27/8/13

Ideales





Se conocieron en tercer curso, en una de las continuas asambleas que se celebraban en la facultad. Aquel día estaban votando el apoyo a una huelga convocada por los ilegalizados sindicatos. Desde la ventana podían ver cómo los “grises” tomaban posiciones en torno al edificio, ya colocados sus cascos y recibiendo instrucciones de sus mandos. Formados, parecían aquellos cuadros de soldados napoleónicos que se aprestaban para la contienda. El sol de la todavía joven mañana se reflejaba en las furgonetas protegidas con rejillas y adornadas con luces azules y grandes números en sus puertas.
Manuel Beltrán, el delegado de curso, había hecho una apasionada defensa acerca de la necesidad de sumarse a la huelga, de apoyar al pueblo trabajador en contra de la dictadura- dijo, para luego hacer una larga pausa antes de continuar- hasta derrotarla y unirnos a la Europa libre de aquel año 1968. Julián se había emocionado con la arenga y aplaudió a rabiar. Fue uno de los que comenzaron a corear eslóganes de apoyo y se sintió reconfortado cuando buena parte de los congregados se unieron a sus voces. Quizá por eso fue que le molestó más la actitud de las chicas. Estas, a su espalda, se reían de todo aquello y se dedicaban a mofarse de los oradores.
-        Si esto no os gusta, nadie os obliga a quedaros- se volvió, sin poder resistirse.
Entonces la vio y entonces la conoció. María Luisa estaba entre aquellas jóvenes, coleta anudada con un aro dorado, frente despejada, ojos inciertos entre avellanados y negros, sonrisa amplia, cara fina y ovalada y cuerpo deseable. Si bien la chica le gustó instantáneamente en lo físico, la actitud de todas ellas era insolente. Más aún cuando se le rieron a la cara.
-        Vaya, otro revolucionario de oficina- se burló una de ellas- Seguro que este es también uno de los que repiten curso.
Touché - pensó. En efecto, no llevaba muy bien la carrera. El primer curso, lo repitió. El segundo, lo pasó con dos asignaturas para septiembre que, llegado el fatídico mes, se resolvieron con un dos coma cinco y un dos coma tres, así que quedaron pendientes para febrero. Esto, sumado a que en tercero llevaba suspendidas seis materias de ocho en el primer parcial de octubre, auguraba un desastre del que sus padres aún no estaban informados.
-        Si algún día sacas la carrera, tendrás que ser laboralista porque serán los únicos que te contraten- se mofó otra chica.
-        Iros al cuerno, niñatas- puso la expresión más hosca que pudo y se tornó para continuar atendiendo el discurso.
La votación fue reñida pero acabó resultando negativa para la propuesta y las clases no se interrumpieron entre la decepción de los estudiantes de izquierdas.
-        Vaya facultad de Derecho que tenemos- gritaba Óscar, un compañero de clase- así Franco aguanta hasta dentro de dos siglos. ¡Ni conciencia ni decencia!
Al destino le gusta juguetear. Julián estaba sentado en uno de los bancos del campus, leyendo- es un decir, porque realmente la mente se le iba a otra parte- uno de los áridos capítulos de Mercantil cuando, a su lado, se sentó una chica. Se miraron sin hacerse mucho caso y volvieron a sus quehaceres para, diez segundos después, volver a mirarse sorprendidos.
-        Vaya, no esperaba encontrarte aquí – dijo él- os imaginaba tomando algo,  felicitándoos por haber reventado la reunión.
-        Yo no reviento nada. ¿A qué viene eso?- se le quedó mirando fijamente.
-        Perdona- contestó él al darse cuenta de lo descortés que había sido. Además, la chica no había abierto la boca durante el mitin, habían sido algunas de sus amigas. Se le quedó mirando unos segundos y prosiguió- Lo siento mucho de veras, lo siento.
-        Soy María Luisa, María Luisa Genil- le alargo la mano a la vez que le sonreía.
-        Julián, Julián Pérez- contestó él un poco ruborizado por la situación. No era hombre que se atemorizara ante las mujeres y, dentro de su modestia, podía decirse que a sus veintidós años estaba experimentado, pero aquella chica tenía un algo, un duende que intimidaba.
