que estaban aclarando. El
patriarca familiar no pareció inquieto cuando Jaime salió con aquellos hombres
ni su hijo parecía intranquilo. Regresaría pronto, sin duda.
Al llegar a la oficina, Cárcenas se enfrentó a los
inspectores.
-
¿Y bien? ¿Qué broma de mal gusto es esta? ¿De
qué accidente de los cojones me hablan?
-
Cálmese, señor Cárcenas. Sentimos todas estas
molestias. Sólo necesitamos hacerle un análisis de sangre. Este que ve aquí es
el doctor Marcos, de la policía. Será muy rápido, no se preocupe. Seguramente,
todo esto es un malentendido y le prometo que podrá salir de aquí en una hora
con todas nuestras disculpas.
-
¿Tengo alguna opción?- refunfuñó, Jaime.
-
Ninguna, me temo
Una hora después, el cromatógrafo imprimió los primeros
resultados. El ADN de las muestras halladas en el pañuelo y en las uñas coincidían
con el de Cárcenas. Jaime no regresó a su casa como le había prometido Treviño.
Ingresó en la cárcel aquella misma noche. El bufete Mendicute y
Asociados recibió una llamada a las ocho de la mañana. La policía
estaba ya investigando la relación con los otros dos apuñalamientos.
-
Póngame con Victor Mendicute, el presidente,
rápido- ordenó más que pidió, el padre del encausado. Estaba dispuesto a gastar
lo que fuera necesario.
***
-
Asqueroso- pensó Ana Santomana mientras dejaba sin
comer el último pedazo del sándwich - Cada día los hacen peor. Cuando acabe
esta mierda tendré que ir a cenar a “La Gaviota” y ponerme ciega de merluza con
cocochas.
Mientras regresaba a su despacho, notó una cierta desmoralización. Si aquel informe policial era cierto- y seguro que lo era para que hubieran decidido presentarlo al juez-, Jaime Cárcenas estaba metido en el fango hasta el pescuezo. No iba a ser fácil sacarlo de la mierda. La verdad es que el destino del millonario le daba igual pero no era el momento de perder la oportunidad profesional que se le brindaba. Recapacitó. Aquel hombre era inocente hasta que no se demostrara lo contrario y si ella era su abogada, nadie lo demostraría.
Con otro café en la mano, estudió detenidamente el
expediente del testigo y de su mujer. Ella, setenta y ocho presentaba ya claros
síntomas de demencia senil y sería fácil desacreditarla si la acusación la
presentaba como testigo. Él parecía en mejor forma pero con esa edad, con las
muchas dioptrías que acumulaba en cada ojo y la poca agilidad mental que
probablemente tendría, le sería también fácil enredarle para que se
contradijera.
Lo peliagudo era hallar una escapatoria a las pruebas
reales. El ADN encontrado en el pañuelo y en las uñas de la víctima. Hablaría
con Cárcenas lo antes posible. Quería creer en su inocencia, quería creer en
que había una explicación para aquello, quería creer que llegaría a tener una
mesa en la planta quinta.
***
Había llovido por la noche. Una tormenta de verano, ruidosa,
eléctrica, había descargado sobre la ciudad con toda su fuerza. Había dormido
mal y tuvo que esmerarse con el maquillaje tras la ducha. Se tomó otro par de
cafés cargados y se alegró de que su tensión siempre fuese baja porque iba a
someterla a prueba durante unas semanas. Pidió un coche de empresa para ir a la
cárcel. No quería aventurarse en el suyo propio por aquella zona y además el ir
con chófer le proporcionaría una ventaja frente a los funcionarios que la
verían con alguien importante al que hay que respetar desde el primer instante.
Acertó. Los trámites con el director fueron ágiles y este se
mostró solicito a las peticiones de la abogada.
-
Dispone del tiempo que desee. Estará a solas con
el interno. Estará esposado pero sólo por seguridad. Pueden fumar si lo desean.
Habrá un funcionario al otro lado de la puerta por si usted lo necesita.
-
Gracias, señor director. Agradezco su
colaboración y así lo haré constar en el informe que la defensa hará al juez.
-
Estamos aquí para servir a la justicia- contestó
el otro.
-
¿Está bien el señor Cárcenas?
