Arnold Wiese supo que el mundo que conocía llegaba a su fin cuando colgaron aquella enorme bandera con la esvástica a un lado del escenario.
Era una mañana grisácea de otoño en Hildesheim, con una niebla perezosa que se resistía a desaparecer. Un amanecer triste, como triste se había vuelto la vida en el país para muchos de sus ciudadanos. Las avenidas se habían cubierto de hojas marchitas que el viento frío de la mañana barría suavemente y los cafés de la Mariahilfe Strasse habían quitado ya las sillas exteriores de las terrazas de verano. En pocas semanas, la nieve cubriría el parque y se helaría el río.
Como cada lunes, se había despertado temprano porque los ensayos comenzaban a las ocho en punto y Herr Direktor Ulhman era especialmente severo con los retrasos. No estaban los tiempos como para cometer faltas. Bebió un café tibio, se echó encima el gabán negro y tomó cuidadosamente el estuche que contenía su violín. Cuando salió a la calle, un sol rojizo y velado por las nubes asomaba por detrás de la iglesia de San Miguel. En el camino, se cruzó con un grupo de mozalbetes de las juventudes del partido que vociferaban consignas mientras repartían octavillas en las que se animaba a boicotear los negocios judíos. Los detestaba, pero no pudo dejar de asombrarse por la disposición a la causa que mostraban aquellos mentecatos ya desde tan temprano.
Llegó al teatro al mismo tiempo que lo hacían otros músicos. Se saludaron con cortesía pero manteniendo las distancias y Arnold echó de menos los tiempos pasados en que entre ellos reinaba una auténtica camaradería. Pero, a principios de 1934, todos desconfiaban de todos. Y Arnold tenía motivos para ser prudente dado que su abuelo materno fue un judío. Aunque muerto ya hacía muchos años y sin que él mismo hubiera sido jamás instruido en el judaísmo, por ser todos sus demás familiares arios, las leyes que las autoridades iban decretando le angustiaban. En apenas un año todo había cambiado. Las personas no confiaban las unas de las otras. Nadie podía saber a ciencia cierta si un amigo, un compañero de trabajo, o incluso un familiar, tenía algún rastro de sangre judía que, por lejano que fuese, ya era fuente grave de problemas. Era mejor mantener la prudencia e intimar justo lo necesario. Las conversaciones se reducían a unos pocos asuntos intrascendentes porque hablar de política, de religión, de filosofía o de ética era jugar a ser detenido.
Arnold Wiese aborrecía todo aquello. No era un héroe ni deseaba serlo. Mantenía en silencio su asco por todo lo que ocurría mas, en su interior, se rebelaba contra aquella conculcación continúa e insolente de la moral. Su vecino Herr Edelstein había sido detenido no hacía mucho junto a su esposa y a su hijo de quince años por el único delito de protestar ante unos muchachos imberbes, vestidos con pantalones cortos y camisas pardas, que gritaban delante de su tienda, insultándole y acusándole de robar al pueblo alemán. “Alemania para los alemanes”, “Fuera de aquí”, “Marchad a Judea”, “El pueblo alemán no os perdonará” – les habían gritado- mientras otras personas se arremolinaban alrededor y abucheaban al tendero. Este, con una dignidad noble pero alocada, salió a discutir con los mozalbetes y les dijo que él era más alemán que todos los que vociferaban juntos, que había luchado en Verdún durante la Gran Guerra, que su patria era Alemania y que no tenían derecho a tratarle así. Sólo fue un cruce de palabras pero fue suficiente. La muchedumbre comenzó a apedrear al comerciante, rompieron los cristales de su tienda y le golpearon sin piedad. La policía tardó en llegar y cuando lo hizo, sin preguntar a nadie, procedió a detenerle junto a sus familiares porque era evidente que, en cualquier disputa entre un alemán ario y un judío, la culpa sólo podía ser de este último. Aquella misma noche, otro grupo de jóvenes del partido se encargó de incendiar lo que quedaba de su establecimiento ante la mirada, si no complacida sí condescendiente, de las autoridades municipales que incluso aprobaron una proclama de condena por la violencia que provocaban aquellos que no respetaban los derechos del pueblo alemán y que, con su actitud maliciosa, eran fuente de incidentes por nadie deseados.
