-
¿Te apetece algún licor? – preguntó él, cortésmente.
-
No sé, algo dulzón si es que tienes.
-
¿Un Pedro Ximénez frío?
-
Pero poquito, por favor.
Se levantó y entró en el salón a por la copa y la botella.
Regresó a la terraza instantes después con el vino en una mano y una sonrisa
cautivadora en su rostro.
El ático de Alejandro era agradable, decorado con gusto, un
poco minimalista para el gusto de ella, desordenado moderadamente como se
supone que debe ser el piso de un soltero, con un ligero aroma a vainilla que
sin duda llegaba desde las velas encerradas en vasos de cristal y un par de
acuarelas marinas que encajaban con la ubicación del apartamento. La terraza
era inmensa y en el pretil que la rodeaba había maceteros con geranios y
petunias que a buen seguro él mandaba cuidar por alguien porque lucían
perfectos. Habían cenado en la terraza desde donde se llegaba a escuchar el
vago rumor del mar.
-
No pensaba yo que un hombre como tú pudiera
preparar una cena tan deliciosa- sonrió ella mientras daba un sorbo del Pedro
Ximénez.
-
No te contaré mis secretos- él le guiñó un ojo.
-
Catering, como si lo viera – contestó
Adela. No quería que se le envalentonase. Cierto era que la velada estaba
resultando un deleite y que, para su sorpresa, Alejandro era un buen
conversador, humilde en el trato e interesante en lo cercano. Había esperado un
tipo ufano, seguro de ser un conquistador, uno de esos a los que ella le
encantaba machacar.
Se habían conocido en el Atrium, un local
nuevo donde ofrecían conciertos de todo tipo. A ambos les habían contratado
para las tardes, cuando se ofrecían pequeños recitales de música clásica. Alejandro
era pianista y Adela tocaba el cello. Cuando se conocieron, no se habían caído
bien. Para él, ella era una de esas mujeres volcada en su carrera, poco
afectiva, nada coqueta. Para ella, él era un vanidoso, un pianista del montón
que se apoyaba en su indudable atractivo para escalar posiciones en el
mundillo. Pero las cosas son como son y se habían visto obligados a dar tres
conciertos juntos con lo que eso supone de ensayos, de trabajo en común y de
conocerse un poco más. Cuando, en el último, interpretaron la sonata de
Debussy, los enfervorizados aplausos del público limaron algunas de las
reticencias que se tenían entre sí.
-
Me gustaría invitarte a cenar mañana en mi casa-
la llamada, muy tempranera, había sobresaltado a Adela que todavía se
restregaba los ojos en la cama.
-
Un poco pronto para llamar, ¿no? – protestó
ella- ¿A qué se debe esta invitación?
-
¿Has visto el periódico?
-
Claro que no. Son las siete de la mañana. A las
siete de la mañana yo estoy dormida.
-
Te leo- se oyeron ruidos de páginas al otro lado
de la línea- El dúo formado por Adela Martínez y Alejandro Núñez nos ofreció
una interpretación plena de sensibilidad y alma, uno de esos conciertos que uno
no puede sino recordar durante años.
-
¿Eso dicen? ¿De veras? – se sentó sobre la cama,
ya despierta e ilusionada.
-
Eso mismo. Y he pensado que debo darte las
gracias y qué mejor que hacerlo que cenando juntos.
Dudó durante unos momentos. Había escuchado cómo era
Alejandro. Un destroza corazones, eso era. Que era guapo no lo dudaba, pero en
general era jactancioso y se le había subido a la cabeza su éxito. No era mal
pianista pero no tan bueno como él mismo pensaba. Además, ella estaba de vuelta
de posibles amoríos. Ya le había costado bastante salir del agujero al que cayó
cuando rompió con Carlos. Otro pianista. Por Dios, que con uno era suficiente.
-
¿Qué me dices? – insistió él.
-
No sé…
-
Tenemos que celebrar el éxito. Ya sé que no te
caigo muy bien pero lo cortés no quita lo valiente. Cenamos, charlamos un poco,
brindamos por nuestro éxito y ya está.
-
De acuerdo. ¿Dónde? – aceptó Adela.
-
En mi casa. En la terraza de mi apartamento. Te
gustará.
-
¿Yo la verdad preferiría un restaurante?
-
Venga, no seas aguafiestas. Te recojo en
Atrium a las nueve. – y Adela escuchó el click que anunciaba
que él había colgado.
Había picado como una adolescente tonta, pensó. Por un
momento, había pensado que era una invitación sincera, de dos profesionales.
Pero al elegir su casa estaba claro que pretendía más. La tenía clara. Si
esperaba ser una de sus conquistas, la llevaba clara. Ya no podía decir que no
iría, pero cenaría y punto.