-        ¿Qué haces?- preguntó la chica.
-        Mercantil. La semana que viene hay examen y no veas lo pez que estoy.
-        El “referéndum” no ayuda. Es un plasta. Malo hasta decir basta.
-        Vaya, por fin, algo en lo que estamos totalmente de acuerdo- ahora fue Julián el que sonrió. Efectivamente, el tutor era bastante mediocre impartiendo la materia. Un tal Gandiaga, oposición aprobada a dedo, inquebrantable al régimen. Le llamaban “el referéndum” porque cada vez que se enervaba- y esto sucedía a menudo- gritaba “¡no me hagan botar, no me hagan botar!”
-        Yo voy tranquila. Lo he preparado bien y además tengo buena media en los anteriores.
-        No hace falta machacarme, ¿eh?- habló con un deliberado tono de humor.
-        ¿Quieres que te ayude?
-        ¿En qué?
-        A preparar Mercantil, ya sabes. Las casas de bolsa como fiduciarias, la Convención de Viena, los asientos registrables, sociedades comanditarias, ya sabes, comprender todo eso. Tengo apuntes y resúmenes.
-        ¡Anda ya! Si ya me caísteis mal en la asamblea, me muero si encima me sermoneas…. – sonrió sin darse cuenta - … ¿te apetece un café?
-        ¿Puede ser un té?
-        Y hasta una manzanilla con orujo, si quieres- rieron, mientras se levantaban en dirección a la avenida.
Fue una amistad diesel, de lento ritmo, de aceleración pausada. Varios meses en los que, al principio, en las primeras semanas, se vieron esporádicamente, en que se conocieron poco a poco, en los que se dieron cuenta de lo diferentes que eran en su concepción del mundo, de la sociedad, de la vida. Todo para, poco a poco, juntarse casi cada día, como amigos, como colegas estudiantes, siempre chinchándose el uno al otro, pero también siempre mirándose muy de cerca y lentamente a los ojos. Tenían poco en común y, sin embargo, como los polos opuestos de un imán se atraían, se buscaban de cuando en cuando, como si hablar con alguien con el que no tenían empatía intelectual fuese una forma de sentirse libres. No había que agradar, no había que comprender las razones porque todas eran malas, no había que adherirse a causa alguna porque las tenían contrarias, ni ser más papista que lo que lo era el otro en la defensa de los ideales.
-        A Franco le queda poco- le decía él una tarde de primeros de diciembre, lluviosa y tristona, sentados en el cafetín de la calle Alhambra, sentados frente a una mesita de mármol redondo, él con una expreso con dos gotas de licor y ella sorbiendo un té  verde con limón- y entonces llegará la democracia y podremos, por fin, respirar. Y la Universidad no puede quedar al margen- había continuado con fervor.
-        No cambiará nada- musitaba ella- qué más da quién mande. Al cabo, sólo importa lo que le sucede a cada uno. Tu salud, tu dinero, tu trabajo, tus desamores… ¿o es que tú quieres ser político?
-        ¡Claro que no! ¡No tengo altura para ello! No para ser un político digno  quiero decir, no como estos canallas que tenemos ahora. Pero una persona no puede aislarse, no puede permanecer ajena a lo que le suceda a sus conciudadanos. Ser humano es ser solidario, desear que todos sean libres cualquiera sea el modo como piensen. ¡Hay que luchar por lo que es justo, joder!
-        Sí, todo eso está muy bien. Yo también he estudiado a Pericles, a Locke y a Rousseau. Recuerda que obtengo mejores notas que tú – se arrepintió de haberlo dicho, conocedora ya de cómo llevaba el curso Julián. - Creo en todo ello, en la división de poderes, en la libertad, en la igualdad, en la justicia, me gustaría que nadie pasara hambre, que todos fuesen millonarios, estoy convencida de que el régimen es corrupto, que usan el poder para hacerse de oro. ¿Y qué? Siempre es así. Lo es ahora, lo fue antes y lo será después. Una única persona no puede arreglar el planeta. Lo importante es seguir tu vida en medio de todo ese fango. Da igual quién se haya anclado al trono, lo importante es hacer tu vida. Hacerla bien, sin herir y procurando el bien. El bienestar común llegará de la suma de los esfuerzos individuales, no de las revoluciones.