Unas semanas después, Herr Lieber, quizá el mejor fagot que Arnold había conocido nunca y con el que mantenía una excelente amistad, fue expulsado de la orquesta. Una tarde, al acabar el ensayo, fue llamado al despacho del director del teatro donde fue informado que las autoridades habían descubierto que sus abuelos eran judíos lo cual resultaba un impedimento sustancial para que la Institución pudiera mantenerle en nómina. De acuerdo a los decretos de Julio de 1933, que velaban por la preservación de la “higiene aria”, era del todo inconveniente que la orquesta le mantuviera como solista. Pudo considerarse afortunado porque no fue detenido en el mismo momento. Se cruzó con Arnold al salir. Cabizbajo, esforzándose por no llorar y con el fagot bien sujeto entre sus manos temblorosas, sólo atinó a abrazársele y desearle que se cuidara mucho.
- ¿Qué hará usted, Herr Lieber? Vamos a echar mucho de menos su maestría con el fagot.
- Sólo usted me echará en falta, Herr Wiese. Usted sólo. Esta sociedad ha enloquecido y está consumida por el mal. No hay futuro aquí. No lo hay. Voy a intentar marchar a América. Me aterra llegar hoy a casa y tener que dar esta terrible noticia a Helga. No sé qué va a ser de nosotros.
- Quizá no deba usted marchar, Herr Lieber. Seguro que puede encontrar trabajo en otra orquesta. Es usted un virtuoso.
- Sabe que no es así. Hoy, Alemania no valora a sus hijos por su bondad, por su humanidad, por sus principios, por su formación o por sus méritos. Sólo por sus apellidos y por su lealtad a la causa. Eso es lo único importante. Consideran mucho más valioso a un criminal ario que a un cirujano judío. Y me temo que mis antepasados han sellado ya mi destino.
Se volvieron a abrazar y el señor Lieber marchó calle abajo. Arnold se quedó allá, quieto, desalentado su corazón, abrumado, mientras se preguntaba si había un lugar para él en aquella patria que ya no merecía ser defendida. En ocasiones, pensaba que sería mucho mejor dejarse arrastrar por la riada de mal que inundaba la ciudad. En cierta medida, envidiaba a los que se habían convertido a la nueva religión política. Personas integradas, hermanadas en un colectivo entusiasta, sin duda moral alguna, sin remordimientos, sin el quebranto de sentir compasión por los miserables que caían en la desgracia. Quizá fuera el magnetismo de vivir entre cómodas certezas lo que atraía a tantos centenares de miles.
La orquesta ensayaba el Requiem alemán de Brahms para una función que, en cosa de dos semanas, darían en la no lejana Braunschweig ante importantes jerarcas del gobierno. Repitieron tres o cuatro veces el Ihr habt nun Traurigkeit, Ahora estáis afligidos, que a juicio de Herr Ulhman no acababa de sonar suficientemente solemne. Fue entonces cuando seis o siete uniformados de negro irrumpieron en la sala y al grito de Heil Hitler interrumpieron el ensayo. Ante cualquier otra molestia Herr Direktor hubiera montado en cólera, pero tratándose de miembros de las SS calló con aparente complacencia. Hizo ponerse en pie a toda la orquesta y, a una orden del mismo, todos saludaron con el brazo en alto.
Subieron por el arlequín derecho y desaparecieron tras el bambalinón. Súbitamente, un enorme lienzo rojo con una negra y angulosa esvástica central se desenrolló hasta casi el suelo. Los hombres amarraron las esquinas al escenario, volvieron a saludar y marcharon tal como habían llegado. Los músicos permanecieron de pie, mirando la enorme bandera y esperando las instrucciones del director que parecía mirarla con emoción. Quizá pasó un minuto hasta que este volvió en sí, hizo sentar a la orquesta y reanudaron el ensayo a partir del compás doce. Arnold tenía justo enfrente la gigantesca insignia y no conseguía concentrarse en la partitura. Era una tontería, lo sabía. Si de algo llenaban los nazis las calles era de banderas y pancartas. Todas estaban repletas de ellas. Avenidas y parques, alamedas y plazas. Las colgaban de mástiles y balcones, de farolas y de vehículos. Entre enseñas y estandartes, carteles y pendones, pareciera que iban a acabar con las reservas textiles del Reich. Sin embargo, esta era diferente porque había llegado a su círculo más íntimo. Su vida se repartía entre su casa y el teatro y, hasta entonces, parecía que aquellos lugares podrían salvarse de la marea que alocaba la nación. Pero ahora se daba cuenta de que no era así. Se percataba de que el vendaval de vesania y paranoia se infiltraba en todo y en todos.
