21/2/14

Al final del día





 
-       ¡Enhorabuena!- dijo Coro al otro lado del auricular – lo mereces.
-        Sí, ha sido un subidón- contestó Lidia-, me ha dado las gracias delante de todos, no veas.
-        ¡Que lo mereces, chica, que sí! – reafirmó Coro.
-        Suerte, algo de suerte también.
-        ¿Entonces, lo celebraremos el viernes?
-       ¡Júralo! ¡Vamos a reventar la ciudad! – la voz de Lidia era cantarina, como si aún fuera una adolescente.
-       Ya he quedado con Merche y Julia. Cena en el Florencia y luego copichuelas en Buhos. Quedamos hacia las siete sin hora de finalización.
-        Me dais miedo – rio.
-        Quizá llamemos a Miguel y sus amigos. Están locos. – Lidia alargo la primera o de locos.
-        Pero después de cenar, ¿no?
-       Sí, que si no se ponen muy pelmas.
-        Bueno, Coro, voy a ver si como algo que estoy hambrienta.
-        Venga, te llamo el viernes. Enhorabuena, otra vez.
-        Gracias, un beso.
Se sirvió una copa de vino blanco y  lo saboreó con gusto. Miró al reloj. Era tarde, más de las diez. Un día bonito, de esos para recordar, ya iba siendo hora de tener algún éxito significativo en el trabajo. Sonrió al rememorar fugazmente el momento. Abancéns, una cuenta difícil, una gran empresa que producía máquinas, era el motivo de su contento. Llevaban años en la compañía intentando que ese fabricante les encargara sus campañas de publicidad sin conseguirlo. Hasta Solana, el mejor jefe de ventas que tenían, lo había intentado un par de años para darse de bruces contra la realidad. Y, ahora, ella, la más novata del equipo, lo había conseguido. Estaba convencida que le habían encargado el marrón de intentarlo porque, a estas alturas, ya nadie quería fracasar otra vez llamando a la puerta de Abancéns ¿Suerte? Quizá, pero sobre todo trabajo. Se lo había currado, había investigado los puntos fuertes y débiles de las instalaciones que vendían, había entrevistado de incógnito a algunos de sus clientes para averiguar qué les atraía de aquellas máquinas que construían, había dedicado muchas noches a prepararlo todo con esmero… y, bingo, la presentación les había encantado, la habían felicitado personalmente delante de todos, tenían el pedido y, al regreso a la oficina, el jefe había abierto una botella de cava, le había dado las gracias en nombre de la empresa  y habían brindado todos por el éxito, por su éxito.
El pitido del microondas le sacó de su ensimismamiento. Le esperaba una merlucita en salsa que había comprado en la Delicatessen de la Avenida Carlos V, un sitio coqueto, algo caro, que ofrecía muy buenos platos. Normalmente, se conformaba con un poco de embutido o una tortilla francesa pero hoy merecía la pena una cena un poquito más noble.
Se sirvió más vino. Lo cierto es que la vida le sonreía desde que lo dejó con José. José. Su cara le vino a la memoria. Le había querido mucho, mucho. Un año ya, el tiempo pasaba rápido. Había sido un amor loco, profundo, maravilloso. Nunca hubiera podido pensar que dejaría de quererlo, era algo inconcebible, le había amado con locura, obsesivamente. No podía decirse que fuera un tipo muy apuesto pero le encandiló su inteligencia, su amabilidad, la forma en que le hacía reír, sus ojos brillantes y negros,  la complicidad que sentía con él en la vida y en la cama. Los dos primeros años habían sido estupendos y cualquier momento era bueno para verse, para robarse un beso, para dormir juntos aunque él viajaba mucho en su trabajo y las ocasiones no se presentaban cada día. Recordaba cómo le gustaba abrazarse a él y verlo despertar, sentir el contacto de sus piernas entrelazadas, sentir su respiración entrecortada cuando se derramaba en ella.
La merluza estaba rica y la salsa pedía a gritos untar un buen trozo de pan. En el estéreo sonaba Pedro Abrunhosa y su Intimidade. Le gustaba aquel disco y recordó que lo había escuchado por primera vez junto a José, una noche que llovía a cántaros y que dedicaron a extenuarse mutuamente.
¿Por qué se fue acabando? No lo sabía, lo había meditado muchas veces pero no lo sabía. Se suele echar la culpa a la rutina pero es mentira, la rutina no tiene la culpa de nada. En realidad, no había habido ningún motivo evidente para que se muriera el afecto. Como todos, él tenía cosas que no aguantaba y seguro que ella también las tenía para él aunque siempre le dijo, hasta el último día, que era maravillosa. Fueron jodidos los últimos seis meses, devanándose los sesos sobre qué pensaba o dejaba de pensar, sobre qué estaría haciendo, odiándole a ratos y deseando que todo volviera al punto de partida, enganchada entre la rabia de perder la felicidad, la ira porque él la había defraudado y las dudas sobre cómo cortar. Tanto quebranto fue bueno, sin embargo, para el trabajo porque, quién sabe si para olvidar, se había volcado en él y dedicado todas las horas del mundo, enfrascada entre informes y proyectos que le hacían olvidar las peleas con José.
Dejó el plato en la encimera de la cocina y sacó un par de yogures del frigorífico. Se acercó al equipo de música para subir un poco el volumen y regresó a la mesa.
El final- y de eso hacía ya más un año- fue una conversación tensa que zanjó la cuestión. Él no lo entendió pero era hora de acabar con aquella situación. Ahora, aquel instante lo veía como un amanecer, como una liberación. En todos aquellos meses poco había sabido de José, un par de mails corteses y fríos y la felicitación por su cumpleaños. Mejor así porque estaba segura que él aún la amaba y agradecía que se tragara para sí cualquier cosa que sintiera. Sus amigas la habían ayudado y siempre les estaría agradecida. Y también se atrincheró en el trabajo que seguía siendo un refugio seguro. Lo que tenía claro es que no quería volver a engancharse de ningún tío, al menos de momento. Los dolores necesitan su tiempo para curar y a los soldados que han sido heridos en combate se les da un merecido descanso lejos del frente antes de volver a él. Tener amigos sí, alguna noche con ese loco -pero majísimo- Fernando, también. Pero nada más, los escudos debían seguir en alto para poder sentirse tan libre y tan bien como se había sentido durante el último año. El amor es efímero, dura seis semanas, y mejor saberlo de antemano para no caer en su espejismo.
Miró el reloj. Era tarde y al día siguiente, por mucho que fuera la campeona del día, la esperaban a las ocho. Hora de dormir. Colocó los platos en el fregadero y apagó la luz de la sala. Dejó la música para acompañarla. Ya se desconectaría solo el equipo al terminar el disco. Se desmaquilló en el baño, se limpió los dientes y se puso el pijama. Se metió en la cama y se envolvió en las mantas.
Un día bueno, de los que se recuerdan, un día lleno de venturas. ¿Por qué aquella desazón, entonces? ¿Por qué aquella melancolía? ¿Qué más podía esperar? ¿Qué sentía que la hacía anhelar no sabía el qué? ¿A cuento de qué la añoranza que le consumía?
Miró a un lado, estiró el brazo acariciando las sábanas y se dio cuenta de que seguía siendo fiel a su hueco en la cama.
 
 
 

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