- ¡Enhorabuena!- dijo Coro al otro lado del
auricular – lo mereces.
-
Sí, ha sido un subidón- contestó Lidia-, me ha
dado las gracias delante de todos, no veas.
-
¡Que lo mereces, chica, que sí! – reafirmó Coro.
-
Suerte, algo de suerte también.
-
¿Entonces, lo celebraremos el viernes?
- ¡Júralo! ¡Vamos a reventar la ciudad! – la voz
de Lidia era cantarina, como si aún fuera una adolescente.
- Ya he quedado con Merche y Julia. Cena en el
Florencia y luego copichuelas en Buhos.
Quedamos hacia las siete sin hora de finalización.
-
Me dais miedo – rio.
-
Quizá llamemos a Miguel y sus amigos. Están
locos. – Lidia alargo la primera o de locos.
-
Pero después de cenar, ¿no?
- Sí, que si no se ponen muy pelmas.
-
Bueno, Coro, voy a ver si como algo que estoy
hambrienta.
-
Venga, te llamo el viernes. Enhorabuena, otra
vez.
-
Gracias, un beso.
Se sirvió una copa de vino blanco y lo saboreó con gusto. Miró al reloj. Era
tarde, más de las diez. Un día bonito, de esos para recordar, ya iba siendo
hora de tener algún éxito significativo en el trabajo. Sonrió al rememorar
fugazmente el momento. Abancéns, una cuenta difícil, una
gran empresa que producía máquinas, era el motivo de su contento. Llevaban años
en la compañía intentando que ese fabricante les encargara sus campañas de
publicidad sin conseguirlo. Hasta Solana, el mejor jefe de ventas que tenían,
lo había intentado un par de años para darse de bruces contra la realidad. Y,
ahora, ella, la más novata del equipo, lo había conseguido. Estaba convencida
que le habían encargado el marrón de intentarlo porque, a estas alturas, ya
nadie quería fracasar otra vez llamando a la puerta de Abancéns ¿Suerte? Quizá,
pero sobre todo trabajo. Se lo había currado, había investigado los puntos
fuertes y débiles de las instalaciones que vendían, había entrevistado de
incógnito a algunos de sus clientes para averiguar qué les atraía de aquellas máquinas
que construían, había dedicado muchas noches a prepararlo todo con esmero… y, bingo,
la presentación les había encantado, la habían felicitado personalmente delante
de todos, tenían el pedido y, al regreso a la oficina, el jefe había abierto
una botella de cava, le había dado las gracias en nombre de la empresa y habían brindado todos por el éxito, por su
éxito.
El pitido del microondas le sacó de su ensimismamiento. Le
esperaba una merlucita en salsa que había comprado en la
Delicatessen de la Avenida Carlos V, un sitio coqueto, algo
caro, que ofrecía muy buenos platos. Normalmente, se conformaba con un poco de
embutido o una tortilla francesa pero hoy merecía la pena una cena un poquito
más noble.
Se sirvió más vino. Lo cierto es que la vida le sonreía
desde que lo dejó con José. José. Su cara le vino a la memoria. Le había
querido mucho, mucho. Un año ya, el tiempo pasaba rápido. Había sido un amor loco,
profundo, maravilloso. Nunca hubiera podido pensar que dejaría de quererlo, era
algo inconcebible, le había amado con locura, obsesivamente. No podía decirse
que fuera un tipo muy apuesto pero le encandiló su inteligencia, su amabilidad,
la forma en que le hacía reír, sus ojos brillantes y negros, la complicidad que sentía con él en la vida y
en la cama. Los dos primeros años habían sido estupendos y cualquier momento
era bueno para verse, para robarse un beso, para dormir juntos aunque él
viajaba mucho en su trabajo y las ocasiones no se presentaban cada día. Recordaba
cómo le gustaba abrazarse a él y verlo despertar, sentir el contacto de sus
piernas entrelazadas, sentir su respiración entrecortada cuando se derramaba en
ella.
La merluza estaba rica y la salsa pedía a gritos untar un
buen trozo de pan. En el estéreo sonaba Pedro Abrunhosa y su
Intimidade. Le gustaba aquel disco y recordó que lo había
escuchado por primera vez junto a José, una noche que llovía a cántaros y que
dedicaron a extenuarse mutuamente.
¿Por qué se fue acabando? No lo sabía, lo había meditado
muchas veces pero no lo sabía. Se suele echar la culpa a la rutina pero es
mentira, la rutina no tiene la culpa de nada. En realidad, no había habido
ningún motivo evidente para que se muriera el afecto. Como todos, él tenía
cosas que no aguantaba y seguro que ella también las tenía para él aunque
siempre le dijo, hasta el último día, que era maravillosa. Fueron jodidos los
últimos seis meses, devanándose los sesos sobre qué pensaba o dejaba de pensar,
sobre qué estaría haciendo, odiándole a ratos y deseando que todo volviera al
punto de partida, enganchada entre la rabia de perder la felicidad, la ira porque
él la había defraudado y las dudas sobre cómo cortar. Tanto quebranto fue
bueno, sin embargo, para el trabajo porque, quién sabe si para olvidar, se
había volcado en él y dedicado todas las horas del mundo, enfrascada entre
informes y proyectos que le hacían olvidar las peleas con José.
Dejó el plato en la encimera de la cocina y sacó un par de
yogures del frigorífico. Se acercó al equipo de música para subir un poco el
volumen y regresó a la mesa.
El final- y de eso hacía ya más un año- fue una conversación
tensa que zanjó la cuestión. Él no lo entendió pero era hora de acabar con
aquella situación. Ahora, aquel instante lo veía como un amanecer, como una
liberación. En todos aquellos meses poco había sabido de José, un par de mails
corteses y fríos y la felicitación por su cumpleaños. Mejor así porque estaba segura que él aún la amaba y agradecía que se tragara para sí cualquier cosa que sintiera. Sus amigas la
habían ayudado y siempre les estaría agradecida. Y también se atrincheró en el
trabajo que seguía siendo un refugio seguro. Lo que tenía claro es que no quería
volver a engancharse de ningún tío, al menos de momento. Los dolores necesitan
su tiempo para curar y a los soldados que han sido heridos en combate se les da
un merecido descanso lejos del frente antes de volver a él. Tener amigos sí,
alguna noche con ese loco -pero majísimo- Fernando, también. Pero nada más, los
escudos debían seguir en alto para poder sentirse tan libre y tan bien como se había
sentido durante el último año. El amor es efímero, dura seis semanas, y mejor
saberlo de antemano para no caer en su espejismo.
Miró el reloj. Era tarde y al día siguiente, por mucho que
fuera la campeona del día, la esperaban a las ocho. Hora de dormir. Colocó los
platos en el fregadero y apagó la luz de la sala. Dejó la música para
acompañarla. Ya se desconectaría solo el equipo al terminar el disco. Se
desmaquilló en el baño, se limpió los dientes y se puso el pijama. Se metió en
la cama y se envolvió en las mantas.
Un día bueno, de los que se recuerdan, un día lleno de
venturas. ¿Por qué aquella desazón, entonces? ¿Por qué aquella melancolía? ¿Qué
más podía esperar? ¿Qué sentía que la hacía anhelar no sabía el qué? ¿A cuento
de qué la añoranza que le consumía?
Miró a un lado, estiró el brazo acariciando las sábanas y se dio cuenta de que seguía siendo fiel a su hueco en la cama.
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