El ensayo continuó hasta la una en que Herr Ulhman se dio por satisfecho y los despidió hasta la noche porque la Academia del teatro ofrecía una cena a todos los músicos en el Alt Kruger Restaurant, en la parte vieja de la ciudad. Una cena anual a la que no le apetecía asistir pero a la que no podía dejar de hacerlo.
Comió en un bistro camino de casa y descansó hasta las cinco. Luego, se vistió con el mejor traje que encontró y marchó a la cena que empezaba a las seis. Los organizadores habían repartido a los músicos en mesas redondas, de modo que no hubo de preocuparse por encontrar un sitio. Le tocó compartir la velada con otros seis músicos. Herr Rotnner, un excelente clarinetista, y Herr Gräbel, violonchelista, se sentaron a su derecha. Herr Bohlman, percusionista, Herr Bortlig, viola, y Herr Jäger, violín, a su izquierda. En frente, Herr Matisse, el fagot que había sustituido a Lieber y que, a todas luces, era un hombre comprometido con el partido.
Hacia las seis y diez llegó Herr Direktor que saludó a todos y cada uno de los presentes con apretones de mano más o menos calurosos en función de las afinidades políticas que se les suponía. Arnold le saludó fríamente porque ambos se conocían lo suficiente para saber en qué lado del mundo se situaba cada uno. Hubo un breve discurso en el que se agradeció la dedicación y la profesionalidad de los artistas y se hicieron votos porque la interpretación del Requiem en Braunschweig fuera un éxito. Levantaron las copas de vino que ya tenían preparadas sobre las mesas y brindaron por el mañana. El director Ulhman acabó con un Heil Hitler que fue respondido con cierto entusiasmo por algunos de los presentes. Arnold Wiese fingió estar aún bebiendo por el brindis anterior pero se inquietó pensando que otros habrían observado su acción. Se sentaron y los camareros comenzaron a servir la cena.
- ¿Saben, señores? Me he emocionado profundamente esta mañana cuando he visto nuestra gloriosa bandera cubrir las paredes de nuestro teatro. Ya era hora de que se colgara. El arte alemán, el mejor del mundo sin duda, merece estar engalanado con el símbolo de la patria, ¿no lo creen así? – dijo el percusionista, para romper el hielo.
- Cierto, Herr Bohlman – contestó Matisse- así es. Los símbolos son sumamente importantes para identificarnos con la patria, para contribuir a su desarrollo y a su grandeza. Y eso empieza por honrarlos y mostrarlos con orgullo. En estos momentos cruciales, todos nosotros hemos de aportar nuestro grano de arena a la construcción de la nación.
- ¿Todos, Herr Matisse?- se le escapó a Arnold, cuando pensó en Lieber y en el tendero Edelstein. Deseó no haber dicho aquello. Se llamó a sí mismo idiota por su insensatez, pero ya era tarde.
- ¿Qué quiere usted decir, Herr Wiese?- interrogó Matisse. Porque viniendo de aquel hombre, que tanta lealtad al partido profesaba, aquello no era una pregunta sino un interrogatorio en toda regla. Arnold tardó en contestar porque debía ser muy prudente en su respuesta y porque, para qué iba a engañarse, estaba asustado.
- Sólo insinúo que puede haber personas que aman a Alemania y cuyos talentos quizá se están desaprovechando por motivos ajenos a su propia valía.
- No es cierta tal afirmación Herr Wiese – contestó rápidamente Matisse quien, aunque no pestañeó, se sintió directamente aludido.- Todos los alemanes arios – y recalcó, casi deletreó, esta palabra-, los buenos alemanes, tienen cabida en la enorme tarea histórica que la nación está abordando. El Führer se asegura de que cada cual pueda servir al partido y a la nación. Lo soldados en los frentes que abriremos si somos atacados, los obreros en las fábricas, los maestros en las escuelas, nosotros los músicos engrandeciendo el arte alemán.
