No debía ser
y no ha sido. Es viernes santo y, como siempre, es un día que está lleno de
recuerdos de ti, de tu pasión particular, de tu ausencia que ya no asusta, de
la esperanza en que el ángel removerá la piedra. No debía ser y no ha sido. Hoy
el escenario del mundo tenía que vestirse de tristeza, de atmósfera plomiza y
tenue, recrear el torbellino de nostalgias de los idos y tejer con una luz sorda el hilo invisible e imposible que a
ellos nos unen, hoy era día para reabrir la herida de tu marcha. Sí, hoy la primavera
debía aguardar, detenerse junto a los cirios y los capiruchos, los penitentes y
las cofradías, los candiles y el vaivén de las tallas avanzando por calles
estrechas. Hoy no debía amanecer azul ni verse azucenas floridas o vencejos
haciendo malabares en los campos iluminados de sol. No, no podía ser así. Hoy, la
tierra también debía ataviarse de pesar, estaba obligada a ello. Hoy la tarde
debía doler de lluvia, pintarse de esa luz gris con que llora el alma del mundo
cuando quiere envolver el corazón con recuerdos eternos. Así ha sido. El
aguacero ha acercado las memorias, las ha lavado como se asea la vestimenta para
poder vestirla de nuevo renovada y límpida, para que el pasado y los recuerdos permanezcan
intemporales en mí por siempre, cubriendo la desnudez en que me dejó tu
ausencia.
He agradecido
la lluvia intensa, la sobriedad con que los jazmines han reprimido su aroma, el
salpicar del barro de los caminos y el recogimiento del mundo. Hoy era día de
quedarse solo, desvalido, frágil ante ti y el nazareno, de volver a preguntar
por qué Dios nunca escucha al que han colgado en la cruz, en cualquier cruz.
Hoy era necesaria la lluvia.
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