Los vericuetos de la vida son imprevisibles hasta que uno ya
está transitándolos y no hay marcha atrás. Entonces, nos sorprendemos de estar
ahí, dónde no pensábamos estar, tomados a traición por el azar y sin recurso
alguno para reaccionar. Tan solo cabe dejarse llevar. Si hubiera olvidado el
encargo de mi padre o hubiese perdido la salida del barco o, simplemente, me
hubiese demorado unos cuantos días, no tendría ahora esta desazón que me
consume.
Llegué a la ciudad un dieciocho de octubre, en un vapor carcomido
por el salitre que había abordado en Veracruz. Aunque don Expósito me había
recomendado hacer el viaje por tierra, yo preferí embarcarme. Ciertamente, ello
había supuesto una semana de más en el periplo pero lo prefería. Por un lado,
amo el mar. Por otro, no tenía urgencias de ningún tipo. El objeto del viaje
era mostrar mis respetos a un viejo benefactor de mi familia, don Benito
Dávila, camarada de mi padre durante la guerra, hombre con algunas cuitas que
zanjar con la justicia en España y que, gracias a unas gestiones poco ortodoxas
que tuvo que hacer mi progenitor, logró marchar a Panamá, habiendo rehecho su vida
y su fortuna. El caballero, agradecido, nos enviaba algunas sumas de dinero
cada año y, según decía, habría de tenernos en cuenta a la hora de testar. No
era extraño, pues, que mi padre deseara mantener la relación más cercana y
cordial con Dávila porque en los tiempos de escasez y penurias que nos tocaba
sobrellevar, toda ayuda era buena. El día que comuniqué que mi empresa me había
designado como capataz en la construcción de una manufacturera de caña en
México, mi padre escribió una larga carta loando la amistad que le unía a aquel
hombre.
-
Encárgate de hacérsela llegar a don Benito- me
dijo muy serio- y, por una vez, compórtate como te hemos enseñado.
-
No sé si tendré tiempo. El trabajo será duro y
hay mucha distancia hasta Panamá- protesté.
- Pamplinas- se volvió como si mis excusas fuesen
insensatas-, estamos en 1950, por Dios. Podrás ir y volver en un fin de semana.
No sé qué tienes en la cabeza- elevó la voz-, ni siquiera cuidas de tu futuro.
Y esto es tu futuro.
No quise discutir y guardé la carta. Una semana después ya
estaba rumbo a México y durante los tres meses siguientes la olvidé
completamente. El trabajo me absorbió, contraje alguna de esas enfermedades tan
extrañas que ni se estudian en las facultades europeas y tuve que bregar con
cientos de obreros que se empeñaban en hacer lo contrario a lo que yo ordenaba.
La fábrica, con todo, crecía lentamente, los costes estaban controlados y mis
superiores se mostraban satisfechos, tanto que un día recibí una misiva de la
central concediéndome unas breves vacaciones de dos semanas. Fue entonces
cuando recordé el encargo de mi padre y, por algún instinto que me resultó
extraño hasta a mí mismo, me dispuse a dar cumplida cuenta de su deseo.
Presentaría mis respetos a Dávila, le entregaría el sobre y aprovecharía para
visitar la ciudad. No conocía Panamá pero un par de amigos se encargaron de
alentarme en lo que realmente me era importante:
-
Las mujeres del canal son las más ardientes de
todo el Caribe- había afirmado con rotundidad, entre sorbo y sorbo de ron,
Elías, un marino de cara arrugada y brazos fornidos que solía dejarse caer por
el Molucas entre navegación y navegación.
-
¿Ves?- me dijo Justo golpeando mi hombro con su
mano- te lo había dicho. Mujeres de piel canela y ojos que parecen un remolino
de esos que succionan mercantes.
Elías afirmaba con un gesto de su cabeza y aprovechaba para contarnos imaginarias
historias de los inhóspitos mares que había surcado. Nos daba la madrugada
entre risas y divagaciones hasta que el ron y los gritos del tabernero lograban
que, tambaleándonos, nos fuésemos a nuestra casa. La noche previa a mi partida
soñé con una hembra panameña de caderas anchas y labios dulces, quizá un juego
de mi mente para aliviar el engorro de aquel viaje.
