El Diamante es un pub coqueto que está a seis
o siete manzanas de la playa, lo suficientemente lejos de ella para que no lo
invadan turistas ebrios o niñatos sin alma. El Diamante abre
hacia las seis pero yo nunca he ido antes de las once, después de cenar, para
tomar una copa. Antes y ahora. Antes, con ella; ahora solo. El
Diamante es un lugar en el que la luz es tenue, con rincones
donde poder charlar sin que te miren, donde la música de slow
jazz suena suave, sin estruendo, acompañando las conversaciones. Hay
cuadros con vistas antiguas de la ciudad y estantes con figuritas traídas de
Sudamérica, un saxo colgado por encima de la puerta. Desde siempre, o al menos
desde que yo conozco el lugar, en la barra está Joan al que yo siempre le he
conocido viejo, arrugado, de tez morena y pelo negro, uno de estos tipos que emanan
confianza y simpatía, que siempre tienen la misma edad, la vejez estática de un
patriarca. Vas un par de veces y ya sabe lo que quieres y te trata como un
asiduo. El Diamante es el establecimiento con el mejor
Bumblebee del mundo y Joan se encarga de confirmarlo a
cualquiera que quiera escucharle.
Entonces, cuando la vida era dulce, ambos trabajábamos en
turno de tarde. En invierno, nos daba el tiempo justo para cenar en uno de los
bares de la zona- unas anchoas asadas o una ensalada de tomate con cebolla, una
sopa de pescado cuando hacía mucho frío- y luego caminábamos abrazados hasta el
Diamante. Con suerte, si no nos demorábamos, encontrábamos
libre la mesita redonda de mármol de la esquina y allá nos servía Joan el café
y la copita de Baileys que nos daba para permanecer mirándonos hasta que echaba la
persiana. Era guapa hasta el infinito. Luego, la mierda del cáncer, la
injusticia de quedarme.
Hoy, ya no me apresuro tanto. Me da igual sentarme en una
mesa u otra. Ahora, Joan sabe que me bebo un Bumblebee, sin café, sin cenar,
luego otro Bumblebee, luego otro. Solo.
Es curioso, antes, cuando iba al Diamante
con ella, nos mirábamos sin apenas hablarnos. No hacía falta. Ahora, no puedo
mirarla y, sin embargo, no hago sino hablarle.
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