7/5/14

Esperando






El día ha sido caluroso y pesado. Inés se asoma por un momento a la habitación de los chiquillos y comprueba que duermen. José, de tres años, reposa boca abajo, la sábana echada a un lado; Belén, de cinco sueña tranquila mirando a la pared con su manita agarrando el borde de la cama. Luego, cuando se vaya a acostar, los arropará pero de momento deja que  duerman sin molestarles. Regresa a la cocina y comprueba que el estofado que tenía en el fogón está ya listo. Lo dejará enfriar un rato antes de volcarlo en los tuppers y congelar para media semana. Ella ha comido algo mientras lo preparaba y le es suficiente. Lleva algún tiempo sin mucho apetito. La televisión está puesta a bajo volumen. Es un reality show al que no atiende, pero el murmullo de los tertulianos que discuten vehemente le ayuda a no sentirse tan sola. Aprovecha para fregar los cacharros. Pedro estará ya a punto de llegar y, quizá, habrá ya picado algo por ahí, al salir de su turno.
Se seca las manos con el delantal y se pasa una de ellas por su pelo intentando dominar el cabello que le cae por la frente. Toma un pitillo y sale al pequeño balcón. Hay una luna que no llega a llena por poco, medio velada por nubes altas. Apenas se ve alguna estrella por entre los huecos que dejan los cúmulos. Abajo, en la plaza, no hay nadie y las sombras de las farolas se estrellan contra la pared del edificio. Se apoya en la barandilla e inhala el humo del cigarrillo para exhalarlo a continuación muy despacio. Él no viene todavía. Sus ojos miran al tejado de la casa de enfrente pero su mente está muy lejos, en el pasado, cuando compraron la casa y Pedro estaba convencido de que iba a conseguir aquel puesto de encargado en la empresa que, finalmente, fue a manos de un recién llegado; cuando ella tenía aquellos planes para estudiar que se truncaron al venir Belén al mundo y pasó un par de años con problemas respiratorios. De esto ya hace ocho años, qué rápido pasa el tiempo, qué rápido pasan los sueños. Quién sabe, quizá dentro de unos años, con los chicos ya más crecidos, podrá empezar los estudios. De vez en cuando coge catálogos de la UNED. Le atrae la historia. Una vez, en la televisión, vio un documental sobre una arqueóloga que le encantó. Qué envidia, recuerda que pensó al ver a aquella mujer dando tumbos por media África.
Pedro no llega aún, a pesar de que son ya más de las once. Muchas veces se siente sola. Ya se sabe, los críos, las cosas de la casa, el ir y venir todo el día, es agotador. Él trabaja a turnos y no es fácil hacer planes con un banco que se lo come todo. No es que se queje de Pedro, la ayuda algo aunque con el horario de trabajo que tiene llega rendido. No se queja pero ha aprendido que la vida no es lo que anhelaba cuando era más joven, que no hay amores radicales, que no hay aventuras que justifican una vida, que no existen los hombres heroicos, que no hay nada más aburrido que compartir una hipoteca. Pedro le dice que ya debe dejar de ser adolescente, que se ponga las pilas y se deje de fantasías.
Vuelve a la cocina y comprueba que la comida ya está fría. Prepara los recipientes y los mete en el frigorífico. Toma otro pitillo y vuelve a salir al balcón. Una sirena ulula a lo lejos y por el soniquete sabe que es alguna ambulancia que se dirige al hospital de Santa Paula. Las once y media. Lo peor es esa sensación de que está perdiendo su vida. Los años pasan tan rápido que apenas percibe cómo se concatenan los otoños y los inviernos, las primaveras y los veranos. El tiempo vuela con sus sueños cabalgando sobre él. Mira a la calle. Una sombra se mueve a lo lejos pero tuerce en la avenida. Fuma otro poco y siente que no encaja en todo aquello, no pertenece al barrio en que vive, a la ciudad que la vio nacer, a aquella casa, a la abrumadora  rutina. No sabe lo que quiere, piensa, pero sí lo que no quiere.
La calle permanece en silencio. Son casi las doce. Sigue esperando a que aparezca Pedro con la esperanza de que esta noche no venga.

 

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