En aquellos años, aún podían encontrarse pueblos a los que
el futuro no había llegado en forma de sucursales bancarias, cadenas de
supermercados y polideportivos subvencionados con fondos europeos. A uno de
ellos llegué yo en un autobús renqueante tras dos transbordos y seis horas de
trayecto, la camisa empapada de sudor, hambriento, sediento y deseando
instalarme cuanto antes.
Era agosto y me disponía a tomar posesión de la plaza de maestro que me habían adjudicado. Recién licenciado, había debido conformarme con lo que otros con más méritos, experiencia y puntuación habían rechazado. Se trataba de una de esas escuelas unitarias, con una sola clase a la que asistían desde niños de cinco años a muchachos de doce que luego se irían al instituto en la cabecera de la comarca. No debían ser muchos los alumnos, por lo que me habían dicho. Quince o veinte. Las clases comenzaban a primeros de septiembre pero había adelantado mi venida para acostumbrarme al lugar, limpiar la casona que le dejaban gratis al maestro y tomar contacto con las personas que me habían indicado.
Era agosto y me disponía a tomar posesión de la plaza de maestro que me habían adjudicado. Recién licenciado, había debido conformarme con lo que otros con más méritos, experiencia y puntuación habían rechazado. Se trataba de una de esas escuelas unitarias, con una sola clase a la que asistían desde niños de cinco años a muchachos de doce que luego se irían al instituto en la cabecera de la comarca. No debían ser muchos los alumnos, por lo que me habían dicho. Quince o veinte. Las clases comenzaban a primeros de septiembre pero había adelantado mi venida para acostumbrarme al lugar, limpiar la casona que le dejaban gratis al maestro y tomar contacto con las personas que me habían indicado.
Me esperaba Sergi Torres, el alcalde, un tipo de no muchas
palabras pero amable, que, tras ayudarme con las maletas, me hizo subir a un
carro tirado por un percherón grandote y tranquilo. Resultó que la casa y la
escuela se hallaban a casi un par de kilómetros del pueblo, en medio de un campo
llano y agostado por el calor.
-
No te preocupes- me dijo- en media hora, uno
está en el centro y, de todos modos, tampoco hay mucho que hacer aquí. Comprar
en la tienda de Rosario, la partida de chinchón o ver la tele en la taberna y
el baile en la plaza durante las fiestas.
Aunque estaba preparado para todo, me abandonó el ánimo
cuando llegué. Tanto el barracón que hacía de escuela como mi futuro hogar eran
modelos de austeridad, con los mínimos enseres. La clase contenía apenas unos
pupitres de madera, de un modelo que ya era viejo cuando yo eran niño, una
pizarra y unos cuántos mapas pegados por las paredes. Ingenuo, pregunté:
-
¿Hay algún despacho? ¿Biblioteca? ¿Servicios?
Sergi me miró con asombro.
-
Hijo- me contestó- que esto no es la capital.
Somos casi una aldea, olvidada por los políticos, sin las comodidades de los
pueblos grandes y centrados en nuestros cultivos y a los viveros de flores. Si
tienes que arreglar asuntos con el banco, hay que irse a San Martí. El médico
pasa un par de veces por semana si todo va bien. Para las urgencias, hay un
teléfono en la alcaldía. El autobús viene los lunes y los jueves. El tren hay
que cogerlo en la capital, las medicinas hay que comprarlas en la farmacia de
San Martí.
Tardé en contestar. De hecho, no debería estar sorprendido
porque por entonces aún eran muchos los pueblos abandonados por la historia.
-
Haremos lo que podamos – sonreí.
-
Ya que lo has preguntado, tenemos una biblioteca
móvil que manda la Diputación. Pasa cada mes.
-
Algo es algo- dije, ofreciéndole la mano al
alcalde.- Muchas gracias.
