Teresa se llevó una gran alegría cuando recogió el sobre del
buzón. Aunque no lo abrió supo, por el membrete, de qué se trataba y me esperó
hasta tarde sólo para ser ella quien me diera la noticia.
-
¡Enhorabuena!- serían más de las diez y en
noviembre la noche era ya cerrada. Había encendido la lámpara de pie junto a la
librería y se había servido un vino blanco.
-
¿Y eso? ¿Te has comprado lencería nueva y me
espera una noche inolvidable? – bromeé mientras le besaba en la mejilla.
-
¡Tonto!- me contestó sonriente al tiempo que me
alargaba la carta.
Al igual que ella, reconocí el logotipo de la Asociación de
Fotógrafos y vi el subtítulo que acompañaba a la marca. Best Picture
Award.
-
Vamos, ábrela- me apuró ella.
Se trataba de una misiva estándar, cortés pero breve, en la
que me anunciaban que había sido seleccionado como finalista al galardón al mejor
fotógrafo de prensa del año, algo a lo que todos en la profesión aspirábamos.
Ciertamente, era improbable que ganara. A la fase final llegaban un centenar de
profesionales y las influencias e intereses varios no tardarían en aparecer, la
pelea de hienas comenzaría a no más tardar y las llamadas telefónicas
sotto voce no cesarían de sonar en los despachos de los
jurados. Los cien mil euros del premio eran un tesoro por el que muchos harían
cualquier cosa. No iba a tener opciones pero, para mí, el sólo hecho de ser finalista representaba un
orgullo que debía admitir.
- No puedo creérmelo- dije, mientras me servía yo
también un poco de vino. No podía ocultar que me satisfacía.
- Mi fotógrafo querido.- Teresa me acarició el
pelo y me miró con ternura- Te dije que llegarías, hombre de poca fe.
Habían sido años complicados. La crisis se había cebado con
mi trabajo como con cualquier otro y siendo freelance la
situación era aún más difícil. Cualquiera podía comprarse una cámara digital y
ponerse a tomar instantáneas sin ton ni son. Antes, cuando con veinte años yo había comenzado de ayudante en El
Diario Norte, teníamos la protección del coste. Tener una cámara
decente era caro, comprar los carretes también y revelar las fotografías se
llevaba un buen presupuesto. La calidad, la profesionalidad, eran casi
obligatorias porque uno tenía que optimizar los pocos recursos de que disponía.
Una toma fallida era dinero perdido e implicaba la bronca del jefe de sección. Pero
ahora, cualquier mentecato podía tener su momento de suerte tan sólo por pura
estadística. Si haces tres mil fotos digitales en un evento, es más que
probable que un par de ellas sean decentes. El único riesgo que corres es que
se te desgaste el dedo al pulsar tantas veces la tecla enter mientras ves
pasar las imágenes en la pantalla del ordenador.
Así las cosas, hacía casi cuatro años que había decidido
huir hacia delante, invertir en mi profesión, jugármela, gastar el poco dinero
que tenía. No en material, porque el que tenía era ya muy bueno, sino en buscar
oportunidades. Me dio por viajar, por gastar mis ahorros en visitar países
pobres, llegarme hasta donde las catástrofes asolaban el mundo o visitar los
barrios más marginales de las ciudades. En lugares así, que además abundan,
siempre es posible obtener imágenes imposibles en otros parajes, imposibles
para el aficionado que pasea cómodamente por su ciudad. La miseria, para
desgracia del hombre, ofrece los momentos más emotivos, los instantes más
espectaculares.
La apuesta había tenido su recompensa porque lo cierto es
que me había hecho un hueco en el sector y mis fotografías se pagaban bien, lo
suficiente para financiar mi próximo viaje y para vivir holgadamente. Había
conocido a Teresa, una mujer estupenda también ligada al mundo del periodismo,
y habíamos decidido irnos a vivir juntos a un apartamento que alquilamos en la
zona nueva de la ciudad, apenas sesenta metros cuadrados pero suficientes para
nosotros.
-
¿Qué foto habrán seleccionado? – me pregunté en
voz alta.
-
Qué más da, todas las que haces son estupendas –
contestó Teresa.
- Me adulas para que te deje acompañarme a la
ceremonia- bromeé, porque lo cierto era que sin ella ni se me pasaba por la
cabeza asistir.
- ¡Claro¡- me siguió la ironía- y además me vas a
pagar un traje nuevo porque a esas galas hay que ir como Dios manda. A ver si
también se fijan en mi trabajo el próximo año.
- Ven- le dije y la abracé contra mí. Era una
buena noche y reclamaba el mejor de los finales en nuestra cama.