Un viejo criado que conducía un Ford de no menos edad, me
llevó desde el puerto hasta la finca de don Benito. El trayecto resultó cansino. La carretera,
sendero a mis ojos, era pedregosa y las ruedas rebotaban con fuerza a cada
piedra que habían de sortear. El polvo se levantaba a toneladas y caía sobre
nuestros hombros, sobre nuestro cabello y sobre mis maletas. A pesar de todo,
el paisaje era maravilloso. Durante buena parte del camino bordeamos un bosque
de macanos y cocobolos. Más tarde, cruzamos por entre una plantación de tagua,
ese vegetal que labrado por manos hábiles, parece marfil. Bandadas de patos y
tijeretas nos sobrevolaban de tanto en cuanto al pasar cerca de marismas o
lagos. En el cielo ni una sola nube, un lienzo de impoluto azul cobalto. Discerní
belesas, que yo sabía que usaban algunos para entrar en un trance similar al de
algunas drogas occidentales.
El chófer hizo sonar la bocina varias veces cuando nos
aproximamos a la casa. Al propietario, sin duda, debían marcharle muy bien los
negocios porque era una mansión amplia que recordaba a las casas solariegas
españolas, con alfeizares adornados con macetas coloridas, un enorme porche con
hamacas y un jardín cuidado hasta el detalle. Más allá, se divisaba una alberca
cuya agua reflejaba el sol como si se tratara de un espejo. Al fondo, unos
operarios estaban montando algo que no supe distinguir, una especie de andamio.
-
Bienvenido, amigo mío. No te veía desde que eras
así- don Benito bajó la palma de la mano a la altura de mi cintura mientras que
me sonreía- No puedes imaginar lo feliz que me hace verte aquí. Me tienes que
contar miles de cosas.
Agradecí la cálida bienvenida y vi cómo un sirviente llevaba
mi equipaje adentro de la casa.
-
Luego te enseño tu habitación. Quiero que
encuentres todo a tu entero gusto. Cualquier cosa que precises, sólo tienes que
pedirla a algún criado- me dijo-, pero antes, ven, sentémonos a tomar algo.
Debes estar cansado del viaje.
Asentí, sorprendiéndome de cómo aquel caballero había creado
un mundo propio que hacía tiempo había dejado de existir. Se comportaba como un
terrateniente dieciochesco, como el dueño de una plantación de las que yo había
visto sólo en las películas. Callé sin decirle nada porque, a fin de cuentas,
todo aquello no me incumbía.
-
Le traigo los respetos de toda mi familia y esta
carta de mi padre.- se la entregué.
-
¡Ah!, el viejo Fermín- suspiró mientras tomaba
asiento frente a una pequeña mesa- le debo tanto. Sin él, probablemente ahora
estaría en la cárcel. Pero, por favor, siéntate.
Entonces la vi. Entonces.
Traía la jarra de limonada rosa en una bandeja junto a dos
vasos de cristal labrado. Le calculé unos veinticinco años, un poco menos que
mi edad. Nunca se me han dado bien las palabras, de modo que me es difícil
describir su hermosura. Puedo decir que yo nunca había visto una mujer tan
preciosa. Sí, sé que hay imbéciles en esta vida que aseguran que el amor a
primera vista es imposible, que llega cuando se ha intimado o conocido a la
otra persona, tras la pátina que da el tiempo. Son estúpidos que sólo
demuestran que nunca se han enamorado de veras.
Era casi tan alta como yo, vestía una falda ceñida de lino y
una blusa elegante que dejaba imaginar su cintura y sus pechos. El cabello,
negro y recogido en un pequeño moño, enmarcaba la exquisitez de su carita, con
unos ojos oscuros penetrantes, una nariz chiquita, una frente despejada y unos
labios que, de natural, tomaban una forma agradable, como de sonrisa encubierta
aún antes de reír de veras.
-
María Soledad- dijo Dávila-, hija mía, sírvenos
dos buenos vasos. Hace un calor del demonio hoy.