Los días siguientes trabajé duro. Arreglé la casa a mi
gusto, limpié la escuela con la ayuda de dos mujeres del pueblo y le pedí a
Rosario que me encargara un buen paquete de cartulinas y pinturas que llegaron
unos días después y con las que comencé a preparar carteles y actividades. Lo
cierto es que la vida era plácida y agradable. Muchos mediodías caminaba hasta
la taberna donde me comía un buen filete con patatas. Pronto hice amigos y como
siempre he sido bastante hábil con los naipes, era bien solicitado como pareja
en las partidas vespertinas. Congenié bien con el alcalde, con Mateo que tenía
unos viveros de rosas preciosas y con Josep que se dedicaba a la fruta.
Casi ya en septiembre, una mañana estaba saliendo de la tienda
a donde había acudido para comprar algo de comida, cuando una voz a mi espalda
me sorprendió.
-
Hola, ¿Eres Jaume?
Me volví y casi se me caen las bolsas. Era una mujer
preciosa, alta, con un pelo castaño recogido en coleta, un vestido azul claro
que realzaba su figura y una sonrisa que haría temblar a cualquier hombre. Tendría
mi misma edad pero parecía más madura, sensata, inteligente, una mujer
admirable nada más verla.
-
Sí,… - balbuceé torpemente.
-
Hola, soy Alba- me ofreció su mano-. Llevo la
biblioteca.
Me di cuenta entonces. Aparcado al borde de la plaza, había
un pequeño autobús adecentado como biblioteca móvil. Uno de sus laterales
estaba abierto como si de un escaparate se tratara y dentro se podían ver
varias estanterías con libros. Recordé que ya me lo había avisado el alcalde.
-
Ah, sí- reaccioné por fin, estrechando su mano y
sonriendo mientras me preguntaba cómo una mujer podía ser tan hermosa- ¿De la
Diputación, verdad?
-
Eso es. Veo que ya te han hablado de mí.
-
Bueno, yo esperaba un funcionario adusto y
amargado- bromeé.
-
Pues ni funcionaria soy- replicó ella- … interina,
sólo interina.
La invité a comer a casa. Llevaba la compra en las manos y,
aparte de que me apetecía mucho saber más de aquella muchacha, debíamos charlar
profesionalmente porque necesitaba su ayuda para mis clases. Precisaba que me
trajera y prestara ciertos libros que yo le iría devolviendo a medida que el
curso avanzara. Además, al ser un aula unitaria, iba a necesitar distintos
volúmenes para poder adaptarme a las diferentes edades de los alumnos.
-
Oye, eres el primer maestro que conozco que sabe
cocinar- me dijo cuando ya habíamos terminado la comida y compartíamos una copa
de vino blanco en el porche de la casa.
-
Un regalo del servicio militar- aclaré-, me lo
pase pelando patatas.
-
¿Piensas quedarte mucho por aquí? La mayoría de
los profesores buscan enseguida el traslado.
-
Ya veremos cómo va el curso. No te voy a negar que
esperaba algo más cuando terminé Magisterio pero aquí la gente es encantadora,
se vive plácidamente y no me falta de nada. Soy de fácil contentar.
Acordamos que yo le haría una lista de los libros que iba a
necesitar y que se la enviaría por correo. Ella visitaba el pueblo cada mes.
Había sacado el carnet de conducir de clase C1 con la ayuda de un hermano suyo
que era camionero y como hablaba algo de francés, le habían dado el puesto. Se
pasaba media vida conduciendo por malos caminos.
-
A veces, cuesta – bajó la vista-, en invierno
cuando nieva o cuando estoy muy cansada y la noche cae pronto en invierno.
Pero, ¿sabes?, merece la pena. Merece la pena ver la ilusión de los chicos o el
interés de los mayores cuando llego a todos esos pueblos y abro la persiana del
minibús. Las filas que se forman para coger libros son el mejor regalo.
Alba llevaba toda la administración manualmente, con unas
fichas que ella misma había diseñado y en las que pacientemente apuntaba cada
préstamo, la fecha de entrega, la fecha en que debían devolverse el volumen y
el estado de cada libro. Ella los forraba si era necesario y negociaba con la
Diputación la compra o reposición cada año. Conocía a los varios cientos de
vecinos de los pueblos que visitaba por su nombre y se interesaba por sus
gustos. Ellos agradecían que les aconsejara qué leer y al tenían por una más
del pueblo, de cada pueblo.