-
¡Oh, sí! Y he de decir, en honor a la verdad,
que se comporta muy correctamente. Desde luego, no parece un asesino.
- Ninguno lo parece- pensó para sí Ana pero, obviamente, se abstuvo de decirlo.
- Ninguno lo parece- pensó para sí Ana pero, obviamente, se abstuvo de decirlo.
La celda de reuniones era austera pero estaba bien acabada. La pintura, en sepias, era agradable, había una ventana amplia y luminosa con unas rejas que parecían más un artesonado que una verja, una lámpara de diseño y mesas y sillas modernas. Un pequeño mueble al fondo contenía unos cuantos libros pero se notaba que nadie los había abierto durante mucho tiempo. Lo que no cambiaba, lo que fue exactamente igual que en las películas de cine negro fue el quejumbroso y metálico ruido del cerrojo al cerrarse la gruesa puerta.
Se miraron durante un tiempo y ambos pensaron que el otro
les resultaba atractivo. Si no fuera por las circunstancias, aquella mirada
podría haber dado paso a una relación más cercana.
-
¿Un cigarrillo?- Ana sacó la pitillera y le
ofreció uno.
-
Gracias. ¿es usted…? – tomó uno con cierta
dificultad por el incómodo de las esposas. Ella le dio fuego. Él exhaló una
larga calada y el humo jugueteó a crear volutas ingrávidas entre ambos.
-
Ana Santomana, su abogada, de Mendicute
y Asociados, un reputado bufete criminalista. Su padre nos ha
contratado como usted seguramente ya sabe.
-
Si mi padre les ha llamado, estoy convencido de
que serán los mejores del país
-
Lo intentamos, sí- contestó ella.
-
Estoy seguro, con solo verla, que usted al menos
sí es la mejor abogada. Gracias por ayudarme- y le sonrió con una expresión que
la cautivó. Ana sintió que aquel hombre no podía ser un asesino. Sí, tenía
experiencia para saber que las apariencias engañan, que los criminales no lo
parecen, pero aquella sonrisa era la de un inocente. Se recompuso internamente.
-
Señor Cárcenas…
-
Llámeme Jaime. ¿Puedo tutearla?- otra vez
aquella sonrisa. Incluso en aquellas circunstancias, aquel hombre le parecía
realmente atractivo.
-
Si le parece, mantengamos las distancias
profesionales. Creo que será bueno para lograr nuestro común objetivo que no es
otro que liberarle. Más tarde, si todo va bien, habrá tiempo para conocernos
mejor.
-
Como desee, señora Santomana- contestó respetuoso
el reo mientras la miraba con expresión dulce.
-
Gracias, señor Cárcenas.
-
Soy inocente, ¿sabe?- dijo él de súbito- Yo,
quise defenderla, no atacarla.
-
Lo sé. Todo el mundo es inocente mientras no se
demuestre lo contrario en un estado de derecho garantista como el nuestro y yo,
que soy su abogada, no puedo sino creer en su inocencia.
-
¿Pero eso no basta, no es así?- agachó la
cabeza.
-
Me temo que no porque hay una prueba que debemos
analizar. Se han encontrado restos de su ADN en un pañuelo que se encontraba
junto a la víctima y esta, en sus uñas, tenía también trazas de su sangre. La
policía piensa que ella intentó defenderse y arañó a su asaltante.
-
¿Quiere escuchar mi versión?- volvió a sonreír y
Ana no entendió cómo aquel hombre estaba aún soltero sin que alguna mujer le
hubiera ya dado toda su alma.
-
Para eso he venido, señor Cárcenas. Quiero
escuchar su versión una y mil veces. Discúlpeme si en ocasiones soy arisca y le
contradigo, si le acuso de mentir. Quiero ser, aquí y ahora, el fiscal quiero
que encontremos todos los puntos débiles de la defensa si los hay para poder
preparar su rebatimiento.
-
Lo entiendo y se lo agradezco- volvió a lanzar
una nubecilla de humo azulado.
-
Cuénteme, por favor.
-
Soy inocente. Quiero que usted me crea. Lo soy y
no sé si estoy metido en una conspiración o sólo la mala fortuna me ha puesto
en esta circunstancia.
-
Vayamos paso a paso. ¿Qué ocurrió aquella noche?