El día seis amaneció azul, frío como no podía ser de otra
manera, pero agradable para llegarse andando hasta el Palacio de Congresos. El
taxi nos dejó en el extremo del parque y decidimos caminar hasta la entrada del
pabellón, a casi un kilómetro. Yo, con mi esmoquin, ella con un bonito vestido
en grises que resaltaban su silueta. Los árboles estaban ya desnudos desde
hacía semanas pero la luz del mediodía jugueteaba con las ramas de un modo tan
especial que las sombras conformaban dibujos y arabescos que no pude sino
admirar.
- Lástima no haber traído la cámara- dije- estoy
viendo unas escenas extraordinarias.
Llegábamos con tiempo. Faltaban más de dos horas para la
ceremonia pero queríamos ver primero la selección de fotografías. Este era
siempre uno de los momentos más emblemáticos del concurso porque la organización
no hacía púbico con qué obra se competía y mantenía el secreto hasta el día de
los premios. Así, ni siquiera los protagonistas sabíamos con qué fotografía
habíamos llegado a la final, algo que amén de intriga le daba un cierto morbo
al evento. Cuando entramos, había ya mucha gente. Cada uno de los ciento y pico
finalistas había invitado a varios familiares y a todos estos se sumaban los
periodistas que cubrían el acto, políticos, colegas de profesión y una jauría
humana que se había apuntado por uno u otro motivo.
Si ya iba seguro de que no podría tener oportunidades,
cuando comencé a ver las obras seleccionadas de mis competidores, la cosa me
quedó clara.
- Hay algunas fotografías excelentes, maravillosas
– le musité a Teresa- no tengo opciones.
- Tú qué sabes- me contestó ella al tiempo que me
daba un codazo en la cintura- siempre tan pesimista.
- ¡Pero si todavía ni sé con cuál yo concurso! –
protesté- No veo ninguna de mis fotos.
- Tranquilo, apenas hemos visto una veintena.
- Habrán puesto las mejores a la entrada como es
lógico.
-
¡Y dale!¡Tú qué sabrás qué criterio han seguido.
Tuvimos que llegar hasta la tercera sala para encontrar la
fotografía que habían elegido de mi trabajo. La recordaba bien. Centroamérica.
Una plaza amplia y porticada, muy
colonial, encalada en sus paredes y con zócalos pintados en sepia. En las aceras de sus cuatro lados, tamarindos
sin cuidar, sedientos, que así y todo se mostraban vigorosos. Bajo los
soportales una bacanal de vida, pequeños tenderetes de botanas, de refacciones
de viejos automóviles, lugares donde un podía encontrar piezas que en ningún
otro sitio existían ya, un par de tiendas de confección con vestidos de colores
elegidos de los polos opuestos del espectro y combinados no se sabía bien cómo,
una librería con revistas de mujeres, de cocina o de política. Gentes sentadas
en sillas precarias que bajaban de las casas, charlando, bebiendo un traguito
de ron y apostando a los naipes su
tiempo que era casi lo único que tenían.
Hice muchas tomas y, cuando ya me iba a marchar, los vi
sentados al borde de la carretera que cruzaba la plaza por donde, de tanto en
cuándo, pasaban algunos destartalados Chevys importados a
los gringos. Dos latas de cacao vacías y abolladas les servían de asiento. Llevaban
cada uno un zurrón con cepillos y betunes. Tendrían diez u once años, quizá
nueve el más pequeño. Una camiseta raída, pantalones hasta un poco más abajo de
las rodillas y chancletas de goma. Pelo cortado y algunos arañazos en los
brazos, quién sabe si de castigos o de aventuras vividas entre los zarzales.
Simplemente esperaban, y sus ojos todavía no habían claudicado al aburrimiento
de la vida. Observaban todo y a todos con la ilusión de la niñez. Se dedicaban
a lustrar los zapatos de los que podían permitírselo que no eran muchos en
aquel pueblo: el policía, los capataces de las fincas de los alrededores,
alguna señora que se acercaba a realizar encargos o los militares del cercano
puesto de Aramante. Me cayeron simpáticos nada más verlos, no sé si por su
sonrisa o porque me dieron lástima. Ellos, al verme, güero y a todas luces
extranjero, se ofrecieron a limpiarme el calzado y yo accedí aunque sabía que
la limpieza duraría sólo hasta que volviera a cruzar por entre el polvo de la
plaza. No recordaba por qué lo hice, ni tan siquiera de qué conversé con
aquellos niños pero sí que estuve un buen rato junto a ellos y que hablamos de
lo que hacían, de la localidad y de la fiesta de San Sulpicio en la que la
plaza se engalanaba con banderolas y candelas colgadas en la noche.
