Él se daría cuenta mucho más tarde que la vida sucede sin
que uno se aperciba de lo que ocurre, que el alma de las cosas confabula
imperceptiblemente en una dirección, como las partículas de metal se alinean en
presencia de un imán siguiendo caminos muy precisos, que lo que en su momento
parece accesorio y común es en realidad tan fundamental y tan necesario a ese
instante, una coreografía tan exacta, que hay que deducir forzosamente que está
determinado por alguna fuerza que nos trasciende.
No sé dio cuenta, por ejemplo, que – por azar, sin que fuese
premeditado- compartieron todos los platos de la cena. También resultó natural
el pasarse las almejas de plato a plato como si se conocieran de toda la vida,
y el que la dueña del restaurante les hablara como si fueran clientes
habituales. Come de mi pan, le dijo ella y resultó de lo más
natural porque, sin saberlo, ya compartían tantas cosas. Fue casual que un
navío pintado de faroles iluminados dejara la bocana y que ambos lo siguieran a
la vez con la vista y resultó hasta cotidiano que, de pronto, se encontraran
riendo unos chistes que sólo juntos merecían una sonrisa. Fue fortuito que
tuviesen que apretarse en el zaguán de un portal cuando aquel coche pasó
ocupando todo el ancho de la angosta calleja y también lo fue el roce frecuente
de las manos que parecían conocerse desde siempre, incluso resultó inevitable
el abrazo imprevisto y fugaz.
- Me he
puesto rimmel- le había dicho ella.
- Ya me he
dado cuenta- contestó él, faltando a la verdad porque hacía mucho tiempo que
había dejado de mirar la ribera de sus párpados para perderse en la inmensidad
del océano azul de sus ojos, pero también de esto, que era tan natural, tan
necesario, tan irrenunciable en aquel momento, se percató varios días después.
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