-
Estuve en una discoteca con amigos. No era mi
mejor noche, eso se lo acepto. Sheila y yo habíamos roto.
-
¿Sheila?
-
Mi novia. Es americana, de Boston. Quizá haya oído
usted hablar de ella. Cuando uno es rico y famoso como yo atrae a todos los
indeseables de la prensa rosa y la vida íntima desaparece. No es fácil, no
crea.
-
Me hago cargo.
-
Le decía que había roto con Sheila. No era
público aún. Ahora ella tiene todas las razones del mundo para marcharse, después
de toda esta porquería que me está pasando. Hasta podrá decir que estaba con un
monstruo y, si no lo dice ella, lo dirán los paparazzi. Pero
aquel día nadie lo sabía y lo cierto es que yo la amaba, la amo aún. Sí, es un
poco joven para mí pero qué sabe el corazón de edades cuando te enamoras.
Imagino que usted habrá sentido esto alguna vez, todas las personas lo sienten
tarde o temprano.
-
Claro, prosiga- Ana se dio cuenta que, en
realidad, nunca había sentido un amor de verdad, que había usado a los hombres
para cumplir con su sexualidad pero amar, amar …. ilusión, quizá, alguna vez.
-
Teníamos discusiones desde hacía varios meses.
No me pregunte por las razones. No las sé. Probablemente, la diferencia de
culturas, ella es una presbiteriana, poco dada a la alegría de la vida, no
apreciaba las noches de Madrid. O pudo ser la rutina que todo lo enmohece. O
quizá yo simplemente soy un inconsciente, no lo sé.
Le hubiera dicho que le parecía encantador, que le hechizaba
su sonrisa y su tono de voz, la humildad con la que hablaba, pero se contuvo.
Por el contrario, puso su mejor cara de abogada adusta y le animó a continuar.
-
El caso es que aquella noche yo ya sabía que
Sheila regresaba a Boston y que seguramente no la volvería a ver. La había
llamado por la tarde y me había colgado. Así que bebí e intenté olvidarla con
los amigos. Sí, bebí bastante pero no estaba ciego de alcohol. Quizá tres gin
tonics, cuatro a lo mucho. Sí, sé que piensa que es demasiado pero
estaban bastante aguados, con mucho hielo porque yo siempre los pido muy fríos,
y, para la vida que llevo y la experiencia
que tengo, no era tanto. Estoy acostumbrado a beber. Acepto que, desde luego,
no debí coger el coche pero nada más. La policía, si puede quitarme algo son
los puntos, no la libertad.
-
Pero en la discoteca no ocurrió nada. – cortó Ana-
Eso no es interesante excepto que queramos demostrar que usted estaba borracho
y fue un homicidio involuntario, accidental, al no estar usted sereno.
-
Al contrario, estaba en plenas facultades. Soy
inocente, no deseo mentir.
-
Continúe, pues- ahora fue ella la que interpuso
un vaho azul entre ambos. Se le veía guapo a través de la neblina del tabaco.
-
Los amigos, la música y la ginebra no me
ayudaron aquella noche. Seguía triste, abatido y necesité irme a que me diera
el aire. Di alguna excusa insípida y me marché. Me monté en el coche y deambulé
por las calles, sintiendo la calma de la noche y despejándome, intentando
olvidar a Sheila.
-
No me creo que usted conduzca por los barrios
más pobres de la ciudad.
-
Pues así fue. Ya sabe, uno maneja sin mirar a
dónde va, no pone el navegador en estos casos, gira a derecha e izquierda sin
ton ni son, sin pensar, sin fijarse.
-
Ya,
como Richard Gere en Pretty Woman
-
Sí, exacto- él sonrío con franqueza, ampliamente
y ella volvió a pensar que aquella celda era perfecta, inigualable cuando él la
llenaba con aquella expresión.
-
Pero estaba muy lejos de la discoteca, en donde
hay testigos de que sí estuvo.
-
Créame que no sé cómo llegué. Pero sí recuerdo
que paré en una gasolinera a comprar una coca cola. No recuerdo cuál era pero
paré, se lo juro.
-
La encontraremos.
-
Me detuve, bebí el refresco y continué
conduciendo hasta que llegué a un callejón sin salida. Fue entonces cuando me
di cuenta que estaba perdido pero allá no había nadie.