Me gustó su nombre. Cuando se agachó para darnos la bebida,
me miró fijamente y yo sostuve la mirada. Aquel fue uno de esos instantes que
marcan una vida. No soy amigo de sentimentalismos y los que me conocen dirían
que soy más bien frío en mis reacciones pero hay momentos que marcan la
existencia y aquel fue el mío. Di por buena la travesía desde México, el camino
asfixiante hasta la finca, el perder mis vacaciones en un encargo tonto. Es
más, supe con esa sabiduría que a uno le llega de no se sabe dónde, que todo el
mundo, los pájaros, el agua del pozo, el
césped del jardín, los marañones y los
zapotes, los titíes y los gavilanes, los murmullos de la selva y el sol enorme
del mediodía, se habían confabulado para que aquel instante, aquel preciso
segundo, quedara grabado en mi corazón para siempre.
-
Te presento a mi querida hija, Soledad- don
Benito rompió el hechizo que sólo a aquella mujer y a mí nos reclamaba-,
hermosa como ves pero algo alocada.
-
No es la mejor forma de presentarme, ¿no crees?
– le interrumpió- y extendió su mano hacia mí. Mano que estreché como si se me
hubiese permitido entrever el paraíso. Demoré tanto como pude el saludo para
sentir su piel suave y dorada por el sol, para ver sus uñas coloreadas con
esmalte de nácar. Al acercarse, sus ojos me turbaron todavía más.
-
¿Cuándo sales, querida?- preguntó su padre.
-
Antes de que anochezca. En cuanto tenga todo
preparado.
-
¿Se marcha? – debió notar mi pesar en mi
expresión.
- Sí, he de marchar a la ciudad. Algo que no puede
demorarse- me encantó el tono de su voz, femenino pero firme.
-
Cuanto lamento…- balbuceé.
-
Espero verle a mi regreso. Mi padre cuidará de
usted, estoy segura- su rostro se iluminó con una sonrisa que sólo algún dios
benévolo había podido diseñar y se dio media vuelta, alejándose.
Las dos horas siguientes fueron insufribles. Yo deseaba
retirarme a mi habitación, tomar un baño y dormir algo. Quería adecentarme
para, después, salir a buscarla. Necesitaba volverla a ver antes de que se
fuese a la ciudad, sentir nuevamente el escozor íntimo de sus ojos prendados en
los míos. A ratos, me decía que era un bobo, que ya era mayorcito para quedar
colgado de una muchacha a la que ni conocía. Mientras, Dávila me contaba sus
aventuras en la guerra, en la misma compañía que mi padre, batallas y
explosiones, el estraperlo al que se había dedicado, un asunto que no concretó
sobre un robo en un cuartel – y de aquellas palabras, deduje que era eso lo que
había dado con su existencia en América-, de las juergas que se había corrido
con mi padre, un padre que me parecía irreal puesto que yo no le conocía fuera de
su adustez y sobriedad.
- Te quedarás hasta el veintiuno, ¿verdad? –
preguntó súbitamente mientras se secaba el sudor con un pañuelo.
-
No pensaba quedarme tanto. El trabajo me
reclama, ya sabe usted.
- Nada, nada, pamplinas- bebió largamente-, sería
imperdonable que no vieses la fiesta.
-
¿Fiesta? – inquirí.
- El Cristo negro- dijo, como si aquello fuera
suficiente para que yo entendiera.
-
Lo lamento, pero no acabo de …
-
Una vieja historia de estas tierras. En 1658,
justo un 21 de octubre, unos paisanos encontraron una talla en la playa, una
figura de Cristo que había sido arrastrada por las olas hasta la arena. Un
Cristo negro. Créeme, orar a ese Cristo que ahora está en una iglesia de Portobelo
da resultados inmediatos. Muy milagrero, muy milagrero.
-
Ya, entiendo, pero es que la fábrica no puede
esperar y…
- Cuentan- prosiguió sin atender a mis palabras-
que, en aquellos tiempos, un galeón cargado de oro, especias y mercancías
intentaba zarpar de Portobelo en medio de una mar agitada por una imponente
tormenta. A pesar de la destreza del timonel, la fuerza de las olas les
empujaba contra las rocas del acantilado. Se iba haciendo de noche y el capitán
comenzó a temerse lo peor. O lograba alejarse de la costa o la marejada
acabaría empotrándolos contra los arrecifes. Y, cuentan, que mandó lanzar al
mar unas cajas muy pesadas que llevaba en la bodega a fin de aligerar peso y
conseguir un navegar más ligero. Dios quiera que aquel pecador no supiese lo
que contenían porque, si lo hizo a propósito, estará quemándose en el infierno
para toda la eternidad.
