Fue por la llamada de Jaime por
lo que me enteré. Apenas recordaba ya al profesor Ruiz y si me hubiesen puesto
una serie de fotografías delante para reconocerlo dudo que hubiese podido
hacerlo.
- Venga, Iván – me había pedido Juanra-, anímate.
Estaremos todos los de 2ºB. Yo creo que nunca nos hemos juntado toda la
cuadrilla desde que dejamos el instituto. Y, de paso, acompañamos a la familia
del viejo.
Me apetecía ver a la panda y
aunque no conocía a ningún familiar de nuestro antiguo profesor de álgebra hube
de convenir que era una oportunidad estupenda para reencontrarnos y revivir
viejos tiempos. Para ser sinceros, había pasado mucho tiempo para recordar
detalles pero sí tenía en la memoria el que fue una buena época, descubriendo
la vida y explorándola con los amigos.
Cuando colgué, abrí el periódico
para leer la esquela del maestro. Era la clásica de trescientos euros con una
fotografía que debía ser de hacía bastantes años porque el profesor lucía una
espesa pelambrera sin cana alguna. Eché cuentas. Habían pasado diecinueve años
desde que los amigos, cada uno por su parte, partimos hacia la universidad o
nos pusimos a trabajar. Por aquel entonces las clases eran numerosas, de
cuarenta o más alumnos, pero cinco de nosotros formábamos una pandilla que
charlábamos juntos en el patio, nos pasábamos pitillos y salíamos los sábados a
iniciarnos en los gin tónics. Me llegaron recuerdos fragmentados. Es irónico
cómo lo que en un momento de la vida parecen las amistades más sólidas se
diluyen en un santiamén en cuanto la distancia se instaura entre las personas.
Con la excepción de Juanra al que había visto en varias ocasiones, todos los
demás eran ya para mí desconocidos de los que no sabía nada. Con todo, el
cerebro guarda la idea agradable de los tiempos pasados.
El funeral era a las siete en la
parroquia de Santa María de Luján, una iglesia neoclásica, no muy grande, a las
afueras de la ciudad. Sin conocer la zona y con temor de que fuese difícil
aparcar decidí ir con tiempo. El GPS cumplió su labor y llegué como una media hora
antes. Aparqué en batería en una calle lateral del templo y me dirigía
caminando hacia la entrada cuando escuché un grito que provenía de un grupo de
gente.
-
¡Eh! ¡Tú debes ser Iván! – una las personas
agitaba su mano llamando mi atención.
Reconocí a Juanra y a Teresa. Otros dos me resultaron
desconocidos y mostré mi sorpresa cuando unos segundos después me dieron sus
nombres:
- ¡Joder, cómo llega el Ivancito! ¿No te acuerdas
de mí? Total, por unos kilitos de más - me dijo un tipo regordete, con una
camisa una talla menor que lo que su cuello pedía y una corbata azul chillón, a
la vez que me daba una palmada en la espalda tan fuerte que más parecía un
puñetazo- Soy Julen, ¿no te acuerdas?
Sí, me acordaba. Era el bromista,
el viva la virgen de la panda, y, aunque soy de carácter templado y procuro no
juzgar a primera vista, se me antojó que seguía siéndolo. La otra era Garbiñe y
debo decir que había dejado de ser la adolescente desgarbada que yo recordaba
para convertirse en una mujer de bandera que juraría había pasado por el
quirófano para justificar su delantera.
Unos minutos después llegó el
coche fúnebre y algunos amigos del finado portaron el féretro y lo introdujeron
en la iglesia.
- Está muy lleno – dijo Julen – Mejor nos vamos a
la cafetería de enfrente, nos tomamos algo y recordamos los viejos tiempos, ¿no
os parece?
-
¿Y el profesor? – terció Teresa.
- Está repleto. Nadie se va a dar cuenta de si
estamos o no estamos – replicó él.
- Lo que importa es el sentimiento – afirmó con
rotundidad Juanra-. Ya hemos venido y eso es lo que vale.
Tomé un café, lo mismo que
Garbiñe. Los demás optaron por cubatas y gintonics.
- ¡Por los viejos tiempos! – Julen, siempre en
todas las salsas, levantó la copa, y los demás asentimos.
Durante el tiempo que duró el
funeral, hablamos de qué había sido de cada uno de nosotros desde que salimos
del instituto. Juanra trabajaba de financiero en una empresa de máquina
herramienta, Teresa era profesora en la universidad, Julen era comercial de una
empresa farmacéutica, Garbiñe tenía un gabinete de publicidad. Yo, que me
acababa de quedar en paro, me sentí como la cenicienta del grupo, el perdedor.
Salimos de la cafetería para estar presentes a la salida del ataúd y, tras los
saludos de rigor, decidimos irnos a cenar.
Julen estaba bebiendo demasiado.
-
Hay que celebrarlo- gritó mientras se bebía su
tercer gin tonic-, tenemos que pedir marisco. Está buenísimo aquí. Y la
merluza. Os recomiendo la merluza rellana de txangurro.
Yo empezaba a asustarme. Mi
economía no estaba boyante y me hubiera conformado con un plato combinado en
cualquier taberna. Empezaba a sentirme incómodo y, como extraídos por un
potente imán, comenzaron a aflorar a mi mente situaciones de nuestra
adolescencia que había olvidado por completo. Lo que hasta aquel momento
recordaba con la envidia que da el tiempo pasado que no volverá comenzaba a
tornarse en algo mucho más real y gris.