-
¿Puede precisar dónde dejó el vehículo?
-
A unas dos manzanas de donde luego sucedió todo.
No había nadie, la noche era oscura, así que bajé del automóvil y caminé hasta
una farola, la única que vi. No le miento si le digo que me daba cierto apuro
estar en aquel lugar y que prefería tener algo de luz cerca.
-
Es natural, eso es creíble.
-
Cuando llegué a la farola, vi al fondo de la
calle unas sombras y creí discernir una mujer. Perfecto, podría preguntar dónde
estaba y cómo regresar al centro. Pero a medida que me aproximaba vi que no era
una mujer, al menos no sólo una mujer. Había un hombre y estaba forcejeando con
ella. Debí huir, si lo hubiera hecho ahora no me encontraría en esta situación.
Debí marcharme corriendo pero no lo hice. Será mi educación, mi puñetera
educación de quijote, yo qué sé. El caso es que me acerqué a toda prisa y lo vi
todo. El asesino estaba apuñalando a la joven. Al verme, me hizo un ademán
amenazante pero debió presentir mi determinación y echó a correr. La mujer
estaba tendida, temblando, con convulsiones. Vi un pañuelo en el suelo y lo
tomé para intentar tapar la sangre que le salía a borbotones. Me agaché sobre ella
y es cierto que me arañó. Debió pensar que yo era el atacante que regresaba. Yo
estaba confuso, aterrado, sin saber qué hacer cuando de pronto se iluminó una
ventana y vi que un hombre me miraba. No hace falta ser Einstein para
comprender la escena. Aquel hombre estaría pensado, yo hubiera pensado lo
mismo, que yo era el criminal. Me entro miedo, pavor. Eché a correr. Sí, me arrepiento,
temblé de miedo, me oriné de miedo si me permite ser sincero. Y hui, hui, hasta
llegar a casa. Estuve horas bajo la ducha limpiándome no las manchas de sangre
si no mi vergüenza, mi cobardía. Tiré la ropa a un contenedor.
-
Sí, la policía la encontró.
-
Todo lo que le he contado a usted, se lo he
contado a ellos. Excepto lo de la gasolinera porque es algo que he recordado
ahora mismo.
-
Hay algún otro testigo- le observó con el rostro
entre sus manos, abatido, pensativo. Le hubiera gustado estrecharlo entre sus
brazos y prometerle que ella le sacaría de allá.
-
No lo sé. No sé nada.
-
Buscaré la gasolinera.
-
Gracias.
Se despidieron y ella dijo que la llamara siempre que
necesitara hablar con ella. Cuando salió de la prisión, volvía a llover pero no
abrió el paraguas. Dejó que las gotas gruesas le mojaran el cabello y le
resbalaran por la cara. Iba a ganar aquel caso. Por su carrera y por aquel
hombre que la había conmovido. Lo iba a ganar para dar una oportunidad a un
futuro que sólo intuía vagamente.
***
Las siguientes semanas fueron frenéticas. Ana puso a todos
sus colaboradores a trabajar en el caso y el dinero no faltaba. La policía, por
su parte, no había encontrado prueba alguna que relacionara a Cárcenas con los
otros dos apuñalamientos. Para ser exactos, no había encontrado pruebas de
nada, ni a favor ni en contra. Sólo se sabía que dos chicas habían muerto en
circunstancias similares pero no había rastros de sangre ni testigos. El
asesino o asesinos habían sido cuidadosos al cometer el crimen, usando guantes
de latex.
Uno de los becarios de Ana localizó la gasolinera y el
operario del turno de noche refrendó la versión de Jaime punto a punto.
-
Si un asesino va a matar a alguien no se detiene a medio camino para que le vea
todo el mundo. Al contrario, intentará tener una coartada en el otro lado de la
ciudad. Es inocente, María, lo es- le dijo Santomana a su secretaria.
Dedicaron mucho tiempo a estudiar a Antonio Sender.
Finalmente, el anciano no había visto nada que culpabilizara a Cárcenas. Según
su propio testimonio, sólo vio a Jaime de pie frente al cuerpo de la chica, no
había observado ningún ataque ni ninguna puñalada. Lo que el viejo había visto
era compatible con la declaración del acusado y Ana pensó que la defensa en ese
punto era sólida. Además, cuando entrevistó a Antonio, este se mostró sumamente
precavido.