- Así es.- aseveró Bohlman, un tipo regordete y sudoroso que a veces llegaba a confundirse con el timbal que manejaba y que comía con tal voracidad que daba la impresión de que llevaba días sin comer- Así es, Meine Herren, hay un renacer de nuestro país y tenemos la suerte de ser los actores principales del cambio. Créanme si les digo que somos el mejor pueblo del planeta, el más antiguo, con raíces en la mitología más remota. Somos descendientes de aquellos que sepultaron las legiones de Augusto en los bosques de Teutoburgo y de los hermanos prusianos que acabaron con Napoleón. No duden que, en cuanto desaparezcan los elementos que interfieren en nuestro desarrollo como pueblo, podremos crear un paraíso en la tierra.
- El Reich durará mil años como bien ha manifestado el Führer- concluyó satisfecho Matisse-. Como bien dice Herr Bohlman, sólo es cuestión de eliminar las naciones y los individuos que nos impiden progresar.
- ¿Se refiere usted a los judíos, Herr Matisse? – preguntó Wiese a la vez que miraba a Herr Jäger de tal manera que supo que este era su aliado aunque jamás ambos se hubieran atrevido a confesarse su repudio al régimen y que jamás ninguno tendría valor para decirlo.
- ¡Quién si no, mi buen Wiese! No es ya que lo diga nuestro canciller. Es un hecho demostrado que los judíos han sido la causa de todas las calamidades a lo largo de la historia. Pero le diré más. Nuestra nación sólo puede desarrollarse de manera sólida si estamos cohesionados. Y el único modo de conseguirlo es asegurando la consanguinidad ya que la sangre, los antepasados, los apellidos, son los únicos lazos que nos unen a un destino común. Ustedes saben que todo se hereda. En los hijos están reproducidas las características de sus padres. Si en esos cruces genéticos, se nos mezclan propiedades de razas menores, nosotros mismos seremos peores porque se combinan factores no compatibles que perturban el desarrollo de nuestro ser ¿Lo entiende usted? Es así como las razas inferiores dominan a los grandes pueblos. Mediante la inmigración, pariendo sus hembras como conejos y mezclándose con nosotros. Por eso, los buenos alemanes deseamos mantener la higiene de nuestra raza. Como estoy seguro que saben, así lo afirma nuestro mismo Führer cuando escribe que el pecado contra la sangre y la raza es el pecado hereditario de este mundo– y repitió aquella frase aprendida de memoria como si de una plegaria se tratara, mientras Arnold aguantó una arcada de asco que súbitamente le sobrevino.
- Exacto – Bohlman parecía el perro fiel que lame la bota de su dueño – y la única raza que nos es ajena en Europa es la judía. Porque arios son, al fin y al cabo, todos los pueblos nórdicos y los descendientes de los romanos y los griegos. Los únicos ajenos son los semitas, los judíos, y su influencia nos ha traído todas las calamidades que nos han ocurrido, incluyendo la traición por la que nos derrotaron en la Gran Guerra. Nosotros somos músicos, señores, y sabemos que si dos notas asonantes, en este caso dos razas asonantes, se combinan, la armonía se resiente. Y nuestro canciller vela por la armonía del país.
Arnold Wiese sentía nauseas de compartir aquella mesa y de no poder rebatir abiertamente aquellas obscenidades ideológicas. Sabía que ser comedido era lo que la cordura aconsejaba, pero se sentía miserable dejando que aquellas majaderías se expresaran como si de verdades científicas se tratara. Se debatía sobre si intervenir o no, peleando con su temor, cuando afortunadamente para él, Jäger tampoco se pudo contener.
- Pero yo he oído hablar de judíos, familias enteras, que eran ciudadanos de bien, fieles cumplidores de las leyes, que no se entrometían en ninguna acción política y que simplemente trataban de ganarse la vida. Y, según me han comentado, porque yo no lo he visto, – Jäger intentaba mantener una distancia prudente en sus afirmaciones – alguna persona ha sido detenida sin que aparentemente se le acuse de nada concreto.
- ¡Er wird wohl etwas verbrochen haben! ["algo habrán hecho; algún crimen habrán cometido"] – vociferó Bohlman, con la certeza del que afirma algo desde el fanatismo, sin dejar de masticar el pollo que acababan de servir.
- Exactamente – explicó Matisse-. Nuestro gobierno no encarcela a ningún inocente y su comentario me parece inoportuno cuando menos, Herr Jäger. Parece que no es usted consciente del peligro que los judíos suponen para nuestra patria. ¿No ha entendido nada de lo que hemos estado conversando hasta ahora? La armonía de la raza, Jäger, la armonía.
