Le
dio pena el tipo. Una de esas lástimas profundas que le inundan a uno cuando
se observa un hombre caído, una vida frustrada o desperdiciada en objetivos
dispersos y sueños rotos. Esos ojos mate, hundidos en algún pasado, aburridos. Sí,
le daba pena del mismo modo que llama a la compasión el ver a un mendigo en la
calle que aunque sonría se le ve en los ojos su pesadumbre; o como se compadece
uno de cuando la hinchada sale de la cancha tras una derrota de seis a uno
frente al rival de toda la vida; o como cuando vas a un hospital, quizá a
acompañar a un amigo, y se te cae el alma al suelo al ver tanta desdicha. Así
le daba pena aquel hombre, una piedad sorda pero lejana, ajena. Estaba
convencido de que él se lo habría buscado. Ya se sabe, lo habitual, no habría
sido capaz de reponerse de una mujer inaccesible, de un trabajo perdido, de
demasiados tragos de ron en el bar de la cuarta avenida. Tampoco podía hacer
mucho más. Le daba lástima, sin más. Seguramente tendría un día duro el tipo
aquel que tenía frente a él.
Se dio cuenta que el tiempo volaba, apretó el
botón de la máquina de afeitar y dejó de mirarse al espejo.
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