La cena, con todo, había resultado espléndida y, para su
sorpresa, Alejandro había estado encantador. Habían reído y debatido sobre la
música impresionista, sobre la política cultural del gobierno, sobre mil cosas
y ni él se sobrepasó en ningún momento ni ella tuvo que hacer uso de la pechera
de coracero prusiano con la que iba prevenida.
La noche era clara y, a pesar de la difusa luz de la ciudad,
se podía ver la Osa Mayor. La temperatura, acabando ya el verano, era aún tibia
e invitaba a charlar hasta altas horas.
-
¿Nos falta música? – dijo él- Vaya dos músicos
de pacotilla que no amenizan la velada con algo de buena armonía. Para algo
tengo montados estos altavoces aquí fuera.
-
¿Puedo? – preguntó ella.
-
Por supuesto. Están justo ahí, en la entrada de
la terraza.
Adela se levantó y se acercó al mueble que contenía los CDs.
Llevaba la copa de vino en una mano y se tomó su tiempo, sacando una a una las
cajas y leyendo la obra y la versión. Él la miraba intrigado.
-
¿Qué vas a elegir?
-
No lo sé todavía- replicó ella- déjame elegir a
gusto.
-
Sea, sea… tenemos toda la noche. Mientras los
vecinos no protesten
De pronto, ella elevó la voz con un tono de júbilo.
-
¡Rachmaninov y Previn!
-
¿Qué?- Alejandro volvió la cabeza.
-
La segunda sinfonía de Rachmaninov dirigida por
Previn. Una versión maravillosa.
-
Lo es. Vaya, no imaginaba que tendríamos gustos
tan parecidos.
-
¿Escuchamos el adagio?
-
Por favor – él se levantó y tomando el CD de la
mano de Adela, lo introdujo en el estéreo. Pulsó unas cuantas teclas e invitó a
la mujer a regresar a la terraza y sentarse frente al cielo oscuro.
No dijeron nada durante el cuarto de hora. No podían. Hay
veces que, sin esperarlo, el mundo se confabula para crear el mejor de los
escenarios y parecía que aquella noche era uno de esos instantes que luego se
recuerdan siempre.
-
¿Lo volvemos
a escuchar? – pidió ella al terminar.
Alejandro se levantó y programó el aparato para que
repitiera el adagio una y otra vez. Se sentó junto a ella y la miró pero Adela
no sintió en su mirada aquello que le contaran de él. No había vanidad ni
egolatría ni sexo. Había dulzura y sensibilidad, ternura. Vaya lío, pensó, vaya
lío. Que no quiero nada con pianistas, se dijo a sí misma, mientras las cuerdas
construían un tiempo lento sublime, lírico, tan plácido y melancólico que
detenía el tiempo, con el tempo exacto, manteniendo las
notas suspendidas en el aire por un eterno momento hasta que caían relajadas en
la tónica, un divino clarinete sobrevolando al resto de la orquesta, una versión serena e indisputable. Que no quiero nada con pianistas,
se repitió mientras no podía evitar prenderse de sus ojos, preguntarse cómo
sería el tacto de aquellas manos grandes, si sería cierto que era hábil en los
besos y en las caricias. Vaya, con Rachmaninov y con Previn, aprendices de
brujos, hechizadores.
-
Me gusta cómo entran los cellos aquí, justo tras
el trino- interrumpió quedamente él, mirándola un instante.
Vaya, con Rachmaninov y Previn. Ella había venido dispuesta
a no dejarse engatusar, a dejarle claro que ella no era una más y ahora estaba
atrapada en un torbellino de sensaciones. Rendirse, eso era lo que iba a hacer,
rendirse dulcemente.
-
Es la una- musitó él.
-
Los del piso de abajo deben estar ya hartos del
adagio- sonrió ella.
-
Y no veas lo desabridos que son. Ya me veo en
boca de todos en la siguiente reunión de portal.
Permanecieron en silencio. Adela deseaba quedarse, se
quedaría si se lo pidiera. Qué complejo es el mundo a veces. Cómo puede cambiar
la vida en unas horas. Previn era el culpable.
-
Eres encantadora – Alejandro la tomó de la mano
por un instante. Ella no supo qué decir. Se dejó hacer.
-
Ha sido una cena preciosa – y con el tono tierno
de su voz, él comprendió que podía pedirle que se quedara. Y ella supo que
aceptaría.
-
Sería imperdonable romper el embrujo de
Rachmaninov – dijo bajito él, mientras besaba su mano-, … la cadencia debe
suspenderse en el tiempo para que se anhele que llegue el acorde y este suene
maravilloso.
-
Lo sé.
-
¿Te pido un taxi?
-
Será lo mejor – contestó Adela.
Bonito relato y precioso adagio.
ResponderEliminarSi yo hubiera sido él, creo que hubiera actuado igual. ¡Todo a su tiempo! jejejeje
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