-        ¡Vamos, por mi madre! ¡No puedes estar hablando en serio! ¡Así, sólo se perpetúan los fuertes! Porque esos, aplastan. La división es el cáncer de la sociedad. Hay que unirse. Los débiles, la mayoría, debe unirse. Juntos, puede cambiarse el mundo, darle la vuelta como a un calcetín. ¿Permanecerías encerrada en tu vida cómoda aunque muchos sufran injustamente a tu alrededor? ¿Serías capaz de mirarlos a la cara sin que te avergonzaras?
-        Mira, Julián. De nada sirve que te maten o te encarcelen por tus ideas, por cualesquiera que sean las ideas. Los contrarios también tienen ideas. A ti, las suyas te parecen horrendas, y a ellos las tuyas. Y todos os matáis por religiones, por ideales, por la patria, por el estado, por la nación, por el socialismo o por el fascismo. Todo, una mierda. Lo único que vale es lo del ande yo caliente y ríase la gente. Siempre ha sido igual. Nadie te va a agradecer que te muelan a palos por su libertad. Te abandonarán en cuanto tengan lo que quieren o en cuanto les venza el miedo. Mira sólo por ti mismo. Yo lo hago. Yo no moriré ni arruinaré mi vida por causa alguna.
-        No me creo que puedas ser tan ajena al dolor- se dio cuenta que la decepción acerca de las palabras de María Luisa era profunda. No era un debate académico. Sin percatarse plenamente, quería que ella pensara como él, que pudieran tener un futuro común, viajar en pos de un fin compartido. No sentía pena por lo que ella decía, sino por lo que a él le afectaba.
-        ¿Dolor? ¿De quién? ¿Y mi dolor? ¿Tu revolución me va a librar a mí de mis males, me va a dar más salud, me dará hijos sanos, trabajo duradero, me hará ganar pleitos? Yo quiero vivir mi vida. Yo no voy a morir por ideal alguno. ¡Quiero vivir! ¿Se preocupa alguien por mi dolor?
Se hizo un silencio. Ninguno supo nunca si fueron diez segundos o diez minutos.
-        Yo, yo me preocupo por tu dolor y por todo lo tuyo – contestó al fin Julián. Se le escaparon las palabras a su pesar.
Luego, fueron besos largos y tiernos, suspiros, un paseo bajo la lluvia por la ribera del río y el frío de la noche, la imposibilidad física, visceral, de decirse buenas noches, los te quiero y los esto es una locura, los somos tan distintos que esto es imposible, los y qué más da.
Los dos meses siguientes fueron turbulentos. El veinte de enero del 69 un estudiante se había suicidado, según la versión oficial, lanzándose al vacío desde un séptimo piso cuando la policía lo llevaba interrogando más de dos días. Según el resto del mundo, había sido asesinado. Los disturbios se sucedían sin descanso y la dictadura decretó el estado de excepción en toda España. Los pocos derechos reconocidos quedaron suspendidos. Disturbios callejeros, manifestaciones contra Franco, otras en su apoyo, trenes cargados de fieles que iban a Madrid a apoyar una u otra causa. El pueblo en lucha de unos se convertía en acciones minoritarias para otros, y la lucha por la libertad de la calle era, en las noticias, la subversión que altera la paz. Las huelgas se intensificaban y el régimen montaba actos de desagravio. El país era un enjambre de rumores. Se oía que se quería proclamar el estado de guerra, mucho más contundente que el de excepción. Unos situaban a Franco agonizante en su salud mientras que los procuradores afirmaban que su salud era de hierro.
La Universidad no era ajena a todo aquello. Por el contrario era, en muchos aspectos, el ariete de la protesta. Julián había olvidado casi por completo sus estudios y dedicaba su tiempo a acudir a las asambleas, desfilar en las manifestaciones, correr cuando las cargas policiales las disolvían e intentar ayudar en lo que él ya entendía era la revolución en camino.
-        Por Dios, sé prudente. Están deteniendo a muchos- le rogaba María Luisa.