- Yo,… lo siento- balbuceó- …claro, claro que lo entiendo. Un buen alemán como yo defiende ante todo el bien de su país. Nunca podría defender a aquellos que son un peligro para nuestra nación.
- Hace usted bien, querido amigo. Hace usted bien. Todo buen patriota debe poner siempre por delante el bien de su pueblo aún cuando eso implique tener que aceptar algunas acciones desagradables que sólo son fruto de la agresión a la que nos enfrentamos. Sólo nos defendemos, sólo eso.
Ni que decir tiene que Jäger no volvió a abrir la boca en toda la cena sino fuera para dar la razón, en tres o cuatro ocasiones, a Matisse intentando disculpar su impertinencia anterior.
Mientras Wiese se enfrentaba solo, y con toda la delicadeza de que era capaz, a Bohlman y Matisse, los otros dos comensales, Gräbel y Bortlig, permanecían en silencio. Eran dos más de esos muchos millones de seres que simplemente callaban y no se sentían aludidos por lo que acaecía. Si el Führer, los miembros del partido, los jueces, los políticos y los regentes de las instituciones afirmaban que los judíos eran un peligro es que eso era así. Si les aseguraban que el pueblo alemán estaba en peligro, aquello debía ser cierto. Siempre confiarían más en sus propios dirigentes que en los de otros países porque, sencillamente, eran suyos y eso debía bastar. Algo habrían hecho, con toda seguridad, para merecer ese fin. Se forzaban a pensar que no iban con ellos las desapariciones de vecinos que nunca más volvían a sus casas porque, lo más probable, es que hubieran emigrado. Al cabo, si alguien no se integra dentro del pueblo que lo recibe lo mejor que puede hacer es marchar para siempre. Entendían las amenazas a todos aquellos que no deseaban la grandeza de la patria y, aunque ellos no las hubieran ejercido de igual modo, las disculpaban en lo más hondo de su ánimo.
Arnold sabía que ya había hablado demasiado y decidió callar. Bortlig, seguramente incómodo por aquella charla en la que no deseaba comprometerse, realizó algunos comentarios sobre los festivales de Bayreuth y la conversación devino hacia sinfonías y óperas, orquestas y músicos, compases y acordes, algo mucho más cotidiano para todos aquellos hombres que charlaron sin convicción y esperando que aquella cena terminara cuanto antes. Lo hizo a las ocho y media, cuando Herr Direktor volvió a hacer un brindis por el éxito de la orquesta y el futuro de Alemania. Nuevamente, Arnold tuvo que levantar el brazo y hacer el saludo que tanto detestaba.
Al salir, Herr Matisse le detuvo por el brazo:
- Herr Wiese, – hablaba con una seriedad que no era propia de un músico y Arnold tuvo la certeza de que Matisse era algo más que un fagot – me preocupan sus comentarios acerca de la política de nuestro gobierno. Alemania no puede permitir fuerzas internas que destruyan nuestras raíces. Nuestra orquesta no puede permitirse dudar de la supremacía de nuestro arte y de la lucha de nuestro pueblo. En tiempos de guerra eso sería considerado traición. Convénzase de que los enemigos de nuestro pueblo han de ser eliminados. Entiendo sus dudas, Herr Wiese. Es algo duro de aceptar, algo que no quisiéramos tener que hacer. Pero considérelo un mal necesario, al igual que un médico debe amputar un miembro gangrenado para salvar el resto del cuerpo. Es por el bien de la patria y, aunque sea duro, hemos de anteponer nuestro deber a todo remordimiento. Piense en ello, Herr Wiese.
Se despidió con el brazo en alto y Arnold supo que aquel ser despreciable le investigaría y hallaría que un abuelo suyo era judío. Y tembló de miedo. Aquella noche no apagó la luz de su alcoba porque la oscuridad le daba pavor. Dormitó a ratos en los que le asaltaron pesadillas donde veía al tendero Edelstein pidiendo auxilio mientras era golpeado por los jóvenes del partido. Comprendió que él no era mucho mejor que aquellos a quien criticaba porque tampoco movió un dedo por el tendero cuando le atacaron. Lo observó todo desde la ventana entreabierta, evitando ser visto por los agresores, y no pudo ni quiso bajar a ayudarle. Ni preguntó a sus familiares si podía hacer algo. No se interesó, después, por el paradero del judío. Tenía remordimientos éticos, teóricos, secretos, pero en la práctica no era mucho mejor que Bortlig y Gräbel. Y ahora tenía miedo. Por Dios, que durante la cena había hablado demasiado. Había sido un loco.