-
¿Qué contenían? – pregunté.
- Una de ellas, la mayor, llevaba dentro la
estatua del Cristo. Puedes imaginar que tanto la caja como la talla eran de
madera y acabaron flotando sobre el océano. Tiempo después aparecieron sobre la
arena y casi al momento se vieron señales milagrosas.
-
¿Cree usted en todo esto, don Benito?- le
interpelé.
- Son leyendas, hijo. Pero da igual. Lo importante
es que cada 21 de octubre tenemos una gran fiesta. Una fiesta a la que te
tienes que quedar, sí o sí. Total, son sólo tres días más. No puedes decirme
que no. Además, Soledad ha marchado a la ciudad para comprar todo lo necesario.
Le gustará que veas sus preparativos. Y habrás de halagarla, a una mujer
siempre le gustan los cumplidos- soltó esa risita estúpida que los hombres
sueltan cuando hablan de las mujeres sin tener ni idea de lo que estas piensan
en realidad.
Comprendí entonces las obras al fondo. Estaban construyendo
una pérgola y engalanando aquella parte del jardín para el evento. Había
carpinteros subidos sobre postes que claveteaban con estruendo, jardineros que
alisaban la tierra y plantaban parterres de flores, unos obreros que parecían
dibujar un pequeño sendero, desde allá hasta la casa, hecho con cantos rodados.
Logré, por fin, que don Benito me permitiera ir a mi cuarto
y, como necesitaba, tomé un largo baño en agua tibia, jabonosa y aromatizada
con unas hierbas que no supe reconocer pero que recordaban el olor de la
vainilla fresca. Me quedé dormido en la tina y, para cuando desperté, el agua
se había ya enfriado y la noche caía sobre la finca. Me habían dicho que la cena
sería a las ocho, así que me afeité, domé mi pelo como pude y me vestí
dignamente.
Apenas atendí a las viandas que me sirvieron, aun cuando
todas estaban exquisitas. El sancocho y el arroz con coco de los entrantes, la
carne entomatada y los patacones después. En otra ocasión, hubiera disfrutado
puesto que soy de buen comer pero ya se dice, con razón, que el amor, o lo que
fuera aquello que yo sentía, alimenta solo.
Dormí mal y los truenos de una tormenta que se desató pasada
la media noche no me ayudaron a conciliar el sueño. Por la mañana, estaba
decidido a entablar amistad con aquella mujer, a saber de ella, a mirarla,
sobre todo, a gozar mirándola. Ansiaba que regresara y ahora apreciaba como una
bendición del cielo la invitación a quedarme a la celebración del Cristo
negro.
Don Benito me abordó hacia las seis del día veintiuno. Como
yo había supuesto, no había sido posible ver a Soledad en toda la jornada.
Estaría en las cocinas preparando el banquete, atendiendo a los invitados que
iban llegando, asegurándose que la casa se engalanaba como ella deseaba,
instruyendo a los sirvientes, cerciorándose de que los jarrones estaban llenos
de flores, persiguiendo a Dávila para que se vistiera, al fondo del jardín o quién sabe dónde. El
sol ya estaba bajo y las nubes altas se teñían de anaranjado con una paleta de
matices que sólo el cielo es capaz de crear. En el Caribe, los atardeceres
suceden deprisa, la frontera entre la noche y el día es más brusca que en otras
latitudes. Los pájaros lo saben y se levantan en bandadas súbitas para ir a
refugiarse en los nidos de las ramas más altas. Los patos se acercan a la
orilla y se encogen, mientras el manto de oscuridad cubre las aguas de los
lagos. Me rodeaba la algarabía del ocaso con la esperanza de verla en la noche.
-
Te estaba buscando- Dávila me agarró por el
brazo- Me he dado cuenta que todo esto te es desconocido. Vendrán hoy muchos
amigos, personas importantes que saludarás pero que estarán a sus asuntos.
Gente que puede ayudar a tu familia. Eres un hombre de bien, con clase, con mundo-
me pregunté a qué vendría tanto halago- pero no conoces la idiosincrasia
del lugar ni las tradiciones ni las manías de estos ricos que me rodean.