-        No puedo, cariño.- contestaba él acariciándole el rostro-, esta es mi lucha, esta vez lo vamos a conseguir. Lucho por mí pero también por ti, por nuestro futuro.
-        No te hagas el Miguel Hernández que se te da mal la poesía- le gritaba ella, fuera de sí, consciente del peligro que acechaba en cada esquina, en cada redada, en cada policía con el que se cruzaban.
-        ¿No lo comprendes? Los obreros están en huelga, la universidad es un clamor, hasta los profesores se han puesto esta vez de nuestro lado. Francia nos apoya, también Inglaterra, y hasta los Estados Unidos han dado un toque de atención al viejo. Mira lo que ha dicho el profesor Tierno, lo pone en esta octavilla: El estado de excepción es el error más grave del régimen desde hace treinta años. Esta vez ganamos, Luisa. Es cuestión de convicción.
-        ¡Te necesito, joder! ¿No lo entiendes, cabeza de orangután? Te van a matar. ¿No lo entiendes? Somos nosotros los que importamos, es nuestra vida, ¿o no me quieres? Deja a otros que mueran por el mundo. Tú no, tú no. ¡Joder, entiéndelo!
Cada día se repetía similar al anterior. Julián llegaba sudoroso al cafetín, hacia las ocho, con la inconsciencia y el ansia de la juventud, feliz de haber ayudado a repartir octavillas, haber pasado información sobre los acontecimientos o haber contribuido a recolectar dinero. Un día acudió eufórico y sudoroso. Habían tirado abajo un busto de Franco y le habían pegado fuego gritando consignas hasta que los disparos de la policía les hicieron huir. Ella, furiosa, preocupada y enamorada, le recriminaba su locura, le decía que le iba a dejar, que ella no quería ser una viuda antes de casarse, que él era un egoísta.
-        Sólo piensas en ti, sólo en ti, en tu revolución, en tu democracia. ¿Y qué hay de mí, de nosotros? ¿Acaso es mejor la libertad estando muertos que vivir aunque sea ajenos al resto?
Y él contestaba que por supuesto era mejor morir libre, que la vida de esclavo no es vida, que estar rodeado de injusticia y opresión no permite ni merece ser feliz, que antes está el poder mirarse al espejo que el estar caliente porque no podría respetarse a sí mismo ni mirarla con amor si supiera que no hacía lo posible por lograr un mundo mejor.
En febrero, se convocó una manifestación que inmediatamente fue prohibida por el gobernador civil. La radio y la televisión anunciaron que se reprimiría con toda la fuerza de que la policía dispusiera y que se avisaba a todas las personas de bien que no se involucraran en un acto que solo perseguía herir los fundamentos de la patria y arrastrar a la juventud a una orgía de nihilismo y anarquía (así lo enfatizó el ministro en un discurso retransmitido por la radio), algo que no se iba a permitir. Ni que decir tiene que aquellas amenazas y arengas obtuvieron el resultado contrario y, a las seis de la tarde, hora prevista de inicio, una multitud de pequeños grupos merodeaban por las cercanías de la plaza Amadeo. En cuanto se juntaban más de diez personas, una patrulla policial cargaba con sus porras en alto.   
María Luisa y Julián habían discutido una hora antes.
-        Si vas, no me vuelvas a llamar- le había dicho muy seria, sabiendo que mentía.
-        Mujer, no va  pasar nada. Sabes cómo soy. Si me quieres, debes quererme como soy. No me puedo convertir en un fascista.
-        Yo no quiero que seas un fascista, ni un comunista, ni nada. Sólo quiero que no te maten. Hasta a Marcos, el de cuarto, ese chico que es un pedazo de pan, le han detenido.
-        Tengo que ir- había tomado su carita entre sus manos y la beso lo más tiernamente que pudo mientras ella le miraba con unos ojos a mitad de camino entre la furia y el miedo.
-        No vayas. Presiento que no debes ir- era una petición que él no podía conceder.
-        Tengo que ir.
Hacia las ocho, se congregaron por fin los suficientes grupos como para constituir una masa de gente suficientemente poderosa para enfrentarse a la policía. También, demasiado grande para que esta no se amedrentara. En segundos llovían adoquines y piedras. De pronto, varios jóvenes sacaron de una caja varias botellas. Julián comprendió lo que iba a suceder. Un instante y las mechas estaban ardiendo. Otro, y los cócteles Molotov volaban hacia las compañías policiales. Otro, y se escuchaban disparos. Fuego real. Munición de guerra.