-
Yo, señora, no quise ni quiero acusar a nadie
sin pruebas.
-
¿Qué quiere usted decir, señor Sender?
-
Se lo dije a los policías. Yo nunca estuve del
todo seguro que era ese hombre. Les dije sólo que era muy posible pero que no
quería cometer calumnia.
-
Y mucho menos perjurio, ¿verdad, señor Sender?,
porque en un juicio usted habrá de jurar que dice la verdad- Santomana observó
que a poco que apretara al testigo, este se retractaría.
-
Por supuesto que no. ¿Sabe, señora?, la policía
me engañó, me prometieron que la conversación era privada.
-
Muy interesante, señor Sender. No se preocupe,
yo le ayudaré y dejaré constancia de lo que dice. Ellos son policías pero yo
soy abogada y puede confiar en mí.
-
Se lo agradezco de verdad. Yo ya no tengo edad
para estos jaleos.
-
No se preocupe.
Si, quizá, presionado por la policía, algo que nunca había
que descartar, Sender pretendía ampliar su declaración con más detalles o
involucrarse nuevamente, le sería fácil desacreditarlo. Logró que un par de
médicos aceptaran una cantidad de dinero para firmar informes donde se
aseguraba que la vista, la memoria y la capacidad de Sender ya dejaban mucho
que desear. Se aseguró que fueran verosímiles y, al fin y al cabo, a esa edad,
uno no puede fiarse de su propia memoria.
Tres de sus mejores colaboradores se dedicaron a rebuscar en
la vida de los policías. Y le gustó lo que encontró. El jefe ya había tenido
algunos disgustos ocultando o exagerando pruebas. El segundo esperaba un
ascenso desde hacía años sin conseguirlo.
-
Entonces, inspector Argüelles, ¿cómo sospecharon
ustedes del señor Cárcenas? Porque pruebas no existen, aparte de las
circunstanciales.
-
Había un testigo como usted sabe.
-
He hablado con él y dice que ustedes le
engañaron, que dejó claro que no quería caer en el libelo y que la conversación
fue privada.
El policía calló y aquello fue suficiente para que Ana se
diera cuenta que no todo estaba claro.
-
¿Quiere decirme algo, agente?- alargó el
silencio a propósito antes de continuar- Al juez no le gustaría que todo se
base en una mentira.
-
El informe está escrito- contestó lacónicamente
el policía.
-
Sí, ya sé que está escrito- alzó la voz para mostrarse
más segura en lo que decía- pero también tengo un testigo que afirma que le
engañaron. Eso no va a ser bueno para su carrera, inspector Argüelles.
-
Bueno, yo…
-
Usted, ¿qué?
-
La situación era delicada…
-
Mire, Argüelles- Ana hacía bien su trabajo.
Cambió su tono altanero por una voz suave y tierna- sé que Treviño le debió
forzar a obtener aquella orden judicial sin que fuera necesario.
-
Él, a veces, hace las cosas a su manera. Es un
buen policía.
-
Ya, y usted también. No deje que él arruine su
carrera. ¿Es cierto que el viejo les dijo que no estaba seguro?
-
Sí, lo es.
-
Gracias, Argüelles. Está cumpliendo con su
deber.
Cenó sola en casa. A pesar de las agotadoras jornadas de
trabajo se encontraba bien, en un estado de hiperactividad que la autosostenía
sin casi comer o beber. Había visitado cada pocos días a Jaime Cárcenas y, sin
quererlo, dejaron de hablar del caso para charlar sobre ellos. Las entrevistas
eran largas, tanto que una de las tardes el director de la cárcel le pregunto
si todo iba bien, que no eran habituales sesiones tan extensas entre abogado y cliente
como aquellas. Ella le dijo que por supuesto que iba todo bien pero que era un
caso complejo en el que su cliente estaba inmerso en una conspiración con
multitud de detalles que debían ser esclarecidos. Lo cierto es que dedicaban a
media hora a comentar los avances de la investigación y, sin darse cuenta,
comenzaban a hablar de sus vidas, de lo sólo que él se sentía en medio de la
farándula de los millonarios y la jet-society, de cómo le
gustaría tener una pequeña casa de campo y alejarse del mundo, de que por
supuesto le gustaban las mujeres y era muy débil antes sus encantos pero que lo
que deseaba era amar a alguna para siempre.