-
Intentaré no defraudarle- me excusé sin saber
por qué.
- No lo harás. Sé de tu valía pero le he pedido a
María Soledad que te acompañe, que sea tu pareja. Espero que no te moleste, no
es que piense que puedes meter la pata pero mejor si ella está cerca para
prevenirte….
Aquel hombre se estaba disculpando por hacerme el más
maravilloso de los regalos, lo único que realmente yo deseaba en el mundo
aquella noche. Le agradecí de mil maneras sus consejos y atenciones y, en
cuanto pude, me metí en la casa para abordarla sin más dilación. Cuando la vi,
comprobé que, efectivamente, todo el cosmos era cómplice del embrujo porque al
recuerdo inicial que de ella tenía en el porche comenzaron a encadenarse otros muchos momentos
que, finalmente, me hicieron ver sólo aquel rostro, desear sólo aquella silueta
y suspirar como un adolescente inexperto.
Se había puesto un vestido de noche en tonos ligeramente
ocres, con escote palabra de honor, la falda hasta la rodilla, zapatos de
tacón, el cabello recogido con un pasador de caoba y su cuello adornado con un
fino collar de perlas.
-
¿Y bien?- me interpeló, tras una sonrisa de
embrujo- ¿Listo para conocer la fauna local?
-
Estoy seguro que me ayudarás a sobrellevar el
mal trago- devolví la sonrisa y le ofrecí mi brazo.
Quisiera ser capaz de rememorar aquellas horas pero mis
recuerdos son fragmentados, difusos, como si todo hubiera quedado velado por un
éter persistente que ocupara mi corazón, por el magnetismo de sus ojos, por su
conversación inteligente, su risa franca, por su forma de contarme los
secretos de aquella tierra, por su cultura expresada de forma tan familiar que
nunca resultaba pedante.
Quisiera recordar, pero me es difícil. Cómo darse cuenta de
lo que sucede cuando los ojos propios tienen un foco al que están amarrados,
cómo puede un barco perdido desviarse de seguir al faro, cómo puede uno atender
a los pensamientos cuando el maremoto del corazón se está desbordando por la
piel, por el estómago, por el vello, por el alma. ¿Cómo?
El jardín estaba precioso. La pérgola estaba adornada con
campánulas y orquídeas, clavellinas y
lilas, que algunas manos diestras habían trenzado en espirales y
volutas. Una orquestina interpretaba boleros. Lo hacían bien. Tres violines,
dos cellos, un par de clarinetes, flautas, un fagot, una trompeta y un
acordeón. A veces, algunas parejas se ponían a bailar. Habían encendido
farolillos por todo el jardín, globos confeccionados con papel de seda, en
color siena. La luz suficiente para verse los unos a los otros, para charlar.
La luz justa para que, mirando hacia lo alto, pudiesen todavía verse las
estrellas que aquella noche habían decidido alumbrar especialmente el cielo. La
comida dispuesta en grandes mesas entre las que los presentes iban y venían
tomando aquello que más les apetecía. Camareros impolutamente vestidos
sirviendo vinos y ron al que lo demandaba. En un aparte, habían prendido unas
brasas y asaban varios corderos lentamente mientras las pavesas subían a lo
alto entre crujidos y chisporroteos.
Quisiera recordar, pero no sé cómo acabamos en la orilla de
la marisma, sentados frente a un reflejo de luna gibosa, sin zapatos, sintiendo
el frescor de la noche y el runrún de los insectos. Las dos primeras horas
fueron de conversación frenética, de esa que sucede cuando dos personas
descubren que tienen un pasado que contarse, que parece inconcebible que el
otro no conozca todo de uno, que exista una historia no común inexplorada,
cuando es preciso recuperar en instantes todo el tiempo perdido sin haberse
conocido. Luego, el silencio. Luego, el mirarse. Luego, los besos sin saber
quién había empezado. Luego, el dolor de separar los labios. Luego, las promesas,
las ansias, las esperanzas, las alegrías, las dudas, los miedos a soltarse las
manos siquiera un segundo. Luego, el océano de instantes, todos juntos, todos
pugnando por salir a la superficie los primeros.
- Mira- dijo Soledad, tomando una flor- ¿sabes
cómo se llama?
-
Ni idea- contesté.