-
Esto no durará mucho- me dijo-, un día u otro
arreglarán las carreteras, pondrán bibliotecas, consultorios médicos, la
modernidad se infiltrará … como debe ser, ¿no?
-
Sí, como debe ser- asentí pero un sentimiento de
pesar me inundó por dentro al decirlo. En verdad, el pueblo debía progresar
pero si eso significaba que aquella mujer no iba a venir cada mes, prefería que
la historia se congelara en la Edad Media.
Las clases me satisfacían. Los alumnos eran excelentes y
estaba seguro que algunos de ellos podrían hacer un gran papel en el instituto
y, quién sabe, en la universidad. Logré en poco tiempo llevar a cabo mis planes
docentes, simultaneando el avance tan dispar de los niños y niñas, con sus
diferentes edades y sus diversos intereses. Ya era uno más del pueblo y, aunque
no me daba cuenta de ello, no tenía intención alguna de marcharme ni de buscar
plaza en alguna ciudad.
Las visitas de Alba, cada mes, fueron convirtiéndose en una
fecha que yo esperaba con ansia. Comíamos juntos y pasábamos la tarde charlando
de todo, de nuestras vidas, de nuestros anhelos, de los sueños no cumplidos y
de nuestras cuitas. Por alguna razón incomprensible, parecía como si nos
conociéramos de siempre, como si hubiéramos sido amigos desde niños, tal era la
confianza que nos tomamos en tan poco tiempo.
Fui consciente de que aquello, al menos por mi parte, era
mucho más que amistad en febrero cuando una nieve espesa y persistente había
hecho desaparecer el camino y las comunicaciones quedaron cortadas durante varios
días. Suspendimos las clases durante la semana para evitar a los niños el que se
desplazaran hasta la escuela pero me encargué personalmente de ponerles un buen
montón de deberes. Estaba seguro que ella no podría venir y sentía una
nostalgia que me asustaba. Había ido hasta la taberna para ver las noticias en
la televisión y charlar un poco con los amigos. Con botas de montaña, un pesado
abrigo y un gorro que me cubría las orejas parecía más un explorador ártico que
un maestro. Salía ya de regreso hacia casa, antes de que volviera a nevar,
cuando me sobresalté al escuchar el claxon del minibús. Las luces mortecinas de
los focos aparecieron al final de la carretera y me asusté como si hubiera
enloquecido. ¿Qué hacía Alba arriesgándose a venir con aquel tiempo? Loca,
loca, loca, le grité en silencio mientras el autobús se acercaba a muy baja
velocidad y yo me daba cuenta que en el corazón se me mezclaban el miedo porque
pudiera tener un accidente con el ansia de abrazarla. La esperé parado en medio
de la plaza, los brazos caídos, haciéndoseme eternos aquellos últimos metros.
-
¡Loca!, ¡Estás loca! ¿Pero cómo se te ocurre
arriesgarte así en ese cacharro? – le grité.
-
¡Hombres!- estaba sonriente, su nariz roja por
el frío, sus ojos llenos de vida y de vitalidad- Por cualquier cosilla os
amedrentáis. Esto es un servicio público y se cumple con independencia del
clima.
Fue instintivo. Me acerqué y la estreché entre mis brazos.
Contuve mis ansias de besarla, de comerla a besos, de decirle que nunca más me
diera estos sustos, que yo quería velar por ella hasta el fin de los tiempos.
Sólo la abracé, la estreché fuerte con mis manos y más fuerte todavía con mi
corazón que estaba desbocado. Ella no dijo nada, pero devolvió el abrazo.
-
Dormiré con Rosario. Ya quedamos así el otro día
por teléfono- me dijo, y sentí una gran decepción porque ya la había imaginado
durmiendo en mi casa.
