Un día, le había dado un consejo.
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No dejes de mirar la vida porque estés
solo. Hay tantas cosas hermosas que disfrutar. El caer de la tarde con nubes
altas y amarillentas, las farolas que combinan reflejos en la noche, la luna recostada
sobre el horizonte, las olas que descansan rítmicamente en la orilla, el trino
de los petirrojos al amanecer. Estate atento a ellas y te encantará el mundo.
No dejes de mirar, aunque nadie te acompañe – le dijo, ante el escepticismo del
hombre.
Lo creía de veras. El deleite por el aire
fresco, el perfume de la tierra mojada o el pálpito de la vida necesitaban sólo
dos ojos, un corazón, un rostro. No había por qué duplicarlos.
Era verano y el calor de los días
anteriores había saturado el cielo de humedad y deseo de tronada. Se tumbó sobre
la toalla, abrió el libro recién empezado y dejó que la brisa, cargada de
salitre y aroma de algas, acariciara su cuerpo. Luego, se sentó con la mirada
fija en el horizonte, por donde alguna galerna lejana traía un telón de nubes
plomizas. Dejó que el aire inquieto peinará su cabello. Decidió darse un baño. La
mar estaba calma e invitaba a disfrutarla. A media tarde, el cielo estaba gris,
con algún claro, dando al mar ese tono entre azul y plata que tanto le gustaba.
Mientras nadaba, un velero con una enorme vela roja se aproximaba desde la
barra, como si el azar fuese un artista que hubiera decidido poner una nota de
color al lienzo.
Pensó en él y en lo bonito que sería
compartir el instante. Al cabo, quizá sí fuera necesario duplicar las almas y
enlazar las manos frente a un escenario. No pudo ver que, sobre el cuadro que el
mundo estaba pintando, lo más hermoso era su rostro salpicado de gotitas de mar.
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