- Es una lástima que seas tan buena abogada- le dijo un día.
- ¿Por qué?, ¿te doy miedo?- río ella.
- No, pero es un lástima. Algún día lo entenderás.
Y ella se fue enterneciendo cada día, enamorándose de la forma en que fumaba, de su sonrisa, de su pelo alborotado, de las pecas que casi había contado una a una. Se abstuvo de decírselo, mantuvo la compostura profesional, pero al finalizar cada visita le costaba conciliar el sueño y no por los recovecos legales de la defensa sino por los ojos profundos de Jaime.
- Es una lástima que seas tan buena abogada- le dijo un día.
- ¿Por qué?, ¿te doy miedo?- río ella.
- No, pero es un lástima. Algún día lo entenderás.
Y ella se fue enterneciendo cada día, enamorándose de la forma en que fumaba, de su sonrisa, de su pelo alborotado, de las pecas que casi había contado una a una. Se abstuvo de decírselo, mantuvo la compostura profesional, pero al finalizar cada visita le costaba conciliar el sueño y no por los recovecos legales de la defensa sino por los ojos profundos de Jaime.
-
Bien, inspector Treviño. ¿Por lo que tengo
entendido usted decidió acudir al juez con… digámoslo así… ¿una exageración de
lo dicho por un testigo?
-
No me joda, señora. Yo actué de acuerdo a los
procedimientos.
-
Compórtese, señor. No soy su colega. Soy la
abogada del acusado. Injustamente, acusado, a mi entender.
-
Piense lo que desee, señora.
-
Volvamos a mi pregunta. El señor Sender dice que
ustedes le engañaron, que el sólo sugirió que el Sr. Cárcenas podría estar
involucrado, no que lo estaba
-
¿Hay alguna diferencia?
-
¡Por supuesto que la hay! ¡No se pase usted de
la raya, señor comisario!
-
Compórtese, señora- contestó Treviño con ironía.
-
Usted acudió al juez asegurando que un testigo
afirmaba que el señor Sender había visto asesinar a la chica.
-
¡Eso no es cierto!- Treviño comenzaba a
sulfurarse lo que era bueno para Ana. Cuanto más nervioso estuviera más fácil
sería ponerle en aprietos- Yo le dije al juez que había un testigo que había
visto a Cárcenas en el lugar de los hechos.
-
Entonces, ¿por qué el señor Sender dice que le
engañaron?
-
No lo sé.
-
¡Claro que lo sabe!, ¡no menosprecie mi
inteligencia, Treviño!, sabe perfectamente que el anciano dijo que creyó verle
y que afirmó que no quería calumniar a nadie.
-
¿Y qué más da? Estaba en el lugar de los hechos,
eso es lo único cierto, estaba allá y la chica tenía su ADN y el pañuelo estaba
lleno de su sangre.
-
Lo cual coincide con la declaración de mi
defendido y usted sabe que son sólo pruebas circunstanciales.
-
Mire, señora Santomana, ese tipo, por muy rico
que sea, está manchado hasta la médula. Y juraría que también lo está en los
otros dos apuñalamientos aun no resueltos. ¿Qué más quiere? Ya me gustaría a mí
que todos los casos estuvieran tan meridianamente claros. Este tipo es el
asesino y eso lo ve hasta un ciego.
-
Tenga cuidado, Treviño, mucho cuidado. Está
lanzando acusaciones no probadas y estoy a punto de pedir al juez que lo saque
de la investigación.
-
Sabe que tengo razón- la miró desafiante- ese
tipo es culpable.
-
¡Basta!- y al gritar Ana fue consciente de que
no defendía a su cliente sino al hombre del que se estaba enamorando.
-
Declararé lo que crea oportuno, señora. Y esta
conversación ya dura demasiado. No tengo más que decirle.
-
Nos veremos en el juicio. Diga la verdad o le
trituraré.
-
¿Es una amenaza, abogada?
-
Sólo le comunico que soy una buena abogada.
-
Y yo un buen policía.
La tarde anterior al juicio, tuvo la última entrevista con Jaime.