-
Es la flor de los tres amores- y me colocó una
en la camisa.
La besé y la apreté contra mí. Ella me respondió con la
misma pasión. Ya no hablamos más. La noche acompañó nuestra necesidad de entrega.
La cara de don Benito estaba congestionada. Se aflojaba
continuamente el cuello de su camisa y caminaba sin ton ni son por medio del
salón.
-
¡Me has ultrajado! ¡En mi propia casa!
-
Vamos, no digas tonterías- le contestó Soledad-,
no nos hables como a chiquillos o como a sirvientes. Ya soy mayorcita.
-
¡Olvidaos de ninguna ayuda más en vuestra
familia! – me señalaba amenazador con el dedo.
-
Eres una antigualla- contestó Soledad.
-
Y tú, tú- la miraba, más con incomprensión que
con ira- ¿qué dirá Leandro? ¿Qué va a decir ese buen muchacho? ¡Habrá que
mantener todo esto en el más estricto secreto! Y, por Dios, no eres capaz de
contenerte ni siquiera el día del Cristo negro.
Nos habían descubierto al amanecer, desnudos, abrazados y
tapados sólo por nuestras ropas que habíamos entrecruzado a modo de ligera
manta. Dávila se había preocupado al no ver a su hija durante tanto tiempo y,
en cuanto el último de los invitados abandonó la finca, se puso a buscarla. Y
vaya si nos encontró. Habíamos quedado dormidos, abrazados, tras habernos dicho
todas esas cosas que un hombre y una mujer se dicen entre besos.
Soledad trató de calmarlo pero fue imposible. Amenazó con
llamar a la policía, con denunciar a mi padre, con desheredar a su hija. Rompió
tres o cuatro jarrones de porcelana que parecían costosos y se enfureció con
los criados que entraron en la estancia. Repetía una y otra vez que había que
ocultar el suceso al tal Leandro.
-
¿Quién es Leandro? – pregunté.
- Quién va a ser- vociferó don Benito-, su
prometido, petimetre, su prometido. María Soledad está comprometida.
El mundo se desplomó de golpe. Todo el castillo de naipes
que el cosmos había construido en torno a mí durante aquellos pocos días se
derrumbó con un estrépito que me hizo temblar hasta la entrañas. La miré pero no
parecía afligida. Aun así debió sentirse interpelada porque, con tranquilidad,
me dijo:
-
Vamos, no eres un niño. A veces, ocurren estas
cosas. El ambiente, la atmósfera de magia, quién sabe, quizá la belesa que han
quemado los indios. Una noche especial, nada más.
Si me quedaba algo de cerebro en funcionamiento, se
desconectó al instante. Si aún disponía de palabras que decir, se me olvidaron.
Me sentía, simplemente, un imbécil, un imbécil extremadamente imbécil. El más
idiota de todos los seres de toda la historia.
No podía quedarme ni quería quedarme, necesitaba huir,
volver a México, llegarme a la taberna del puerto y gastar mi dinero en un buen
ron. Debía reincorporarme a la obra. El vapor hacia Veracruz me esperaba en un
par de días. Estaba desbordado por los acontecimientos y debía salir de allí lo
más rápidamente posible, a primera hora de la mañana.
Soledad salió a despedirme bajo la atenta mirada de Dávila
que, al verme marchar, estaba más tranquilo. Creí entrever en sus ojos un plan
para desterrar a toda mi familia al olvido en cuanto mi coche se perdiera en el
horizonte.
- Te amo- bajé la vista con impotencia.
- Eres un romántico, pero serlo ya no se lleva. Hemos compartido una noche
maravillosa. Quédate con eso, es lo que debe ser.
- Te amo- y lo que sentí al volverlo a expresar
fue disgusto hacia mí mismo. Estaba mendigando, arrastrando mi orgullo, y me
daba igual. Sólo pensaba en cuánto dolía aquello.
-
No voy a salir de tu vida- dijo ella-, siempre
podemos ser amigos. Pronto volverás y me darás un beso.
- ¿Es posible dar un beso en la mejilla después de
haberlo dado en los labios? – dije sin atreverme a mirarla.
Bonito relato y bien ambientado. Te envuelve en la atmósfera de un pasado que ya no vuelve
ResponderEliminargracias!
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