Fueron dos días maravillosos hasta que el sol calentó lo
suficiente como para derretir la nieve y el camino se despejó. Sin clases,
pasamos los días juntos, charlando. Me despertaba antes del amanecer y hacía el
camino hasta el pueblo corriendo para desayunar con ella. Regresaba a media
noche, con una linterna grandota que me había dejado Fran, el hermano de
Mateo.
-
Estás atontado, muchacho. O se lo dices o te va
a dar un pasmo- me dijo mientras me palmeaba la espalda- que se te ve en los
ojos. Cortito, que eres cortito.
Pero no fui capaz de decírselo ni ella habló tampoco. ¿Cómo
decirle a una mujer que uno se ha enamorado locamente, radicalmente? ¿Cómo
decirle que darías la vida por ella, que la deseas, que quieres morirte a su
lado, que quieres desnudarla y no levantarte nunca más de la cama común, que la
única voz que deseas escuchar es la de ella? ¿Cómo?
-
¿Volverás? – le dije la mañana que ya marchaba.
-
Sabes que sí, sabes que sí- y me acarició la
mejilla con ternura.
Me sentí idiota. Me quedé pasmado, sin hacer ni un gesto,
viendo cómo el vehículo se alejaba, sintiendo la mirada de mis amigos que me
decían sin palabras lo imbécil que era, que me decían que moviera las piernas,
que corriera tras aquel maldito autobús que se la llevaba lejos por tantos días.
Pero no hice nada, sólo me quedé petrificado.
-
¡Mateo, Mateo! – entré gritando en el bar, al
día siguiente.
-
¿Qué diantres de pasa? – todos me miraron.
-
Necesito tu ayuda, por mi madre que necesito que
me ayudes.
-
Bueno, si esta en mi mano… - me miró con
extrañeza- ¿estás bien?
-
Estoy maravillosamente bien, pero necesito tu
ayuda. – contesté con entusiasmo.
-
Venga, ven, sentémonos y me lo cuentas.
Pedí dos cafés y una torrija para cada uno. Me senté frente
a él como si fuera a desvelarle el secreto de la gran pirámide y le expliqué mi
plan.
-
No sé si arraigarán… no es la época – me contestó.
-
Pero se puede intentar, ¿no? Tenemos dos meses.
-
Sí, claro, y con suerte sobrevivirán el
cincuenta por ciento.
-
Te pagaré- aunque, pensé, que con mi exiguo
sueldo necesitaría varios años.
-
Bueno, eso ya lo arreglaremos. ¡Joder, con lo
fácil que es decirlo! Sois complicados los de ciudad.
Fueron semanas de trabajo duro y gracias a Dios que Mateo,
con cierto regocijo, me ayudó porque yo solo nunca podría haberlo hecho.
Removimos una gran zona de terreno enfrente de mi casa y aireamos la tierra.
Luego, fuimos trasplantando los arbustos y acolchamos el suelo con hojas y
tierra vieja.
-
Hay que cubrirlos con los plásticos, que esto se
parezca lo más posible al invernadero - decía Mateo- y luego encomiéndate a todos
los santos para que no caiga otra helada.
Cuando Alba regresó en marzo, me hice el escurridizo. Si la
veía antes, lo estropearía todo. Me inventé que tenía una reunión en Barcelona
y mis amigos así se lo hicieron creer. Afortunadamente, para entonces, ya medio
pueblo estaba conchabado conmigo y yo me había convertido en la comidilla
jocosa de todos, que me ayudaban de buena gana a cambio de burlarse de mí cada
noche y de tener que invitar a café y bollos un día sí y otro también.
-
¿Se lo has dicho? – asalté a Sergi en cuanto el
autobús se marchó.
-
¡Anda, se me ha olvidado! – me dijo.
-
¡No jodas!- grité.
-
¡Que no, chaval!, que no… tú vete preparando el
jardín- se echó a reír y se pidió un carajillo – Paga este.
-
Menos mal- suspiré, al tiempo que soltaba el
dinero.
-
Vendrá el día de San Jordi. Le ha parecido buena
idea que el alcalde se haya percatado de la fecha. Es que por algo soy alcalde-
volvió a reírse.