Dedicaron un par de horas a revisar cada detalle, lo que habría de decir, lo
que habría de callar. Luego, él le preguntó qué opciones tenía y ella le
aseguró que un 75%, que las pruebas eran puramente accidentales. Le pidió que
estuviera tranquilo y apretó sus manos entre las suyas. Él sonrió.
***
El juicio duró cuatro días y tuvo un amplio eco en los
medios. Ana Santomana tuvo una actuación brillante, logró sacar de sus casillas
a Treviño; trajo forenses que afirmaron que la trayectoria de las puñaladas no
coincidían con las que los brazos de Jaime podrían haber infringido; el
trabajador de la gasolinera lo definió como tranquilo y educado, en absoluto
como un individuo que estaba dispuesto a cometer un crimen pocos minutos
después; ridiculizó a la policía que no había podido encontrar prueba alguna en
los otros crímenes y que, a pesar de ello, se empeñaba en involucrar a su
defendido; hizo que el viejo Sender afirmara que él creyó ver al acusado pero
que dejó claro que nunca le vio atacar a la mujer; logró que Argüelles y Treviño
se contradijeran y consiguió que las dudas sobre el caso fueran más que
razonables. Utilizó el despliegue mediático y las barbaridades que los
contertulios de turno decían para poner a la opinión pública de su propio lado
tachándoles de embaucadores y buitres de la información. Durante aquellos intensos
días, Ana apenas durmió. Cuando acababan las sesiones, volvía a su despacho
junto a todos sus colaboradores y les instruía con multitud de órdenes que
debían cumplir durante la noche. A las cinco estaba ya en su despacho
revisándolo todo y, a pesar de la falta de sueño y el cansancio, aparecía
exquisita y elegante en la corte,
atractiva, inteligente e incisiva.
Al cuarto día, el juez llamó al fiscal y a Ana a su despacho.
Había una gran expectación en la sala, así que cuando volvieron a salir, se
desataron cientos de murmullos entre los asistentes.
-
Silencio- dijo el juez- el fiscal tiene la
palabra.
-
Señoría, a la luz del desarrollo del juicio, de
la evaluación de las pruebas que disponemos y siempre contemplando el espíritu
de nuestro ordenamiento jurídico, la acusación retira los cargos.
-
¡Mierda!- maldijo para sí Treviño.
Victor Mendicute llamó a Ana a su despacho en cuanto
llegaron a las oficinas.
-
Ana, bienvenida a nuestro consejo. Pocas veces
he visto un trabajo tan brillante. La felicito. Estamos orgullosos de su
trabajo y de que pertenezca a nuestro equipo. El señor Cárcenas me ha
telefoneado hace unos minutos y quiere gratificarla de manera muy especial.
Nuestra empresa piensa que también Mendicute y Asociados
debe premiar su trabajo que, a fin de cuentas, refuerza nuestra prestigio.
Gracias. El lunes tendrá su nuevo despacho listo en la quinta planta.
Le faltó tiempo para llamarle. Había dejado la prisión a las
seis pero le esperaban en su familia, como era normal. Juraron verse a las diez
de la mañana del día siguiente. Quizá esta vez era la buena, pensó ella.
Ana regresó muy tarde a casa. Se demoró recibiendo las
felicitaciones de todos, respondió decenas de llamadas de colegas y
periodistas, le propusieron escribir un libro y salir en la televisión. Luego,
el director la invitó a una fiesta y, aunque estaba agotada, tuvo que asistir y
mostrar lo más hechizante de su personalidad. Era la estrella y se lo hacían
saber de corazón.
Había luna menguante y algunas nubes alargadas cruzaban por
delante de ellas impulsadas por una brisa persistente. Aparcó en el
estacionamiento del centro comercial y caminó hasta su casa. No había nadie,
todos estaban durmiendo a aquellas horas. Estaba deseosa de acostarse y dormir
a toda prisa para estar radiante a las diez de la mañana. Tenían que decirse
tantas cosas. Se detuvo ante el portal y buscó las llaves en el bolso. Un ruido
le hizo mirar hacia la derecha.
-
¿Jaime?- preguntó, mientras sonreía- ¿no has
podido esperar estas pocas horas, cariño?
-
No, no he podido. No deberías ser tan buena
abogada- contestó él mientras ella se daba cuenta que llevaba guantes de látex
y un cuchillo en la mano.
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