- Si es lo que yo digo siempre- nos explicaba
Julen al tiempo que nos servían un plato de gambas con el que supe que había
arruinado mi tesorería del mes-, si uno vale tiene trabajo seguro. Miradme, no
hay médico que se me resista. Treinta mil en bonificaciones el año pasado. Les
tengo tomada la medida, se dejan querer, ya sabéis, seminarios en las islas,
viajes pagados para escuchar una hora de coñazo que les damos… todo vale si al
final recetan nuestros productos. Pero, claro, hay que valer, para todo hay que
valer. Y tener ganas de trabajar, que hay mucho vago suelto al que tenemos que
mantener.
Garbiñe me miró de reojo siendo
consciente de mi situación laboral. Se inclinó hacia mí y me dijo bajito.
-
No se lo tomes en cuenta, está ya como una cuba.
Ya sabes cómo era. – me sonrió.
Sí, empezaba a saber cómo era. No
era el tío simpático que el tiempo había creado en mi mente, sino un cretino.
Eso es lo que era. Un gilipollas. Todo lo que duró la bandeja de gambas y la
merluza se lo pasaron Juanra, Teresa y Julen discutiendo de política. Los dos
hombres defendiendo al gobierno de la derecha, ella a la oposición socialista.
La conversación era cada vez más acalorada.
- ¡Estáis arruinando el país!- Teresa golpeó la
mesa con los nudillos -, un Robin Hood a la inversa, robando a los pobres para
dárselo a los ricos.
- No digas sandeces, al revés, habéis sido
vosotros los que habéis dejado arruinado al país y ahora nos toca hacer
limpieza- contestaba Juanra mientras masticaba con la boca abierta la merluza.
-
Ojo, cuidadín, cuidadín, que yo no he arruinado
nada. No estoy afiliada a nada.
-
Yo tampoco- le contestaban.
-
Pues eso, aquí discutimos ideas y hechos-
afirmaba ella malhumorada – mira lo que habéis hecho con la última ley. De
vergüenza, vamos.
-
Más vergüenza es no hacerla, dejar que cada uno
haga lo que le venga en gana.
-
Control, eso queréis control. Se os ve el
plumero.
Intenté charlar con Garbiñe, la
única que no estaba ciega de alcohol y que parecía sensata y agradable. Además, me atraía aquella mujer que para mí era como si la viera por primera vez con el drástico cambio de look. Quizá, al cabo, la noche pudiera acabar bien.
-
No recordaba esto así- le dije.
- Yo sí, pero entonces lo asumía como pago para
estar dentro de un grupo.
-
No te entiendo- mostré sorpresa.
-
Yo era la chica fea, ¿recuerdas? Tenía que
integrarme y me hacía la guay.
- Nunca fuiste fea- mentí, yo la recordaba como
desgarbada y poco atractiva.
-
Siempre mentiste bien, lo sigues haciendo- hizo
un mohín muy sensual.
- Tú, Garbiñe, ¿Qué piensas de la ley? Dile a esta
que es buena- nos interrumpió Julen agitando el tenedor en el aire.
-
¡Yo qué sé!- contestó Garbiñe con tranquilidad-
no me va la política.
-
¡Ja! ¡Veis!- vociferó Juanra- este es el cáncer
del país, los descreídos, los que no se comprometen.
Estuve a punto de intervenir para
defenderla pero me dio un codazo.
-
No merece la pena. Están como cubas.
-
Ya, pero se están pasando.
-
No te preocupes – bajó la vista.
-
A mí tampoco me va la política – le dije.
-
A mí sí- contestó volviendo a mirarme a los
ojos.
-
Yo, … creí que … dijiste – me mostré confundido.
- No quiero discutir, eso es todo. Y menos tras
tantas botellas. Pero, por supuesto que me importa el mundo.
-
Así, que publicista – cambié de tema, azorado-, ¿va bien
el negocio?
-
Bueno, tirando. Ya sabes, no están los tiempos
para echar cohetes.
- Nunca hubiera dicho yo que tú llegarías a ser
una relaciones públicas, tú eras un poco paradita…- se me escapó.
- La fea, la sinsorga, ya…. – tomó delicadamente
un poco de merluza sin mirarme.
-
No, no quería decir eso. Yo… - balbuceé.
-
Estos no se acuerdan ya. Mejor así.
-
Lo siento – no sabía qué decir.
- ¿Sabes? - murmuró como para sí- no, no puedes saberlo. Yo me moría por tus huesos. Nunca me hiciste caso.
- Lo siento, no lo recuerdo... - me quedé cortado.
- Lo que no está bien es la falta de incentivos al
pequeño negocio – Garbiñe, abandonando la conversación conmigo, volvió su
mirada hacia Julen al tanto que se inclinaba hacia él. Este, encantado de que
Garbiñe entrara en la conversación dio un repaso lento a sus curvas, tomó la
copa y brindó.
- Bien, bien, tenemos debate para toda la noche. - dijo Juanra - Como en
los viejos tiempos. Tenemos que hacer de estas más a menudo. ¿Pedimos carne?
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