-
Te debo una, pero te juro que me pagarás el
susto- le contesté.
Aquel mes fue el de más larga espera de mi vida. Cada día y
cada noche vigilaba el jardín y Mateo se pasaba los martes y los viernes para comprobar que todo iba bien.
-
¿No pasará nada, verdad? – le atosigaba con
preguntas sin que él pudiera hacer más de lo que ya hacía tan
desinteresadamente.
-
Tú, cada noche, reza a la Moreneta para que no
hiele, que todavía es abril y nunca se sabe.
Llegó el veintitrés de abril. Aquella mañana estaba ya
despierto mucho antes del amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas y la
temperatura era agradable. Iba a ser un día azul, hermoso. No pude sino dar
gracias al cielo. Antes de asearme, salí al jardín y retiré con cuidado todos
los toldos. Luego, intenté desayunar y me esforcé en tragar algo para no
desfallecer cuando llegara el momento. La mañana pasó lenta, como si el tiempo
se estuviera divirtiendo a mi costa, viendo cómo me desesperaba con la espera y
la inquietud.
-
Con lo fácil que es decírselo sin más- repetía
Mateo mientras echaba una última ojeada al jardín- qué jodidos sois los de la
ciudad.
A las once más o menos, escuché el ruido del motor. En mi
interior di las gracias a Sergi que, una vez más, había engañado a la chica
para favorecerme.
-
Aparcas cerca de la escuela. Como es San Jordi,
así a los chavales les contamos la tradición. ¿te parece?- le había mentido
porque no hacía falta explicar a nadie lo que todos sabían desde siempre.
Yo había hecho que los niños salieran a la puerta y le
saludaran con las manos en alto para que ella centrara su atención en ellos y
no mirara hacia mi casa. Yo también saludé y ella respondió haciendo sonar el
claxon un par de veces.
-
Me alegro de verte – le dije con la mejor de mis
sonrisas.
-
Bueno, el mes pasado me dejaste plantada- me
respondió, pero no sentí acritud en sus palabras.
-
Ya, lo siento… es que estuve ocupado…
-
Sí, una reunión, ya me lo dijeron.
-
Anda, abre el bus- le pedí – todos estamos
deseando ver los libros. Hoy es San Jordi- dije.
Ella se volvió y en un instante abrió el portalón lateral
dejando a la vista todos los nuevos títulos que traía.
-
Mirad, hay muchos libros nuevos. Hemos recibido
dinero de la Diputación por San Jordi y traigo muchas novedades.
Azuzados por mis instrucciones, los chiquillos se
abalanzaron sobre el muestrario. Yo aproveché para tomar del brazo a Alba y alejarla
unos pasos.
-
¿No me has traído un libro de regalo?- le
pregunté mirándola a los ojos.
-
¿Debería? – sonrío, mientras yo sentía que mi
corazón chocaba contra mi pecho.
-
No sé. ¿Qué piensas tú?
Tardó unos segundos en contestar, haciéndome sufrir. Sentí
sus ojos hermosos recorriendo mi cara, estudiando mi expresión.
-
Pienso que sí. Aquí está- y sacó de su bolso un
pequeño paquete. Me sonrió con toda la ternura del mundo- ¿Y mi rosa?
La tomé por la cintura y la hice girarse hacia el jardín de
mi casa. El centenar de rosales que Mateo y yo habíamos trasplantado desde el vivero
se asemejaban a un mar de flores. El jardín estaba hermoso, con las rosas
abiertas, rojas, vibrantes, reluciendo bajo el sol y el azul del cielo. Una
ligera brisa las mecía como también lo hacía con el cabello de Alba. Miles de
rosas se movían frente a la mujer que amaba, la atmósfera henchida de
fragancias, un océano de pétalos dibujando arabescos de color frente a ella.
-
Una sola no te hace honor, un millón de ellas
quizá.
Agarré su mano, la hice volverse hacia mí y la besé. Los
chiquillos reían mirándonos de reojo.
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