Lo constató a la mañana siguiente, hacia la hora de comer. El ensayo avanzaba sin contratiempos, aparte de algunos pasajes que Ulhman no acababa de aprobar porque decía que la cuerda no acompasaba adecuadamente con la síncopa de las maderas. A Arnold más de una vez le vino a la mente lo apropiado de aquella obra. Sí, un réquiem alemán. Eso era lo que el país necesitaba. Un himno funerario bajo aquella enorme bandera que colgaba de la tramoya. Todos ellos pensaban que la patria renacía pero él creía que, en realidad, moría bajo los escombros de la ética pisoteada, la justicia violada y el silencio de los tibios.
- Herr Wiese – le dijo el director- tenga la bondad de pasarse por el despacho del director del teatro. Me ha dicho que precisa hablar con usted. Le dispenso del ensayo de esta tarde.
Arnold metió su violín en el estuche y lo cerró con parsimonia. Los otros músicos lo miraron, los más con curiosidad, los menos con aflicción. El último en ser llamado había sido el fagot Lieber y no habían vuelto a saber de él.
Caminó despacio y se sorprendió de encontrarse calmado. Intuía el motivo de la llamada pero el ser humano suele oscilar entre el pavor y el heroísmo y parecía que ahora le tocaba esto último. O la indiferencia, porque quizá es que ya estaba cansado de todo y poco le importaba lo que la orquesta pensaba de él.
- Siéntese, Herr Wiese, por favor.
Así lo hizo mientras abrazaba con sus brazos el violín como si, inconscientemente, se protegiera tras él.
- Herr Wiese, le he llamado porque debo hablar con usted de un asunto sumamente importante.
- Usted dirá.
- Verá, yo aprecio su trabajo. Es usted un excelente violinista y creo que su talento está fuera de toda duda. No obstante, en estos tiempos que corren, la capacidad artística no lo es todo como estoy seguro que usted comprende. Importan también la convivencia, el trabajo en equipo, la fe en nuestro canciller y la defensa de la nación que, en estos años, precisa del compromiso activo de todos sus hijos en su lucha contra los enemigos que la ponen en peligro.
- ¿Qué quiere usted decirme, señor?
- Nuestra Institución, como no podía ser de otro modo, está inequívocamente del lado de las leyes y del gobierno. Nuestros estatutos incluyen, como sabe, el párrafo ario que implica que no contrataremos a individuos no totalmente integrados. Y, señor Wiese, las autoridades nos han informado que- ¿cómo se lo diría?- su herencia alemana no es del todo pura. ¿Sabe usted que uno de sus abuelos era judío?
- Lo sé.
- ¿Sabe que ocultar un hecho de tanta trascendencia es un delito?
- No creí que fuera importante. Nunca le conocí y todo el resto de mi familia es alemana de muy pura estirpe.
- Lo sé, Herr Wiese. Si tuviera más familiares hebreos no estaría hablando conmigo en este momento sino con la Gestapo. Y gracias a eso, creo que podemos arreglar esto de forma razonable para todos. Podría expulsarle por haber ocultado datos vitales para nuestra institución pero prefiero aceptar su dimisión. Le daré una carta de recomendación, incluso. Pero facilíteme las cosas.
No le costó decidirlo. Sabía que no podía ganar. Salir por propia voluntad, aunque fuera tan poco propia, y con una carta de recomendación era mucho mejor que hacerlo como lo hizo el pobre Lieber.
- ¿Dónde he de firmar?
Recogió su gabán y se detuvo por unos momentos detrás de un decorado. La orquesta sonaba espléndidamente bien.
El coro entonaba:
Selig sind, die da Leid tragen,
denn sie sollen getröstet werden.
denn sie sollen getröstet werden.
(Bienaventurados
los que padecen, pues ellos serán consolados)
La enorme enseña seguía colgada, conviviendo obscenamente con los versos evangélicos. Arnold pensó que Dios, si existía, debía estar bramando de ira por semejante sacrilegio. Ciertamente, el réquiem alemán era la obra más adecuada para el conjunto del país y para él mismo. Para una nación aplastada por la complicidad del silencio y la comodidad.
Nadie llamó a Arnold. Nadie se interesó por él. La mayoría calló. Otros se limitaron a decir:
- ¡Er wird wohl etwas gemacht haben!
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