Fue un sálvese el que pueda. Todos corrían alocadamente, unos hacia calles despejadas, otros para caer en medio de un pelotón de guardias que se ensañaban con ellos antes de proceder a las detenciones. El fuego de los fusiles seguía escuchándose, mezclado con el de las sirenas ululantes. Gritos, ruidos de escaparate rotos, alarmas de ambulancias, chirridos de frenos, órdenes de mando.
Julián se desorientó. Había salido corriendo hacia la avenida pero al ver que dos furgonetas llenas de policías llegaban a toda prisa, dio media vuelta y se metió en el primer callejón que vio. Se guiaba por los ruidos, o mejor dicho por la ausencia de los mismos. El silencio implicaba calma, ausencia de disturbios, poder regresar a casa.
De pronto, nuevamente las sirenas, los cristales rotos. Conocía la calle, era muy cerca de donde vivía su novia. Pensó en María Luisa, en que estaría nerviosa, en que quizá lo estuviera viendo todo desde la ventana con la persiana medio bajada. Sí, la cosa estaba chunga, pero merecía la pena. No era momento de achantarse. Si los jóvenes no se comprometían, ¿quién lo iba a hacer? Se encontró de bruces con una línea de grises que avanzaban implacables. Detrás, un centenar de estudiantes. Corrió hacia ellos y logró refugiarse en el grupo pero los policías estaban cada vez más cerca. No quedaban muchas opciones. Por detrás, llegaban refuerzos de los agentes.
De pronto, la vio, a unos pocos metros de él.
-        ¡Mierda! ¿Qué coño haces aquí?- gritó fuera de sí. María Luisa estaba allá, llamándole, tendiéndole la mano, como si quisiera guiarle fuera de aquella refriega.
-        ¡Ven! ¡Ven!- gritaba ella- ¡refugiémonos en casa!
Pero Julián se había quedado inmóvil, desconcertado por la presencia de ella en aquel lugar. Es extraño el cerebro, son extraños los sentimientos. En un momento pasó de perseguir la gloria a anisar protegerla.
-        ¡Ven! ¡Ven!- seguía gritando ella mientras le hacía gestos- ¡refugiémonos en casa!
El sargento que comandaba la patrulla de la derecha dio sus órdenes y se escuchó una descarga. Luego otra. Fueron cinco, diez segundos quizá y todo resultó confuso, algo irreal. En la primera salva, cayeron seis o siete estudiantes heridos y la calle se tiñó de rojo. Entre la primera y la segunda, María Luisa se interpuso entre la línea gris y Julián. En la segunda descarga, ella se llevó la mano al hombro y chilló de dolor. Su cuerpo se balanceó y cayó sobre los brazos de un Julián que seguía petrificado, incapaz de pensar y actuar.  Los demás corrían y sobre el pavés sólo permanecieron los heridos y Julián arrodillado junto a su novia. Por el momento, los policías corrían persiguiendo a los que huían y les habían dejado atrás pero pronto volverían.
-        ¡Mierda, ¡Mierda!, ¡Mierda!- repetía Julián- ¿Qué hacías aquí, qué hacías aquí, por todos mis muertos, qué coño hacías aquí?
-        Te vi...- balbuceó ella- ...quería llevarte a casa… - sangraba mucho de la herida y él intentaba taponársela con su mano.
-        ¡Ayuda!, ¡!Ambulancia!- gritaba sin que nadie le oyera. Sus gritos se mezclaban con los de los otros heridos- ¡No tenías que estar aquí, mierda!¡No tenías que estar aquí!
-        Es sólo en el hombro, pero joder cómo duele- gimió ella.
-        ¡Mierda, ¡Mierda!, ¡Mierda!, ¿no eras tú la que decías que no había que arriesgar la vida por una causa, por un ideal?
-        No lo he hecho por ninguna causa... ¿no entiendes por qué he bajado?- murmuró ella antes de perder el conocimiento. Una ambulancia se aproximaba. Varios policías también.

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