La luz de la mañana que se filtra a través
de la persiana es aún ingrávida, débil y naciente, como si titubeara en
llegarse hasta la ciudad o dejar que las estrellas brillen un poquito más. Me revuelvo entre las sábanas y escucho ruidos al
otro lado del pasillo. Alargo mi mano y no estás pero no siento miedo porque huele
a pan tostado y a café. En cualquier otro día, sin ti cerca, el despertar es
amargo. Pero cuando tú estás en nuestra casa - qué bien suena decir nuestra casa- todo es diferente. Me levanto y me acerco a la cocina.
Estás en pijama, pantalón anchote de rayas azules, camisola marfil, con esa
carita que me embruja por las mañanas, apretando media naranja sobre el
exprimidor como si en ello te fuera la vida. Me sonríes y me ofreces un vaso de
zumo. Te abrazo, te beso, sabes a café, mis manos exploran tus caderas y tu
espalda bajo el pijama, me enciendes con tu contacto y el recuerdo de la noche
agitada. Hueles a mañana, a amanecer de sábado tranquilo. El amor se enreda en
mi pecho disfrazado de tus ojos, de tu sonrisa, de tu caricia, de tus pies
descalzos. Te deshaces de mi abrazo y me arrastras a la mesa donde ya está todo
preparado. Has puesto música en la radio. Nunca como en los sábados junto a ti,
dar los buenos días tiene tanto sentido. La luz de la mañana te viste de
hermosura.
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