Les tomé la instantánea cuando ya me marchaba. Ahora, al ver
la foto, me daba cuenta de cómo me habían mirado, con ternura, con ansias de
salir de allá, con ilusiones rotas, con expectativas nunca dichas de seguirme.
Entonces, cuando había enfocado y recalculado
el diafragma no me había percatado de ello, estaba demasiado ensimismado
en mi oficio, en vigilar las sombras o afinar la profundidad de campo. Sólo
ahora percibía cómo aquel día me miraban tan profundamente. Es extraño cómo,
atento a las minucias intrascendentes, uno no se entera de lo que realmente es
importante.
- Es muy buena foto- Teresa me sacó de mis
pensamientos- realmente buena, tan humana, con tanta fuerza. No me extrañaría
que ganaras.
Sonó el timbre que anunciaba el inicio del acto de modo que
nos dirigimos a nuestras localidades en las primeras filas y que nos habían
reservado al ser los finalistas. El escenario adornado con enormes conjuntos
florales. Tras el presentador, una gran pantalla en la que se iban proyectando
las fotografías seleccionadas en un carrusel bastante bien diseñado. El jefe de
ceremonias se demoró eternamente en un discurso algo plomizo y los ponentes que
posteriormente ensalzaron a la sociedad fotográfica, al periodismo y la clase
política alargaron en demasía la introducción. Al fin y al cabo, todos los que
estábamos allá queríamos conocer los premios y salir de la incertidumbre.
Por fin, anunciaron el tercer premio. Un colega francés con
una impactante foto de los piratas navales en África. Sin duda, se habría
jugado el pellejo para tomarla. Diez mil euros para él. Miré a Teresa y le
sonreí. Ella me devolvió el gesto apretándome la mano disimuladamente.
El segundo premio fue para un ruso y una imagen tomada en
globo cerca de los Urales. Un colorido extraordinario. Seguro que la había
procesado por ordenador pero, ciertamente, aunque yo no soy amigo de los
retoques digitales, había que aceptar que el tipo tenía una técnica imponente.
Veinte mil euros para el ruso.
Tras los aplausos, el presentador dio cierta pomposidad al
momento, divagó un poco, para finalmente soltar lo de The Winner is…
Teresa dio un pequeño grito de alegría al tiempo que yo no
acababa de entender que, contra todo pronóstico, habían dicho mi nombre. De
repente, el mundo me daba vueltas. Todos me miraban, me felicitaban, Teresa me
abrazaba, mi foto, la de los dos chiquillos limpiabotas, estaba proyectada en
tamaño enorme sobre la pantalla, tenía cien mil euros en mi cuenta bancaria y,
a partir de aquel momento, sería célebre y los periódicos de todo el mundo
buscarían mis trabajos.
En momentos así, uno se
comporta casi como un autómata. Salí, sonreí, agradecí la distinción y alabé a
la organización, lancé un beso a Teresa y prometí dar lo mejor de mí en la
profesión como esos futbolistas que, antes de cada partido, juran que van a ofrecer el cien por cien a la afición. Luego, la
cena bufet, estrechar manos continuamente, palmadas en el hombro, una
orquestina que desgranó el repertorio completo de Frank Sinatra, brindis de
unos y otros y un cansancio mortal en mis pies tras varias horas que me
hicieron desear quitarme los zapatos y lanzarme a caminar por el césped del
parque.
Serían casi las dos cuando un sedán de la organización paró
ante nosotros para llevarnos a casa.
-
¿Y? – me miró mi novia, con una sonrisa tierna.
-
¿Y qué?
-
¿Qué siente el héroe del día?
- No sé, no me lo esperaba, aún no sé qué pensar-
le devolví la misma sonrisa tierna. Necesitaba acostarme, abrazarla y dormirme
mientras lo hacía.
-
¿Sabes?...- dudó.
-
¿Qué?
-
Es tu noche de gloria y pareces algo triste.
-
No, triste, no… ¿por qué?
-
No sé, lo pareces. Tus ojos no brillan.
-
No, en serio, estoy bien.
-
¿En qué piensas?- me besó ligeramente en los
labios.
Tardé en contestar.
-
En ellos.
-
¿En quién?
-
En los chiquillos, los de la foto.
-
¿Por qué?
-
Fíjate. Tengo cien mil euros gracias a ellos.
-
Gracias a tu oficio, a tu profesionalidad-
contestó ella.
-
¿Sabes qué me pidieron para que pudiera hacerles
la foto, para que yo haya ganado todo ese dinero?
-
¿Qué?- me dijo.
- Una bolsa de caramelos de la tienda de la
esquina. Cincuenta céntimos de euro. Llevaban años envidiando las golosinas.